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Charlie estaba entusiasmado.

– Eso es, eso es -iba diciendo mientras caminábamos-. Ya está -decía con voz chillona, por culpa del arrobamiento-. Los sesenta se han despedido esta noche. Estos tíos han asesinado la poca esperanza que quedaba. Son el jodido futuro.

– Puede que sí, pero no podemos seguirles -dije, sin darle importancia.

– ¿Por qué no?

– Pues porque está claro que no podemos andar por ahí vestidos de goma, con imperdibles y todo eso. ¿Qué pinta íbamos a tener? No, Charlie.

– ¿Por qué no, Karim? ¿Por qué no, tío?

– Porque nosotros no somos así.

– Pero tenemos que cambiar. ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Por qué íbamos a quedarnos atrás? Los chicos de los suburbios siempre saben hasta dónde pueden llegar, ¿no es eso?

– Sería artificial -insistí-. No somos como ellos. No odiamos como ellos; no tenemos motivos. No venimos de las ciudades dormitorio y tampoco hemos pasado lo que ellos.

Charlie me dirigió una de sus miradas más desagradables.

– Karim, con eso no vas a llegar a ninguna parte. No vas a conseguir nada en la vida porque, como siempre, enfocas las cosas desde el punto de vista equivocado y vas en la dirección equivocada. ¡Pero no intentes arrastrarme contigo! ¡Desanimarse no sirve de nada! ¡No pienso acabar como tú!

– ¿Como yo? -me había dejado casi sin habla-. ¿Qué te he hecho yo para que me odies así? -conseguí articular por fin.

Pero Charlie ya no me miraba porque tenía los ojos puestos al otro lado de la calle. Cuatro chavales del Nashville, dos chicas y dos chicos, se amontonaban dentro de un coche. Se metían con la gente, la insultaban y les disparaban con pistolas de agua. Lo siguiente que vi era que Charlie se abría paso entre el tráfico y corría como un loco hacia ellos. Esquivó un autobús y creí que lo había atropellado, pero cuando volvió a aparecer se estaba desgarrando la camisa… mi camisa. Al principio pensé que quería hacerla ondear ante la gente, pero al final hizo una especie de fardo con ella y la tiró contra un coche de la policía. Al cabo de unos segundos ya se había metido en el coche de un salto, estaba tumbado con el pecho desnudo sobre las piernas de alguno de los chicos y el coche desaparecía por la calle North End antes de que hubiera cerrado la puerta. Charlie se embarcaba en una nueva aventura. Me fui para casa.

Unos días después, Eva me anunció:

– Karim, vamos a ponernos manos a la obra otra vez. Ha llegado el momento. Ve y llama a tu tío Ted.

– Estupendo -dije-. ¡Por fin!

Pero, antes que nada, quería hacer una cosa: celebrar una fiesta de inauguración del piso. Existía una teoría sobre las fiestas que quería poner en práctica. Consistía en invitar a gente que uno sabía que no se llevaba bien y observar luego cómo hablaban los unos con los otros como si nada. En cierto modo, cuando me lo contó no la creí, porque estaba convencido de que me ocultaba algo. Pero fuera lo que fuese lo que se le había metido en la cabeza -y algo se le había metido- se pasó días y días preparando y confirmando la lista de invitados en un pedacito de papel grueso de color crema que llevaba siempre encima. Actuaba con un secreto insólito y mantenía conversaciones complicadísimas por teléfono con Dios sabe quién y, como era de esperar, no quiso contarnos nada de lo que se traía entre manos, ni a papá ni a mí.

Una cosa sí sabía, y era que Shadwell estaba involucrado. Eran sus contactos los que ella estaba utilizando. Conspiraban juntos. Eva coqueteaba con él, le utilizaba, se lo metía en el bolsillo y le pedía favores. Eso me fastidiaba, pero a papá no le importaba en absoluto. Papá siempre había tratado a Shadwell con condescendencia y no se sentía amenazado por él. Además, siempre daba por sentado que la gente tenía que enamorarse de Eva.

