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Besar a mi madre no me hacía ninguna gracia, como si aquella debilidad y tristeza se me fueran a contagiar de algún modo y, como es natural, no se me pasó por la cabeza que un poco de alegría y buen humor fueran a animarla.

Nos quedamos ahí sentados un rato, sin hablar demasiado, hasta que se me ocurrió describir los «especiales» de Changez, su cama plegable y lo insólito del espectáculo de ver a un hombre enamorarse de su esposa. Pero mamá perdió el interés enseguida. Si las desgracias de otra gente no conseguían animarla, nada iba ya a conseguirlo. La mente se le había vuelto de vidrio y la vida patinaba por encima de su superficie lustrosa. Le pedí que me hiciera un retrato.

– No, Karim; hoy no -dijo con un suspiro.

Pero yo insistí e insistí. «Hazme un retrato, venga, hazme un retrato, ¡házmelo, mamá!», y dale que dale. Estaba furioso con ella. No estaba dispuesto a permitir que se abandonara a su vida triste, a la filosofía que la relegaba a los rincones oscuros del mundo. Para mamá, la vida era fundamentalmente un infierno: una se quedaba ciega, la violaban, la gente se olvidaba de felicitarla por su cumpleaños, Nixon salía elegido, el marido la dejaba por una rubia de Beckenham y, entonces, una envejecía, no podía andar, y se moría. Nada bueno cabía ya esperar de este mundo. A pesar de que esta manera de ver las cosas podía haber despertado el estoicismo, en el caso de mamá sólo había desembocado en la autocompasión. Por eso me sorprendió que por fin se decidiera a hacerme un retrato y su mano volvió a deslizarse veloz sobre el papel y sus ojos se iluminaron con una pequeña chispa de interés. Me estuve tan quieto como pude. Pero cuando mamá se levantó de la cama con gran esfuerzo y me pidió que no mirara todavía el bosquejo mientras iba al cuarto de baño, aproveché la oportunidad para examinarlo.

– Estate quieto -se quejaba, cuando se puso manos a la obra -otra vez-. Esos ojos no me salen.

¿Cómo podría hacérselo comprender? Quizá lo mejor fuera no decir nada, pero yo era un racionalista.

– Mamá -le dije por fin-. Me estás mirando a mí, a tu hijo mayor, Karim. Y, en cambio, ese retrato, y te ha salido un buen retrato, no demasiado peludo, es el retrato de papá, ¿no te das cuenta? Esa narizota, esa papada… Esas bolsas bajo los ojos son las ojeras de papá… no las mías. Mamá, esa cara no se me parece en nada.

– Bueno, cariño, padres e hijos, con el tiempo, llegan a parecerse, ¿o no? -Y me dirigió una mirada cargada de intención-. Al fin y al cabo, los dos me habéis abandonado.

– Yo no te he abandonado -me defendí-. Me vas a tener aquí siempre que me necesites. Lo que pasa es que estoy estudiando, eso es todo.

– Sí, ya sé lo que estás estudiando.

Era increíble que mi familia comentara siempre con tanto sarcasmo todo cuanto hacía.

– Estoy sola. Nadie me quiere -dijo.

– ¡Claro que te quieren!

– No, nadie se preocupa por mí. Nadie mueve un dedo para ayudarme.

– Mamá, yo te quiero -le dije-. Aunque a veces no lo demuestre.

– No -repuso, ofendida.

Me despedí con un beso, la abracé y traté de escaparme de aquella casa sin despedirme. Bajé la escalera sin hacer ruido y había conseguido ya escabullirme fuera y estaba a punto de dejar atrás el jardín cuando, de pronto, Ted salió disparado de algún rincón de la casa y me agarró. Debía de estar allí esperando, al acecho.

– Dile a tu padre que todos apreciamos lo que ha hecho. ¡A mí me ha ayudado infinitamente!

– De acuerdo, se lo diré -le dije, tratando de librarme de él.

– No se te vaya a olvidar.

– No, no, descuida.

