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Charlie raramente veía a su padre cuando éste era un sufrido y triste personaje que vivía con su madre. Pero cuando Charlie estaba en casa de Eva se pasaba horas enteras con mi padre y le contaba la verdad. Juntos elucubraban sobre las posibilidades del talento de Charlie. Papá le hizo mapas del subconsciente; le aconsejó rutas y velocidades, la ropa que debía llevar para el viaje y cómo tenía que sentarse al volante cuando se adentrara en los terrenos inexplorados del interior. Y, durante días y días, espoleado por grandes expectativas, Charlie trabajó mucho para arrancar un pedazo de belleza a su alma…, en mi opinión (y para mi alivio) totalmente en vano. Sus canciones continuaban siendo una mierda.

Darme cuenta de eso requirió su tiempo, porque el cariño que sentía por Charlie me impedía mirarlo con objetividad. pero cuando descubrí su punto débil -ese deseo de pertenecer al club de los llamados Genios- supe que lo tenía en un puño. Si hubiera querido, me habría podido vengar de él, pero era un poder de tres al cuarto con el que sólo habría conseguido ganarme un amargo reproche para mi vida sin sentido.

A veces decía a Eva que quería ser fotógrafo, otras actor, o periodista, preferentemente corresponsal de guerra en el extranjero, en Camboya o Belfast. Sabía que odiaba la autoridad y que me dieran órdenes. Trabajar con Ted y Eva me había gustado, porque siempre me dejaban hacer más o menos lo que se me antojaba. Pero mi objetivo más apremiante era entrar en Mustn't Grumble como guitarra rítmica. Al fin y al cabo, no tocaba tan mal. Cuando se lo propuse a Charlie, casi se murió de risa.

– Pero tengo un trabajo que te cae al pelo -me dijo.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál?

– Empiezas el sábado -se limitó a contestar.

Y así fue como empecé a trabajar montando y desmontando encenarios para Mustn't Grumble. Todavía era un cero a la izquierda, pero ya estaba en la situación de atacar a Charlie cuando llegara el momento apropiado.

Y una noche, después de la actuación en una escuela de arte, se presentó ese momento apropiado mientras estaba cargando el equipo en la furgoneta. Había oído a papá y a Eva analizar su actuación como si se tratara del concierto de despedida de Miles Davis. Charlie pasó por mi lado con una chica colgada del brazo que llevaba las tetas fuera y, para hacerse el gracioso delante de ella, me dijo:

– Date prisa, Karim, cursilón afeminado, mariquita. Tráeme el ácido al camerino y no tardes.

– Pero ¿a qué viene tanta prisa? -repuse-. No vas a ninguna parte: ni como grupo, ni como persona.

Charlie me miró desconcertado, mientras se acariciaba y atusaba el pelo como de costumbre, sin saber si estaba bromeando o no.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Listo: lo tenía en un puño. Se iba a enterar.

– ¿Qué quiero decir?

– Sí -repuso.

– Pues que para llegar a alguna parte hay que tener talento Charlie. Hay que tener algo aquí arriba. -Y me di unos golpecitos en la frente-. Y a la vista está que un farsante como tú no lo tiene. Eres guapo y todo lo demás, eso hay que reconocerlo; pero lo que haces no me maravilla, y yo necesito que las cosas me maravillen. Ya me conoces. Me tienen que dejar prácticamente sin aliento, y no me dejas sin aliento en absoluto. Nada de eso.

Charlie se me quedó mirando un momento, pensativo. La chica empezó a tirarle del brazo.

– No sé de qué me hablas -dijo por fin-. De todos modos, el grupo se separa y lo que tengas tú que decir al respecto me trae sin cuidado.

Charlie me volvió la espalda y se marchó. Al día siguiente volvió a esfumarse. Se acabaron los conciertos. Papá y yo terminamos de embalar todas sus cosas.