Con todo, el asunto estaba afectando a papá. Este, por ejemplo, quería invitar a la fiesta a su grupo de meditación; pero Eva insistió mucho en que sólo podrían ir dos. No quería que su selecto grupito pensara que se relacionaba con una pandilla de pelagatos de Bromley. Así que Chogyam-Jones y Fruitbat se presentaron en casa una hora antes, cuando Eva todavía se estaba afeitando las piernas en el baño junto a la cocina. Eva toleraba su presencia porque pagaban por los pensamientos de papá y, por consiguiente, su cena; pero cuando se metieron en el dormitorio y empezaron con sus salmos mientras ella se ponía su blusa de seda amarilla para aquella velada tan especial, oí cómo le decía a papá: «El futuro no debería conservar demasiadas cosas del pasado.» Más tarde, cuando la fiesta acababa de empezar y Eva estaba hablando con papá sobre el origen de la palabra «bohemio», Fruitbat sacó un bloc del bolsillo y pidió permiso para escribir algo que papá acababa de decir. El buda de los suburbios consintió con majestuosidad, mientras Eva le miraba como si quisiera rasgar los párpados de Fruitbat con un par de tijeras.

Cuando aquella fiesta tan esperada se celebró por fin, no debieron de pasar más de cuarenta minutos antes de que papá y yo cayéramos en la cuenta de que prácticamente no conocíamos a nadie. Shadwell, en cambio, parecía conocer a todo el mundo. Estaba de pie junto a la entrada, daba la bienvenida a los invitados y, entre sonrisas bobaliconas y risitas estúpidas, les preguntaba cómo estaba fulanito o menganito. Además, se comportaba como un perfecto homosexual, si bien no era más que una pose, una actitud, una manera de presentarse a sí mismo. Y, como de costumbre, con sus harapos negros, botas negras y tics de neurótico, era el vivo retrato de la salud. Tenía la cara pálida, la piel escrofulosa y los dientes cariados.

Desde que yo vivía en aquel piso, Shadwell solía venir a ver a Eva por lo menos una vez a la semana, siempre durante el día, mientras papá estaba en la oficina. Tenían la costumbre de salir juntos a dar largos paseos, o iban al cine del ICA a ver películas de Scorsese y exposiciones de pañales sucios. Eva no hizo el menor esfuerzo para que Shadwell y yo nos dirigiéramos la palabra; es más, tengo la sensación de que quería evitar que conversáramos. Cada vez que veía a Eva y a Shadwell juntos me sorprendía su aspecto inquieto, como si acabaran de pelearse o compartieran un montón de secretos.

Cuando el rebaño de la fiesta empezó a llegar con sus vestidos estupendos, empecé a comprender que, para Eva, aquella velada no era una mera celebración, sino su desembarco en Londres. Había invitado a todos los personajes del mundo del cine y del teatro que había conocido a lo largo de los últimos años, y a muchos otros que no conocía en absoluto. Los había que eran conocidos de Charlie, gente a la que había visto una o dos veces. Todos los actores de tercera fila, ayudantes de dirección, escritores de fin de semana, productores a ratos libres y amigos -si es que los tenían- se colaron en nuestra casa. Mientras mi querida y nueva madre (a la que adoraba) se paseaba como una reina por el salón presentando a Derek -que acababa de dirigir Equus en el Contact Theatre- a Bryan – periodista free-lance especializado en cine-, o a Karen -secretaria de una agencia literaria- a Robert -diseñador; mientras la oía hablar del nuevo disco de Dylan o de lo que estaban haciendo los Riverside Studios, comprendí que lo que trataba de hacer era borrar de su piel el estigma de los suburbios. No se daba cuenta de que lo llevaba en la sangre y no tatuado en la piel; no comprendía que no había cosa más suburbana que los suburbanos que renegaban de sí mismos.

Fue todo un alivio ver, por fin, a alguien conocido. Desde la ventana descubrí a Jamila que salía de un taxi acompañada de una mujer japonesa y de Changez. Me puse contentísimo al ver la cara rechoncha de mi amigo, que parpadeaba perplejo ante aquella mansión que se venía abajo y en la que teníamos nuestro piso. Al verlo me di cuenta de las ganas que tenía de abrazarle, de estrujar sus michelines. El único problema era que no le había vuelto a ver desde que me había estado observando, desde su cama plegable, dormir desnudo junto a su amada esposa, la mujer que yo siempre le había definido como «hermana».