Casi regresé corriendo al sur de Londres, a casa de Jamila. Me preparé una infusión de menta y me senté a la mesa del.salón sin hablar. Tenía la cabeza hecha un lío. Traté de concentrarme en Jamila y pensar en otra cosa. Jamila estaba sentada delante de su escritorio, como de costumbre, y una de esas vulgares lámparas de lectura le iluminaba el rostro. Un jarrón enorme con flores silvestres de color violeta y eucalipto coronaba un montón de libros de la biblioteca. Cuando uno piensa en la gente a la que más quiere normalmente suele elegir momentos como éste -tardes, semanas enteras quizá-, momentos en los que aparecen en su máximo esplendor, cuando juventud, sabiduría, belleza y serenidad se funden en una combinación perfecta. Y mientras Jamila estaba allí sentada, tarareando y leyendo, absorta, y Changez la acariciaba con los ojos, echado en su cama y rodeado de «especiales» cubiertos de polvo, o revistas de criquet y paquetes de galletas por la mitad, supe que aquél era el momento de máxima plenitud de Jamila. Yo también podría haber permanecido allí sentado, como el admirador que observa a su actriz favorita, como el amante que observa a su amada, contento de no tener que pensar en mamá y en lo que podíamos hacer por ella. ¿Puede hacerse realmente algo por la gente?

Changez dejó que me terminara mi menta, mi angustia se disipó un tanto. Entonces me miró.

– ¿Ya? -me preguntó.

– ¿Ya qué?

Changez se levantó a duras penas de la cama plegable, como quien intenta echar a andar con cinco balones de fútbol bajo los brazos.

– Ven. -Y me llevó a la cocina diminuta.

– Escúchame bien, Karim -me dijo, con un hilillo de voz-. Esta tarde voy a tener que salir.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

Trató de darse importancia con unas muecas. Hiciera lo que hiciese siempre me divertía, y conseguir que se enfadara era uno de los pocos placeres garantizados de mi vida.

– Pues sal -le dije-. Nadie te lo impide, ¿no?

– Shhh. Voy a ver a mi amiga Shinko -me dijo, en tono confidencial-. Me va a llevar a la Torre de Londres. Y, además, he leído sobre un montón de posturas nuevas, yaar. Muy extravagantes todas, con la mujer de rodillas y el hombre detrás… Así que tendrás que quedarte aquí y distraer a Jamila.

– ¿Distraer a Jamila? -Me eché a reír-. Burbuja, a ella le da igual si estás aquí o no. Le importa un comino dónde te metas.

– ¿Qué?

– ¿Por qué iba a importarle, Changez?

– Vale, vale -dijo, a la defensiva, retrocediendo un poquitín-. Muy bien.

Pero yo seguí aguijoneándole.

– Y hablando de posturas, Changez, últimamente Anwar no me deja en paz con sus preguntas sobre tu estado de salud. -El miedo y el desaliento asomaron a su cara al instante. Era un espectáculo que no tenía precio. No era precisamente su tema de conversación favorito-. Tienes cara de estar cagado de miedo, Changez -le dije.

– ¡Ese cabrón de mi suegro me va a estropear la erección para todo el día! -se quejó-. Será mejor que me largue.

Pero yo le agarré del muñón y continué.

– ¡Estoy hasta las narices de que venga a lloriquearme por tu culpa! Tendrías que hacer algo.

– ¡Ese hijo de puta! ¿Quién se cree que soy? ¿Su criado? Yo no soy un tendero. Los negocios no van conmigo, yaar; no, no me van. Yo soy más bien del tipo intelectual, no como esos inmigrantes sin educación que vienen aquí para pasarse día y noche trabajando como esclavos hechos un pingajo. Dile que no lo olvide.

– Descuida, se lo diré. Pero, te lo advierto, tiene la intención de escribir una carta a tu padre y a tu hermano para contarles lo cerdo gordinflón y perezoso que estás hecho, Changez. Y lo sé de buena tinta porque ya me ha nombrado mecanógrafo encargado del asunto.

Changez me agarró del brazo. La alarma tensó sus rasgos.

– ¡Por el amor de Dios, no! Róbale la carta si puedes, por favor.

– Haré lo que pueda, Changez, porque te quiero como a un hermano.

– Yo también, yo también -me dijo, con afecto.

Hacía calor y estaba tendido boca arriba en la cama, completamente desnudo, con Jamila a mi lado. Había abierto de par en par todas las ventanas del piso y el aire estaba cargado de gases de tubos de escape y del alboroto de la gente sin empleo que discutía en la calle. Jamila me había pedido que la tocara, así que la frotaba entre las piernas con vaselina siguiendo sus instrucciones: «Más fuerte» y «Esfuérzate más, por favor» o «Está bien, pero estás haciendo el amor y no lavándote los dientes».