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Quizá fue precisamente con la esperanza de librarlo de ese chaparrón por lo que Eva puso en venta la preciosa casita blanca decorada por Ted tan pronto como estuvo terminada. Había decidido llevarse a papá. Buscaría un piso en Londres. Los días del extrarradio se habían acabado: eran un punto de partida. Quizá Eva pensaba que un cambio de aires le quitaría a mamá de la cabeza, pero bastó que los tres estuviéramos en High Street metidos en el coche de Eva para que papá arrancara en sollozos desde su asiento trasero.

– ¿Qué te pasa? -le pregunté-. ¿Te ha ocurrido algo?

– Era ella -repuso-. Me ha parecido ver a tu madre entrar en una tienda. Estaba sola y no quiero que esté sola.

Papá no hablaba con mamá por teléfono y tampoco la veía, porque consideraba que a la larga iba a ser lo mejor. Aun así, llevaba fotografías de ella metidas en todos los bolsillos de la chaqueta, se caían de los libros en el momento más inoportuno y entristecían a Eva. Cada vez que quería preguntarme por mamá, papá y yo teníamos que meternos en otra habitación, lejos de ella, como si fuéramos a hablar de algo vergonzoso.

En eso de dejar la casa y mudarnos a Londres, Eva iba también en pos de Charlie, que rara vez estaba ya con ella. Para él estaba claro también que el antiguo vecindario era un punto de partida, el principio de una nueva vida. Después de eso, marcharse o pudrirse. A Charlie le gustaba dormir un día aquí y otro allá, sin las ataduras de las pertenencias y sin vivir en un sitio fijo, acostándose con quien le apetecía. A veces, hasta ensayaba y componía canciones. No vivía en un frenesí desesperado, sino emocionado ante una vida tan intensa. A veces, me levantaba por las mañanas y me lo encontraba en la cocina atracándose con un hambre feroz, como si no supiera de dónde iba a salir el siguiente bocado, como si cada día fuera una aventura que podía terminar quién sabe dónde. Y luego se marchaba.

Papá y Eva iban a todos los conciertos de Charlie, ya fueran en escuelas de arte, pubs o pequeños festivales en campos fangosos, y Eva se pasaba el rato contorsionándose y vitoreando cerveza en mano. Papá, en cambio, se mantenía en un segundo plano, parpadeando continuamente, fastidiado por el alboroto, el gentío y el loco baile de San Vito sobre cuerpos inertes de jóvenes en estado comatoso sumergidos en charcos de cerveza. Le entristecía el desencanto que veía, las ropas apestosas, las alucinaciones que terminaban en pesadillas, los quinceañeros que desaparecían a bordo de ambulancias, ese hacer el amor sin amor a diestro y siniestro y las tristes huidas lejos de la familia que terminaban en ocupaciones de casas sórdidas de Herne Hill. Habría preferido quedarse en casa y dar consejo a alguno de sus discípulos -a la entusiasta Fruitbat, quizá, o a su eternamente sonriente compañero, Chogyam-Jones, que iba vestido con una especie de alfombra china- porque sus halagos le resultaban cada vez más necesarios. Con todo, papá acompañaba a Eva siempre que le necesitaba. No cabía duda de que disfrutaba de la vida mucho más que antes, así que cuando Eva anunció por fin que nos mudábamos a Londres admitió que era lo mejor.

Mientras embalábamos los bártulos de la buhardilla, papá y yo hablamos del problema de Charlie. Charlie sabía perfectamente que su grupo no tenía nada de especial. Su única baza era aquel impresionante cantante-guitarrista, de pómulos delicados y pestañas de niña, al que le pedían que posara para las revistas de moda, pero no que actuara en el Albert Hall. El fracaso había convertido a Charlie en un arrogante. Había adquirido la costumbre de llevar un libro de poemas metido siempre en el bolsillo, que abría en el momento más inesperado como quien echa un traguito de lo sublime. Era de una afectación insufrible, digna de un estudiante de Oxford, sobre todo porque era capaz de hacerlo en plena conversación, como había demostrado hacía poco en ocasión de un concierto en una universidad: el presidente de la asociación le estaba hablando cuando, de pronto, la mano de Charlie hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó el libro de marras, lo abrió y, mientras el pobre hombre le miraba sin dar crédito, Charlie se bebió una buena jarra del cálido sur.

