– Sí -repuse-. Sí, sí, lo haré.
Cuando los invitados se hubieron marchado -a las tres de la madrugada-, nos sentamos entre los escombros y, mientras Chogyam y Fruitbat metían la basura en bolsas de plástico, intenté hablar de Shadwell con Eva. Le dije que Shadwell me mataba de aburrimiento. Eva estaba un poco susceptible, porque aquella Madame Verdurin de West London consideraba que ni papá ni yo habíamos sabido apreciar a sus invitados en lo que valían.
– ¿A quién le has pedido hoy la cabeza prestada, Karim? Los dos os habéis comportado como si todavía estuviéramos en los suburbios. Además, Karim, es muy bajo eso de echarle en cara a Shadwell el que sea aburrido. Eso es una desgracia, no un defecto. Es igual que nacer con una nariz como una patata.
– Ha cambiado -le comenté a papá, pero papá no me escuchaba.
No quitaba los ojos de encima de Eva y, de pronto, se puso juguetón. No dejaba de acariciar el cojín que tenía al lado y de repetir:
– Ven aquí, ven aquí, Evita, y deja que te cuente un secreto
Seguían entregándose a aquellos repugnantes jueguecitos que yo no podía soportar, como ponerse semen en la nariz el uno al otro y llamarse mutuamente Merkin y Muffin, ¡por el amor de Dios!
– ¿Qué opinas sobre la cuestión del aburrimiento? -preguntó Chogyam a papá.
Papá se aclaró la voz y dijo que la gente aburrida era deliberadamente aburrida. Se trataba de una elección personal y de nada servía eximirles de esa culpa diciendo que eran como una ostra. Lo que pretendían los tostones era dejar a la gente corno drogada, para que así no fueran capaces de ser sensibles a ellos.
– En cualquier caso -murmuró Eva, que había ido a sentarse junto a papá y acunaba su cabeza somnolienta sobre sus rodillas-, Shadwell dispone de un teatro de verdad y, por alguna razón, te tiene simpatía. Vamos a ver si puede conseguirte un trabajo en el teatro, ¿eh? ¿No es eso lo que quieres?
No sabía qué responder. Era una oportunidad, pero tenía miedo de aprovecharla, miedo de arriesgarme y fracasar. A diferencia de Charlie, mi voluntad no era tan fuerte como mi recelo.
– Decídete de una vez -me dijo-. Yo te ayudaré cuanto quieras, Dulzura.
Durante las semanas que siguieron y bajo la dirección de Eva -cosa que le encantaba- estuve preparando un monólogo de The Mad Dog Blues de Sam Shepard para mi audición con Shadwell. Nunca había trabajado tanto en mi vida y, una vez hecho el primer esfuerzo, me di cuenta de que era la primera vez que deseaba algo con todas mis fuerzas. El monólogo empezaba así: «Estaba en un autocar Greyhound y acababa de salir de Carlsbad en dirección a Loving, Nuevo México. Iba a ver a mi padre. Después de diez años. Iba hecho un petimetre, con mi traje de americana cruzada y mis zapatos lustrosos. El conductor anuncia "Loving" y bajo del autocar…»
Me sentía seguro y estaba muy preparado, pero eso no significaba que cuando llegara el día en cuestión no me diera un ataque de nervios.
– ¿Conoce The Mad Dog Blues? -pregunté a Shadwell, convencido de que no habría oído hablar de él en su vida.
Estaba sentado en la primera fila de su teatro y me observaba con un cuaderno de notas encima de una de sus deslucidas perneras.
Shadwell asintió.
– Shepard es de los míos. Y no creo que haya muchos chicos que no quieran parecérsele porque: A, es atractivo; B, sabe escribir y actuar; C, sabe tocar la batería; y D, es impetuoso y rebelde.
– Pues sí.
– Entonces, representa The Mad Dog Blues para mí, por favor. Pero con talento.
El teatro de Shadwell era un pequeño edificio de madera, parecido a una cabaña grande, en los suburbios del norte de Londres. El vestíbulo de la entrada era diminuto, pero el escenario era espacioso, tenía buena iluminación y unas doscientas butacas de aforo. Solía ser escenario de obras como French without Tears, las obras más recientes de Ayckbourn y Frayn o de espectáculos de pantomima. Se trataba fundamentalmente de un teatro para aficionados; aunque todos los años se representaban tres espectáculos profesionales, en su mayoría obras que entraban en el programa escolar, como The Roy al Hunt of the Sun.
