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A menudo había hablado con Jamila por teléfono, eso sí, y al parecer Changez -el fornido, constante e inconmovible Changez- se había puesto bastante furioso tras el incidente desnudo-en-la-cama. Había insultado a Jamila y la había acusado de adulterio, incesto, engaño, prostitución, traición, lesbianismo, odio al marido, frigidez, mentira e insensibilidad, además de los insultos habituales.

Ese día Jamila le puso los puntos sobre las íes con idéntico énfasis y, además, le dejó muy claro de quién era su cuerpo. Y por si le interesaba, aquello no era asunto suyo: ¿Acaso no follaba con regularidad? ¡Pues ya podía meterse la hipocresía en su gordo culo! Changez, que en el fondo era un musulmán tradicionalista, le expuso las enseñanzas del Corán a este respecto, y hasta trató de darle una bofetada. Pero Jamila no era de las que se dejan dar bofetadas: así que le atizó un buen revés a la mandíbula temblorosa que le cerró la boca durante dos semanas, que Changez dedicó enteramente a cuidarse tumbado en su cama plegable -aquella balsa en medio de la tormenta- y sin hablar.

Nos dimos la mano y nos abrazamos. Debo reconocer que tenía miedo de que me clavara un cuchillo.

– ¿Qué tal, Changez?

– Bien, bien.

– ¿Ah, sí?

– No nos andemos con rodeos -dijo de buenas a primeras-. ¿Cómo quieres que te perdone después de haberte acostado con mi esposa? ¿Te parece bonito hacerle una cosa así a un amigo?

No me cogió desprevenido.

– Mira, yaar, conozco a Jammie de toda la vida. Tenemos un acuerdo muy viejo. Siempre ha sido mía, tan mía como puede serlo de cualquier otro, y nunca ha sido de otro ni lo será. Y eso lo sabes muy bien. Sólo se pertenece a sí misma.

La cara le temblaba mientras meneaba aquella cabeza franca y ofendida y tomaba asiento.

– Me engañaste. Fue un golpe bajo contra lo más preciado de mi vida. ¿Cómo iba a tomármelo? Fue demasiado doloroso para mí, me hiciste mucho daño, Karim, como si me dieran en el estómago.

¿Qué se puede decir cuando un amigo reconoce, sin ánimo de venganza ni rencor, que uno le ha hecho tanto daño? Nunca había pretendido herirle en lo más preciado de su vida.

– De todos modos, ¿cómo van las cosas entre vosotros dos? -le pregunté, cambiando de tema. Me senté a su lado y abrí un par de Heineken. Changez estaba muy serio y pensativo.

– Tengo que ser realista ante esta situación. Es insólito para mí, para un hombre indio, hacer frente a las cosas que suceden con rni esposa. Jamila me obliga a hacer la compra, la colada y la limpieza. Y, encima, se ha hecho amiga de Shinko.

– ¿De Shinko?

Changez señaló a la mujer japonesa que había llegado con él. La miré, su cara me resultaba familiar, y entonces caí en la cuenta de quién era Shinko: su amiga la prostituta, la mujer con la que conjuraba las posturas de Harold Robbins. Me quedé perplejo. Apenas podía hablar, pero me reí con disimulo, pues ahí estaban las dos, la esposa y la puta de Changez, hablando de danza moderna con Fruitbat.

No daba crédito a mis ojos.

– ¿Así que Shinko es amiga de Jamila?

– Desde hace muy poco, cabrón. Jamila decidió que no tenía suficientes amigas y se fue a casa de Shinko a hacerle una visita. Al fin y al cabo, fuiste tú el que le contó lo de Shinko, así porque sí, sin motivo. Muchas gracias, algún día te devolveré el favor. Al principio ver a ese par sentadas delante de mis narices me resultaba terriblemente embarazoso, eso te lo aseguro, pero no vayas a creer que perdieron el tiempo.

– ¿Y qué hiciste tú?

– ¡Nada! ¿Qué iba a hacer? ¡Si se hicieron amigas enseguida! Se pusieron a hablar de las cosas más íntimas: que si la polla por aquí, la vagina por allá, que si el hombre encima, que si la mujer así, asá y todo eso. ¡No, si en este país tengo que pasar por todas las humillaciones que me caen encima! Además, las cosas se han puesto difíciles desde que Arvwa-saab se ha vuelto loco.