Ya en la cama, antes de dormir, fantaseé sobre Londres y lo que iba a hacer allí cuando la ciudad me perteneciera. Londres tenía un sonido propio, el de la gente que tocaba los bongos en Hyde Parle, pero también el de los teclados de «Light My Fire» de los Doors. Había jóvenes que llevaban capas de terciopelo y vivían una vida libre y centenares de negros por todas partes, así que no iba a sentirme como un bicho raro; había librerías con montones de revistas impresas sin caracteres en mayúscula y sin el engorro burgués de los puntos; tiendas que vendían todos los discos que uno pudiera desear; fiestas con chicas y chicos a los que no conocías y que te llevaban arriba para acostarse contigo todo tipo de drogas. Ya veis, no le pedía demasiado a la vida; hasta ahí llegaban mis aspiraciones. Cuando menos, mis metas eran claras y sabía lo que quería. Tenía veinte años y estaba dispuesto a todo.

Segunda parte . En la ciudad

9

El piso de West Kensington en realidad era sólo tres habitaciones espaciosas, muy elegantes en sus tiempos, de techos tan altos que a menudo me quedaba pasmado ante las dimensiones de las habitaciones, como si estuviera en una catedral abandonada. Con todo, los techos eran lo más interesante del piso. El lavabo estaba al fondo del vestíbulo y tenía el ventanuco roto, a través del cual las ráfagas de viento te azotaban el trasero. El piso había pertenecido a una mujer polaca que había vivido allí de niña, y que lo había alquilado a estudiantes durante los últimos quince años. A su muerte, Eva lo compró tal como se encontraba, con muebles incluidos. Las habitaciones estaban decoradas con molduras medio desconchadas y timbres de campanilla con mangos de hierro para llamar a los criados que solían ocupar el sótano, en el que entonces vivía el manager de Thin Lizzy, un hombre que, según las informaciones de Eva, tenía la desgracia de tener vello hasta en la espalda. De esas paredes tristonas y descoloridas colgaban espejos rotos y oscuros y cuadros enormes y ennegrecidos, que iban desapareciendo sistemáticamente, uno a uno, cada vez que salíamos, y eso que no había otros indicios de robo. Lo que más pasmado me tenía era que Eva ni siquiera se inmutara.

– Eh, creo que ha desaparecido otro cuadro -le dije un día.

– Ah, bueno, así tendremos más sitio para otras cosas -repuso.

Por fin reconoció que era Charlie quien los robaba para venderlos, y ya no se habló más del asunto.

– Por lo menos tiene iniciativa -le defendió-, ¿Acaso Jean Genet no fue también ladrón?

Unos tabiques subdividían aquellos grandes salones en habitacioncitas más pequeñas y una cocina a la que daba el baño. Era el típico piso de estudiante: un cuchitril inmundo y sórdido, con linóleo en el suelo y grandes flores secas blancas que se cimbreaban sobre la chimenea de mármol. El espacio que quedaba libre en las habitaciones estaba atestado de engorrosos muebles marrones desvencijados y, como ni siquiera había una cama para mí tenía que dormir en el sofá del salón. A veces Charlie, que tampoco tenía donde dormir, se acostaba en el suelo, a mi lado.

Papá se quedó mirando el piso con asco. Eva no le había dejado verlo antes y lo había comprado con prisas, cuando vendimos la casa de Beckenham y tuvimos que marcharnos.

– ¡Dios mío! -se lamentó papá-. ¿Cómo podemos haber venido a parar a semejante antro?

No quería ni sentarse, por si una araña salía disparada de un sillón. Eva tuvo que coger bolsas de plástico grapadas entre sí y cubrir una de las sillas para que fuera lo suficientemente higiénica para acomodar su trasero. Aun así, Eva estaba contenta.

– Veréis el partido que se le puede sacar a esto -repetía, mientras recorría las habitaciones y papá se quedaba pálido por momentos.

Eva le abrazó en medio de la habitación y le besó una y otra vez, por miedo a que perdiera los ánimos y la confianza en ella, y empezara a echar de menos a mamá.