Cuando hube terminado, Shadwell me dedicó unos aplausos con las puntas de los dedos, como si temiera que sus manos pudiesen contagiarse alguna enfermedad. Luego subió al escenario.
– Gracias, Karim.
– Le ha gustado, ¿eh? -dije, sin resuello.
– Tanto que quiero que vuelvas a repetirlo.
– ¿Qué? ¿Otra vez? Pues no creo que me vaya a salir mejor, señor Shadwell.
Pero no me hizo caso. Se le acababa de ocurrir una idea.
– Sólo que esta vez van a intervenir dos factores nuevos: A, tendrás una avispa zumbando alrededor de tu cabeza y, B, la avispa querrá picarte. Tu motivación (y a todos los actores les encanta tener una pequeña motivación) será tratar de alejarla de ti, quitártela de encima, ¿de acuerdo?
– No creo que Sam Shepard estuviera de acuerdo con todo este asunto de la avispa -repuse con convencimiento-. Estoy seguro de que no.
Shadwell se dio la vuelta y se puso a examinar todos los huecos de aquel teatro desierto con una exageración tremenda.
– Pero no está aquí, a no ser que me haya quedado ciego.
Bajó de nuevo al patio de butacas, se acomodó y esperó a que empezara. Me sentía como un perfecto idiota sacudiéndome aquella avispa imaginaria. Pero quería el papel, cualquiera que fuese. No podía soportar la idea de volver al piso de West Kensington sin saber todavía qué iba a hacer con mi vida, obligado a ser amable con todo el mundo, y que nadie me respetara.
Cuando hube terminado con lo de Shepard y la avispa, Shadwell me rodeó con su brazo.
– ¡Buen trabajo! Te mereces un café. Vamos.
Me llevó a una cafetería de camioneros que estaba a la vuelta de la esquina. Me sentía eufórico, especialmente cuando me confesó:
– Estoy buscando a un actor exactamente como tú.
Aquello sonaba a música celestial. Fuimos a sentarnos con las tazas de café. Shadwell dejó resbalar el codo por encima de la mesa hasta colocarlo justo encima de un charco de té, apoyó la mejlla contra la palma de la mano y me miró fijamente.
– ¿En serio? -dije entusiasmado-. ¿Como yo en qué?
– Un actor que encaje con el personaje.
– ¿Qué personaje? -le pregunté.
Shadwell me miró como si le estuviera agotando la paciencia.
– El personaje del libro.
A veces podía ser muy directo:
– ¿Qué libro?
– El libro que te pedí que leyeras, Karim.
– Pero si no me pidió que leyera ninguno.
– A ti no, le pedí a Eva que te lo dijera.
– Pues Eva no me dijo nada. Si no, me acordaría.
– ¡Dios Santo! ¡Por Dios, me voy a volver loco! ¿A qué demonios se cree que juega esa mujer, Karim? -Y ocultó la cabeza entre las manos.
– A mí no me lo pregunte -dije-. Por lo menos podría decirme de qué libro se trata y quizá pueda comprármelo hoy.
– No seas tan racional -dijo-. Es El libro de la selva. Kipling. Lo conoces, por supuesto.
– Sí, he visto la película.
– De eso estoy seguro.
Shadwell podía llegar a ser un cabrón desdeñoso, de eso no cabía duda. Pero yo estaba dispuesto a contenerme dijera lo que dijese. Pero, de pronto, cambió totalmente de actitud. En lugar de hablarme de trabajo, empezó a soltar palabrejas en punjabi y en urdü y a mirarme como si quisiera entablar una conversación seria sobre Ray, Tagore o alguien por el estilo. Para ser franco, sonaba como si estuviera haciendo gárgaras.
– ¿Y bien? -dijo. Pronunció unas cuantas palabrejas más-. ¿No lo entiendes?
– No, no del todo, la verdad.
¿Qué iba a decirle? No podía vencerle. Pero sabía que iba a odiarme por eso.