– ¿Qué quieres decir con eso, Changez? No tenía ni idea.

Changez se recostó en la silla, me miró con indiferencia y se encogió de hombros.

– ¿Pero de qué vas a tener idea tú?

– ¿Qué?

– Si nunca vas a verles, yaar. Les evitas como haces conmigo.

– Ya.

– Te ponen triste -aventuró.

Asentí. Era cierto que no había ido a visitar a Jeeta ni a Anwar desde hacía mucho tiempo, con todo eso de la mudanza, mi depresión y demás, y ese querer emprender una nueva vida en Londres y conocer la ciudad.

– No te olvides de tu gente, Karim.

Pero antes de que tuviera tiempo de olvidarme de mi gente y de averiguar qué le había ocurrido exactamente a Anwar para volverse loco, Eva se nos acercó.

– Perdona -dijo a Changez-. Levántate -me pidió.

– Aquí estoy muy bien -le dije.

Eva me hizo levantar a la fuerza.

– ¡Por Dios, Karim! ¿Es que no vas a hacer nada por ti mismo? -Los ojos le brillaban de emoción y, mientras hablaba, no apartaba los ojos de cuanto ocurría en el salón-. Karim, cariño, ha llegado el gran momento de tu vida. Hay una persona que se muere por volver a hablar contigo, que quiere conocerte más a fondo. Es un hombre que va a ayudarte.

Eva me guió entre la multitud.

– Por cierto -me murmuró al oído-. No digas nada arrogante ni te muestres excesivamente egoísta.

Yo estaba enfadado con ella por llevarme a rastras lejos de Changez.

– ¿Y eso por qué? -le pregunté.

– Tú déjale hablar -me aconsejó.

Me había hablado de alguien que quería ayudarme y, en cambio, al único que tenía delante era a Shadwell.

– Eso sí que no -dije.

Traté de desasirme, pero Eva tiraba de mí como una madre a la que le ha salido un crío travieso.

– Venga -me dijo-. Es tu oportunidad. Háblale de teatro.

Shadwell no necesitaba que le azuzaran mucho para eso. Saltaba a la vista que era una persona inteligente y leída, pero también era un pelmazo. Como la mayoría de los mortalmente pelmas, tenía los pensamientos clasificados por orden alfabético. Cada vez que le preguntaba algo respondía: «La respuesta a esto es… Bueno, en realidad, las respuestas son varias: A…» Y entonces exponía el punto A, seguido de los puntos B y C, y luego, por otra parte, estaba F y por la otra G; hasta que el alfabeto completo se extendía ante los ojos de uno, cada una de sus letras era un Sahara que había de atravesar con marcha penosa. Me estaba hablando de teatro y de los escritores que le gustaban: Arden, Bond, Orton, Osborne, Wesker, medio ahogados por el mero hecho de haber permanecido en su boca un minuto. Yo seguía haciendo todo lo posible por volver junto a la cara lúgubre de Changez, que estaba reclinado con expresión contrariada sobre su mano buena mientras los invitados invadían el aire que le rodeaba con su culto alboroto. Vi que los ojos de Changez se posaban sobre las curvas de su esposa como una caricia, para luego clavarse en las ondulantes caderas de su prostituta mientras las dos se meneaban al son de Martha Reeves y The Vandellas. Y, entonces, de pronto, Changez se levantó y se puso a bailar con ellas, despegando del suelo ahora un pie, luego el otro, con pesadez, como un elefante de circo, y con los codos fuera como si estuviera en plena clase de arte dramático y le hubiesen pedido que imitara a un flamenco. Me fui apartando de Shadwell poquito a poco, pero vi que Eva me clavaba los ojos desafiante.

– Ya veo que quieres marcharte -dijo Shadwell- y mezclarte con gente más prestigiosa. Pero Eva me ha dicho que estás interesado en el teatro.

– Sí, desde hace mucho tiempo, supongo.

– Bueno ¿lo estás o no? ¿Tendría que interesarme por ti o no?

– Sí, siempre que le interese.

– Muy bien, pues me interesas. Me gustaría que hicieras algo para mí. Me han cedido un teatro para una temporada entera. ¿Estás dispuesto a venir y representar algo para mí?