– ¿Qué te parece? -preguntó papá, volviéndose hacia mí, su otra preocupación.
– Me encanta -repuse y eso pareció agradarle.
– Pero ¿crees que será bueno para él? -preguntó a Eva.
– Sí -dijo Eva-. Yo le cuidaré -añadió con una sonrisa.
La ciudad me abrió las ventanas al horizonte de par en par. Sin embargo, el hecho de estar metido en un lugar tan animado, ajetreado y espléndido, que ofrecía tantas posibilidades, me infundía una sensación de vértigo: no tenía por qué ayudarme necesariamente a aprovechar esas oportunidades. Seguía sin tener la menor idea de lo que iba a hacer. Me sentía a la deriva y perdido entre la multitud. Todavía no me había hecho del todo con el funcionamiento de las cosas en la ciudad, pero empezaba a averiguarlo.
West Kensington era un barrio formado por hileras y más hileras de edificios de cinco plantas de estuco descascarillado, divididos en dormitorios que ocupaban mayoritariamente estudiantes extranjeros, gente que estaba de paso y personas pobres que ya llevaban años viviendo allí. La línea de metro de District desaparecía bajo tierra hacia la mitad de Barons Court Road, y sus vagones avanzaban paralelos a esa calle en dirección a Charing Cross para aparecer luego en el East End, de donde procedía tío Ted. A diferencia del extrarradio, donde no había vivido nadie de renombre -salvo H. G. Wells-, aquí uno tropezaba con VIPs a cada paso. Gandhi había vivido en una habitación de West Kensington, el célebre propietario Rachman alquilaba un apartamento a la joven Mandy Rice-Davies en la calle vecina; Christine Keeler iba allí a tomar el té; terroristas del IRA vivían amontonados en habitaciones minúsculas y, cuando se reunían en los pubs de Hammersmith, entonaban «Arms for the IRA» a la hora de cerrar. Hasta Mesrine había tenido una habitación junto a la estación de metro.
Así que eso era Londres, y nada me gustaba más que pasarme el día entero paseando por mis nuevos dominios. Londres se me aparecía como una casa enorme de cinco mil habitaciones, todas distintas; lo único que había que procurar era averiguar cómo se comunicaban entre sí para poder pasar de una a otra. Hacia Hammersmith estaba el río con sus bares, animados con el griterío de clase media y también los jardines recoletos que ribeteaban el río a lo largo de Lower Malí y los paseos sombreados del camino de sirga hasta Barnes. Esta parte del oeste de Londres era como el campo para mí; pero sin sus inconvenientes: ni vacas ni campesinos.
Muy cerca estaba el carísimo Kensington, donde las damas adineradas iban de compras y, apenas a un paso, se encontraba Earls Court con sus prostitutas de caras aniñadas, hombres y mujeres, que andaban siempre discutiendo y dándose empujones en los bares, sus travestis, drogadictos y timadores, y mucha gente despistada. Había hoteluchos que apestaban a semen y a desinfectante, agencias de viaje australianas, tiendas de bengalíes casi enanos que estaban abiertas toda la noche, bares con mucho cuero negro, maricas regordetes y bigotudos que intercambiaban misteriosos signos en la puerta y forasteros de ojos ávidos y dinero que vagaban sin rumbo. En Kensington nadie lo miraba a uno; en Earls Court, te miraba todo el mundo con ojos del que se pregunta qué te podrá quitar.
West Kensington, sin embargo, era un área fronteriza en la que la gente repostaba antes de dar el gran salto, o se quedaba atascada para siempre. Era un barrio tranquilo, de pocas tiendas -ninguna interesante- y restaurantes que abrían sus puertas con optimista guirnaldas y muchas invitaciones para la inauguración y a la puerta de los cuales solía aparecer el propietario a las pocas semanas con expresión desconsolada y cara de preguntarse dónde había metido la pata. En sus ojos se leía ya que esa zona no iba a levantar cabeza en la vida. Eva, sin embargo, hacía caso omiso de todos esos ojos: ahí se podía hacer algo, estaba convencida.
– Esto va a subir como la espuma -predijo, mientras charlábamos sentados alrededor de la estufa de queroseno, la única fuente de calor de que disponíamos en aquella época, coronada por unos calzoncillos de papá a medio secar.