Iba despistado, el chico. Pero Eva se había emperrado desde el principio en que era el genio personificado, una auténtica belleza y que Dios le había concedido talento hasta en la polla. Era un Orson Welles… como mínimo. Y, claro, estar al corriente ya de tan antiguo de su condición divina le había afectado hasta en lo más recóndito de su personalidad. Era orgulloso, desdeñoso, evasivo y generoso con según quién. Se empeñaba en dar a entender a los demás que, muy pronto, una poesía que dejaría al mundo deslumbrado saldría catapultada de su cabeza, como había ocurrido ya con otros chavales ingleses: Lennon, Jagger, Bowie. Al igual que André Gide, que de joven esperaba que la gente le admirara por los libros que tenía la intención de escribir en un futuro, a Charlie empezó a gustarle que se le valorara en diversos círculos por lo que prometía. Sin embargo, se ganaba ese aprecio a base de un encanto que a menudo se confundía con el talento. Creo que incluso habría podido seducirse a sí mismo.

Pero ¿en qué consistía ese encanto? ¿Cómo había conseguido tenerme seducido tanto tiempo? Habría hecho cualquier cosa por Charlie y, de hecho, en aquel momento estaba clasificando veinte años de su vida. Con todo, no era el único que tenía esa debilidad por él. Muchos habrían dicho que sí incluso antes de que les pidiera algo. ¿Cómo lo conseguía? Ya había tenido ocasión de estudiar diversas clases de encanto. Estaban los que eran arrebatadores, pero no tenían ni pizca de talento. Luego estaban los que tenían poder, pero carecían de otras virtudes. Aunque, por lo menos, el poder era obra de uno, no como los pómulos delicados. Luego estaban los que cautivaban con sus palabras y, por encima de ellos, había los que además lograban hacer reír. Otros te dejaban maravillado con su inteligencia y cultura, lo cual, además de ser toda una hazaña, era entretenido.

Charlie tenía una pizca de todo eso: era un jugador completo. Pero su punto fuerte era la habilidad que demostraba para hacer que te maravillaras contigo mismo. La atención que te prodigaba, cuando te la prodigaba, era total y absoluta. Sabía cómo mirarte como si fueras la única persona que le había interesado en la vida. Te preguntaba por tu vida y parecía saborear todas y cada una de las palabras de la conversación. Era un maestro en el arte de escuchar, y sabía hacerlo sin cinismos. El único problema que eso le acarreaba era que los neuróticos no le dejaban en paz. Nadie quería escucharles, pero Charlie, pongamos por caso, se había dignado a hacerlo una vez y ya no podían olvidarle. A lo mejor se habría acostado con ellos también. Eva procuraba quitárselos de encima diciendo que, si era urgente, podían dejarle un mensaje. Y Charlie aprovechaba para salir huyendo por la parte de atrás, mientras los otros se pasaban el día entero esperándole apostados en la entrada.

Después de haberlo visto en funcionamiento durante tanto tiempo, empecé a considerar el encanto de Charlie como un método infalible para entrar a robar en casas ajenas después de haber convencido a sus propietarios de que lo invitaran a uno a pasar. Era robar, de eso no cabía duda: había cosas de los demás que quería para sí. Las cogía y listo. Era una manera de actuar falsa y manipuladora, pero me tenía admirado. Solía tomar notas de su técnica, porque surtía efecto, especialmente con las chicas.

Con todo, nada de eso era inofensivo. No. Charlie pertenecía a la clase de seductor más cruel y letal. El exigía con amenazas no sólo sexo, sino amor, lealtad, amabilidad y estímulo, antes de marcharse. Con gusto habría puesto en práctica este arte, pero me faltaba un ingrediente fundamentaclass="underline" la voluntad de hierro de Charlie y su deseo arrollador por poseer todo cuanto le llamaba la atención. No os vayáis a confundir: tenía una ambición sin límites; pero sabía que eso no iba a llevarle a ninguna parte y se sentía frustrado. Era consciente de que el tiempo pasaba sin remedio y de que, a fin de cuentas, no era más que un miembro de un grupo cualquiera de rock'n'roll llamado Mustn't Grumble que sonaba como Hawkwind.