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A cambio de eso, Changez cometía el educadísimo error de preguntar a Jamila sus opiniones políticas y sociales. Una mañana, Jamila le colocó los Cuadernos de la cárcel de Gramsci sobre el pecho, sin pensar que la adicción de Changez a los libros de bolsillo no carecía totalmente de sentido crítico.

– ¿Por qué no lo has leído si te interesaba tanto? -le espetó en tono provocador al cabo de unas semanas.

– Porque prefiero oírlo de tus labios.

Y que quería oírlo de sus labios era la pura verdad. Quería ver cómo se movían los labios de su esposa, porque eran unos labios que cada vez le gustaban más. Eran unos labios que quería conocer más a fondo.

Un buen día, mientras merodeábamos por las tiendas de los chamarileros y librerías de viejo, Changez me agarró del brazo y me obligó a mirarle a la cara, cosa que nunca resultaba agradable. Por fin, después de semanas y semanas de estar temblando como un saltador asustado sobre una roca, me confesó:

– ¿Crees que Jammie acabará por acostarse conmigo algún día? Al fin y al cabo, es mi esposa. No le propongo nada ilegal. Por favor, tú que la conoces desde que era una niña dime con franqueza, ¿qué posibilidades crees que tengo al respecto?

– ¿Tu esposa? ¿Acostarse contigo?

– Sí.

– Olvídalo.

– ¿Qué?

– Imposible, Changez.

Changez se negaba a aceptarlo.

– No te tocaría ni con guantes de amianto -añadí, para mayor detalle.

– ¿Por qué no? Te lo ruego, explícamelo con sinceridad, como hasta ahora con todo lo demás. Hasta te permito que seas vulgar, Karim, como tienes por costumbre.

– Eres demasiado feo para ella.

– ¿En serio? ¿Lo dices por mi cara?

– Por tu cara, por tu cuerpo, por todo. Eso es.

– ¿Sí?

En ese momento, me miré en un escaparate y lo que vi me gustó. Puede que no tuviera trabajo, estudios ni perspectivas de futuro, pero tenía muy buen aspecto, sí señor.

– Jamila es una persona con clase, eso ya lo sabes.

– Pero es que yo querría tener hijos con mi esposa.

Meneé la cabeza.

– Ni lo pienses siquiera.

La cuestión de los hijos no era algo trivial para Changez el Burbuja. Hacía relativamente poco, se había producido un incidente que todavía debía de tener grabado en la memoria. Anwar nos había pedido que fregáramos el suelo de la tienda, pensando que quizá así conseguiría mantenerlo bajo vigilancia. Claro, cómo podía acabar en desastre una cosa así? Yo me encargué de fregar, mientras Changez sujetaba el cubo con expresión tristona en medio de la tienda desierta y no dejaba de preguntarme si tenía alguna otra novela de Harold Robbins que prestarle. Entonces Anwar se presentó en la tienda y se quedó allí vigilando, mientras trabajábamos. Cuando terminamos, ya había tomado una decisión: preguntó a Changez por Jamila y quiso saber cómo estaba. Le preguntó si Jamila estaba «esperando».

– ¿Esperando qué? -preguntó Changez.

– Un nieto, joder -exclamó Anwar.

Changez no dijo palabra, pero retrocedió arrastrando los pies, para ponerse fuera del alcance de la furia tremenda de Anwar, producto de una decepción insondable.

– ¡Algo tendrá que haber entre las piernas de un burro! -me dijo Anwar.

Al oír eso, desde lo más profundo del inmenso estómago de Changez brotó una erupción de rabia incontenible. Una oleada de cólera le estremeció todo el cuerpo y su cara pareció agrandarse de pronto y aplanarse como una medusa. Su brazo malo empezó a temblar, hasta que las sacudidas se le contagiaron a todo el cuerpo y empezó a palpitar de rabia, humillación e incomprensión.

– ¡Sí, hay más entre estas patas de burro que entre tus orejas de borrico! -le chilló.