A la vuelta de la esquina teníamos un bar famosísimo y ruidosísimo, centro de peleas y de drogas, que se llamaba Nashville. La fachada estaba decorada con vigas de roble y los cristales eran panzudos como un tocadiscos tragaperras Wurlitzer. Todas las noches tocaban grupos nuevos que hacían retumbar el aire de West Kensington con su música.
Como Eva sabía muy bien, la situación de aquel piso siempre iba a actuar como reclamo para Charlie, así que la noche que se presentó buscando comida y cobijo le propuse:
– ¡Vamos al Nashville!
Charlie me miró con ojos cautelosos, pero asintió. Parecía bastante ansioso por ir, por ver con sus propios ojos a los grupos más recientes y averiguar así lo que se estaba cociendo en el campo de la música. Sin embargo, creí adivinar en él cierto desánimo. De hecho, luego trató de hacer un cambio de planes y me dijo:
– ¿Y no preferirías ir a otro sitio más tranquilo, donde podamos hablar?
Charlie llevaba meses evitando todo tipo de conciertos y actuaciones. Tenía miedo de descubrir que los grupos de Londres eran demasiado buenos, como si el ver a un grupo de jóvenes con mucho talento y futuro fuera a echar por tierra sus frágiles esperanzas y aspiraciones en un terrible segundo de clarividencia y conciencia de sus propias limitaciones. Yo, por mi parte, iba al Nashville todas las noches y estaba convencido de que la gloria que Charlie había alcanzado en el sur de Londres era todo a cuanto podía aspirar. En Londres, los chavales tenían un aspecto increíble y se vestían, caminaban y hablaban como pequeños dioses. Nosotros, en cambio, podíamos muy bien haber aterrizado directamente de Bombay. Nunca les alcanzaríamos.
Como era de esperar, tuve que invitar a Charlie y, aunque lo hice de buena gana porque todavía me encantaba su compañía, tenía poco dinero. Aprovechando que los precios de las propiedades inmobiliarias londinenses estaban en alza, Eva había urdido un astuto plan que consistía en arreglar el piso tal como habíamos hecho con la casa, luego venderlo con un buen margen de beneficios y mudarnos de nuevo. Sin embargo, Eva dedicaba todavía horas y horas a la meditación, a la espera de esa voz del piso que iba a informarle de los tonos que más le favorecían. Cuando llegara la hora, Ted y yo nos pondríamos manos a la obra y nos pagaría religiosamente. Hasta entonces, yo estaba sin blanca y Ted en su casa, evocando recuerdos de la guerra con mamá y tratando de impedir que Jean bebiera.
Charlie se emborrachó enseguida. Estábamos sentados en una pequeña barra lateral del Nashville y noté que empezaba a oler mal. No se cambiaba de ropa demasiado a menudo y, cuando lo hacía, se ponía lo primero que encontraba: jerséis de Eva, chalecos de papá y, ¡como no!, mis camisas, que siempre me cogía prestadas pero que jamás volvía a ver. A lo mejor se colaba en una fiesta, encontraba otra camisa que le gustaba más en un armario, se la ponía y dejaba la mía en su lugar. Por eso adquirí la costumbre de cerrar con llave el cajón del escritorio en el que guardaba las camisas todas las noches, hasta que acabé por perder la llave y ahí se quedaron todas mis Ben Sherman.
Hacía tiempo que tenía ganas de confesar a Charlie lo deprimido y solo que me sentía desde que nos habíamos mudado a Londres, pero antes de que pudiera soltar un solo lamento, Charlie ya me había tomado la delantera.
– Soy un suicida -proclamó con solemnidad.
Me dijo que se sentía atrapado en ese círculo vicioso de la desesperación en el que te importa un comino lo que pueda ocurrirte a ti o a los demás.
Un futbolista famoso, con una permanente digna de renombre, estaba sentado al lado de Charlie y escuchaba la conversación. Al poco rato, Permanente se había compadecido de Charlie -como, por lo demás, solía ocurrirle a todo el mundo- y Charlie le preguntaba por los inconvenientes de la fama, como si fuera algo que supiera en carne propia todos los días.