Pero una de las cosas sobre las que Jean y Ted debían de hablar por fuerza era de dinero. Hasta a mí empezaba a preocuparme. Aquella casa sufría una especie de hemorragia de dinero. A diferencia de mamá, que daba siempre por sentada su escasez crónica, Eva compraba todo cuando le venía en gana. Cuando entraba en una tienda y veía algo que le llamaba la atención -un libro de dibujos de Matisse, un disco, un par de pendientes yin y yang, un sombrero chino- lo compraba sin pensarlo dos veces. No la embargaba la angustia ni el sentimiento de culpabilidad, como nos ocurría a todos nosotros. «Me lo merezco -solía decir-. Fui muy desdichada con mi marido y no pienso volver a serlo.» Nadie podía pararle los pies. Un día que estábamos pintando una pared juntos hice un comentario acerca de ese modo de derrochar, pero ella me hizo callar enseguida.
– Cuando se nos acabe el dinero, conseguiré más -dijo.
– Pero ¿de dónde vas a sacarlo, Eva?
– ¿No te das cuenta, Karim? ¡El mundo está repleto de dinero! ¿No has visto cómo llueve por todo el país?
– Sí, lo he notado, Eva; pero sobre esta casa no llueve ni una gota.
– Cuando nos haga falta, ya conseguiré que llegue hasta aquí.
– Tiene razón -dijo papá, con la autoridad del maestro cuando ese mismo día le repetí lo que Eva había dicho, tratando de hacerle comprender que me parecía una locura-. Para atraer montones de dinero hay que estar en el estado mental adecuado.
Viniendo de alguien que nunca había alcanzado el estado mental adecuado para atraer magnéticamente otra cosa que no fuera su sueldo -dinero al que Anwar se refería invariablemente como «ingresos inmerecidos»- me pareció de lo más gracioso. Pero el amor y Eva habían allanado el terreno para que papá recobrara la confianza en sí mismo y prácticamente brincaba de alegría, cosa que me hacía sentir un conservador redomado.
Papá inició de nuevo sus sesiones de gurú sobre taoísmo y meditación. Se celebraban en casa una vez por semana igual que antes, sólo que esa vez Eva insistió en que la gente pagara por asistir. Papá contaba con un puñado nutrido de jóvenes seguidores asiduos y convencidos de que le adoraban -estudiantes, psicólogos, enfermeras y músicos-, algunos de los cuales solían llamar o presentarse en casa a altas horas de la noche presas de pánico o de miedo, lo que demuestra hasta qué punto dependían de la bondad de aquel hombre que sabía escucharles. Para los que querían entrar a formar parte del grupo había una lista de espera. Los días en que se celebraban las reuniones, pasaba la aspiradora, encendía varillas de incienso y, como un maître, me encargaba de recibir a los invitados y de servirles dulces indios. Eva insistió mucho en que papá mejorara el servicio: por la mañana temprano, antes de ir al trabajo le hacía leer libros de la biblioteca sobre esoterismo y, mientras tomaban el desayuno, le hacía preguntas con el mismo tono de voz con el que probablemente habría preguntado otras veces a Charlie por sus deberes de dibujo técnico: «¿Qué has aprendido esta mañana?»
Eva conocía a un señor que trabajaba en el periódico local, el mismo periodista de espíritu cooperador que había sacado a Charlie en la portada del Bromley and Kentish Times, y consiguió que entrevistara a papá. Fue así como papá apareció fotografiado con chaleco rojo y pijama indio sentado en un cojín dorado. Esta fama repentina dejó impresionados a sus compañeros de tren, y papá me contaba encantado cómo le señalaban con el dedo en el andén número dos. El hecho de que todo el mundo le reconociera por haber conseguido algo en la vida subió muchísimo la moral de papá, porque antes de conocer a Eva ya había empezado a considerarse un fracasado de vida deprimente. Sin embargo, para sus compañeros de oficina no era más que un indio perezoso sin ascenso que había abandonado esposa e hijos. Los empleados con los que trabajaba le miraban maclass="underline" se burlaban de él a sus espaldas y delante de sus narices. En la fotografía que apareció en el periódico dibujaron un bocadillo que le salía de la boca en el que se leía: «El oscuro misterio de la vida desentrañado por un charlatán de feria… a expensas del dinero del contribuyente.» Papá empezó a hablar de dejar su empleo. Eva le decía que hiciera lo que creyese mejor, que ella iba a mantenerlos a los dos… a base de amor, seguramente.