Entonces Changez arremetió contra Anwar con una zanahoria que había encontrado a mano y Jeeta, que lo había oído todo, tuvo que acudir corriendo. Los últimos acontecimientos parecían haberle infundido cierta fuerza y hasta temeridad: Jeeta había ido creciendo mientras Anwar empequeñecía. La nariz se le había vuelto aguileña y afilada y la interponía como una barrera entre los dos contendientes para que no pudieran hacerse daño. ¡Y menudo rapapolvo se llevó Anwar! Nunca la había oído hablar de aquel modo. ¡Menudo arrojo! Hasta Gulliver se habría sentido como un enano ante tamaña fuerza. Anwar dio media vuelta y se fue maldiciendo, y Jeeta nos echó a los dos.

Así que Burbuja, que no había tenido demasiado tiempo para reflexionar en su experiencia inglesa, empezaba a pensar en su situación. Se le negaban los derechos conyugales, a menudo perdían incluso toda vigencia los derechos humanos, por todas partes surgían inconvenientes innecesarios y le llovían insultos continuamente como una ducha de escupitajos… ¡a él, a una persona importante de una gran familia de Bombay! ¿Qué estaba pasando? ¡Habría que hacer algo al respecto! Pero lo primero es lo primero. Changez rebuscaba en los bolsillos. Por fin sacó un pedazo de papel con un número de teléfono.

– En ese caso…

– ¿En qué caso?

– En el de mi fealdad, a la que has hecho alusión de un modo tan servicial. Debo hacer algo.

Changez llamó a alguien por teléfono. Fue todo muy misterioso. Luego tuve que acompañarle hasta una gran casa que estaba dividida en apartamentos. Una mujer ya anciana nos abrió la puerta -me dio la impresión de que le estaba esperando- y después de hacer pasar a Changez, se volvió hacia mí y me pidió que aguardara. Así que me estuve ahí como un idiota durante veinte minutos. Cuando salió apareció tras él una japonesa bajita, de mediana edad y cabello negro, vestida con un quimono rojo.

– Se llama Shinko -me dijo muy contento de camino a su casa.

Por la bragueta desabrochada le salían los bajos de la camisa como una pequeña bandera blanca. Decidí no ponerle al corriente de ese detalle.

– Con que una prostituta, ¿eh?

– ¡No seas desagradable! Ahora es una amiga. ¡Otra amiga en una Inglaterra fría y poco amigable! -Me miró con cara de satisfacción-. ¡Me ha hecho exactamente lo que Harold Robbins describe con puntos y comas! ¡Karim, todos mis problemas están solucionados! ¡Ahora podré amar a mi esposa del modo usual y a Shinko del modo inusitado! Préstame una libra, ¿quieres? ¡Voy a comprar bombones para Jamila!

Todos estos embrollos con Changez me divertían y pronto le consideré parte de mi familia, una parte permanente de mi vida. Pero también tenía una familia de verdad que atender, no papá, que andaba muy ocupado, sino mamá. Le telefoneaba todos los días, pero no había vuelto a verla desde que me había marchado a vivir a casa de Eva, y es que no me sentía con ánimos para ver a nadie en aquella casa.

Cuando me decidí a ir a Chislehurst las calles estaban tranquilas y deshabitadas en comparación con el sur de Londres, como si acabaran de evacuar toda la zona. El silencio era siniestro; parecía apilado y dispuesto a saltar sobre mí.

Prácticamente lo primero que vi al bajar del tren y enfilar una de esas calles fue a Espalda Peluda y a su perro el gran danés. Espalda Peluda estaba de pie junto a la cancilla, fumando una pipa y bromeando con un vecino. Crucé la calle y volví sobre mis pasos para mirarlo. ¿Cómo podía estar allí, con aquel aire inocente, después de haberme insultado como lo hizo? De pronto me invadieron una rabia y una sensación de humillación infinitas, sentimientos hasta entonces totalmente desconocidos para mí. No sabía qué hacer. Un impulso irrefrenable me decía que regresara a la estación, cogiera un tren y volviera a casa de Jamila. Así que me quedé allí parado por lo menos cinco minutos, mirando a Espalda Peluda sin saber qué dirección tomar. Pero ¿qué iba a decirle a mamá, después de haberle prometido que iría a verla? Tendría que ir.