Dudo que Ted le contara esas cosas a tía Jean o que le hablara de otras manifestaciones del amor que llenaban nuestras horas, como las de Eva, por ejemplo, que imitaba los gruñidos, suspiros, resoplidos y lamentos que salpicaban la conversación de papá aquí y allá. Ted y yo la pillamos un día en aquella cocina desvencijada repasando toda su sinfonía de ruiditos como una madre que se complace en repetir con orgullo las primeras palabras de su criatura. Papá y Eva eran capaces de pasarse horas y horas hablando de las cosas más banales, como por ejemplo del carácter de la gente que papá conocía en el tren, hasta que me sentía en la obligación de gritarles: «¿De qué demonios estáis hablando?» Tan absortos habían estado en su conversación que solían mirarme sorprendidos. Supongo que lo que decían no debía de tener tanta importancia; las palabras eran como una caricia, un intercambio de flores y besos. Eva no podía salir de casa sin regresar diciendo: «¡Eh, Haroon, he encontrado una cosa que te va a gustar!»… un libro sobre jardines japoneses, una bufanda de seda, una pluma Waterman, un disco de Ella Fitzgerald y, un día, una cometa.
Ante semejante espectáculo empezaba a tener mi propia y resentida teoría acerca del amor. El amor tenía que ser por fuerza algo mucho más generoso que aquella especie de alegre egotismo à deux. El amor se transformaba en sus manos en un cabrón mezquino, avasallador y egoísta que vivía a expensas de una mujer que en ese momento estaba echada en una cama en casa de tía Jean y cuya vida carecía ya de importancia. La desdicha de mamá era el precio que papá había decidido pagar a cambio de la felicidad. ¿Cómo podía haber hecho algo así?
Para ser justos con él, hay que reconocer que la desdicha le tenía obsesionado. Eva discutía de ello a menudo y decía que papá era demasiado indulgente. Pero, honestamente, ¿cómo iba a ser de otra manera? A veces, estábamos viendo la televisión o simplemente comiendo y una oleada de remordimientos le ensombrecía el rostro. Los remordimientos, el sentimiento de culpabilidad y la pena lo consumían. Había tratado tan mal a mamá, nos decía. Ella le había dado tanto… se había preocupado por él, le había dado su amor y ahora él estaba sentado cómodamente en casa de Eva, radiante de alegría y esperando con impaciencia el momento de acostarse.
– Me siento como un delincuente -le confesó a Eva una vez con la mayor de las inocencias en un momento de despiste que la verdad aprovechó para asomar la cabeza-, ¿sabes? Como alguien que vive la mar de feliz con el dinero que ha conseguido a costa de crímenes atroces.
Eva no pudo contener sus gritos y papá no supo entender lo inesperada y cruelmente que la había herido. Eva se comportaba de un modo irracional.
– ¡Pero si tú no la quieres! ¡No estabais hechos el uno para el otro! Os ahogabais mutuamente. ¿O acaso no estuvisteis juntos lo suficiente para darte cuenta de eso?
– Podría haber hecho más -se lamentaba-, esforzarme más. Ella no se merecía que le hicieran tanto daño. Yo no creo en la gente que abandona a los demás.
– ¡Esos remordimientos nos van a amargar la existencia!
– Forman parte de mí…
– Por favor, bórralos de tus pensamientos.
Pero ¿cómo iba a borrarlos? Si le llovían encima como un chaparrón sobre un tejado de zinc, que va estropeándolo, oxidándolo y corroyéndolo día a día. Y a pesar de que no volvieron a hacer más comentarios casi inocentes de ese estilo, y a pesar de que papá y Eva siguieron queriendo hacer el amor a todas horas, y que la pillaba con sus risitas tontas haciendo idioteces con él -como por ejemplo cortándole los pelillos de las orejas y la nariz con un par de tijeras enormes-, había expresiones que escapaban a cualquier intento de autocontrol, expresiones que me convencían de que sólo era capaz de una felicidad corrupta.