Выбрать главу

– ¡Tu propia lengua!

– Sí, bueno, algo sí entiendo. Las palabrotas. Sé cuando me están llamando culo de camello, por ejemplo.

– Sí, claro. Pero tu padre la habla, ¿no? ¡Tiene que hablarla!

Claro que habla, me vinieron ganas de soltarle. Habla por la boca, no como tú, hijo de puta gilipollas de mierda.

– Pero no a mí -dije-. Sería una estupidez. No comprenderíamos lo que dice. Las cosas ya resultan lo suficientemente difíciles tal como están.

Pero Shadwell seguía con lo mismo. No había manera de hacerle cambiar de tema.

– Y supongo que tampoco habrás ido nunca.

– ¿Adónde?

¿Por qué tenía que ser tan asquerosamente agresivo?

– Ya sabes adonde. A Bombay, Delhi, Madrás, Bangalore, Hyderabad, Trivandrum, Goa, el Punjab. ¿Nunca has sentido ese polvo en la nariz?

– No, en la nariz, no.

– Pues tienes que ir -me dijo, como si fuera el único que lo hubiera pisado.

– Pues ya iré, ¿vale?

– Muy bien. Coge una mochila y vete a la India. Aunque sea lo último que hagas en tu vida.

– Entendido, señor Shadwell.

Aquel hombre vivía encerrado en su propio mundo, eso saltaba a la vista. Meneó la cabeza y soltó como una serie de ladridos. Supongo que eso debía de ser su risa.

– A, a, a, a, a -continuó-. Menuda raza se ha conseguido con doscientos años de imperialismo. Si los pioneros de la East India Company te vieran se quedarían perplejos. Estoy seguro de que todo el mundo que te ve piensa: «Vaya, un chico indio, qué exótico, qué interesante, ¡la de historias que podría contarnos de tías y elefantes!» Y luego resulta que eres de Orpington.

– Pues sí.

– ¡Dios, qué extraño mundo éste! El inmigrante se ha convertido en el personaje corriente del siglo veinte, ¿no te parece?

– Señor Shadwell… -traté de decir.

– Eva puede ser una mujer muy difícil, ya sabes.

– ¿Sí?

Como había cambiado de tema, yo ya respiraba mejor.

– Las mujeres excepcionales siempre lo son -prosiguió-. Pero no te dio el libro. Trata de protegerte de tu destino, de ser mestizo en Inglaterra. Para ti tiene que ser difícil de aceptar… no pertenecer a ninguna parte, no ser querido en ningún sitio. Y luego el racismo. ¿Te crea problemas? Cuéntame, por favor.

Se me quedó mirando.

– No sé -dije, a la defensiva-. Pero hablemos de teatro.

– ¿No lo sabes? -insistió-. ¿En serio?

Me era imposible responder a sus preguntas. De hecho, apenas podía hablar y tenía la impresión de que todos los músculos de la cara se me habían quedado agarrotados. El hecho de que se atreviera a hablarme de aquel modo me hacía temblar de rabia, como si me conociera de verdad, como si tuviera derecho a hacerme preguntas. Afortunadamente, no esperó a que le respondiera.

– Antes, cuando veía a Eva más a menudo, a veces era una mujer inestable. Una sensibilidad excesiva, diría yo, ¿sabes? Ha viajado mucho, y ha visto muchas cosas. Una mañana nos despertamos en Tánger, porque había ido a visitar a Paul Bowles, un famoso escritor homosexual, y Eva se estaba ahogando. Al parecer, se le había caído todo el pelo por la noche y no la dejaba respirar.

Me limité a mirarle.

– Increíble, ¿no?

– Increíble. Debió de ser psicológico. -Y estuve a punto de añadir que probablemente yo también me iba a quedar calvo si me obligaba a soportar su presencia mucho rato más. En lugar de eso dije-: Pero no me apetece hablar del pasado.

– ¿Ah, no?

Toda aquella historia de él y Eva me estaba incomodando. No quería saber nada del asunto.

– Está bien -accedió por fin.

Solté un suspiro de alivio.

– De modo que es feliz con tu padre, ¿eh?

¡Dios santo! Menudo preguntón estaba hecho. Habría sido capaz de matar a cualquiera con sus preguntas, pero lo malo era que nunca escuchaba las respuestas. En realidad, no quería respuestas. Lo único que le importaba era el placer de escuchar su propia voz.

– Esperemos que dure, ¿eh? -insistió-. Escéptico, ¿no?

Me encogí de hombros. Pero ya se me había ocurrido algo que decir, así que lo solté.

– Estuve en los clubes de niños exploradores y lo recuerdo muy bien. El libro de la selva es ese de Baloo, Bangheera y compañía, ¿verdad?

– Correcto. Sobresaliente. ¿Y?

– ¿Y?

– Y Mowgli.

– ¡Ah, sí, Mowgli!

Shadwell me miró con ojos escrutadores esperando un comentario, un titubeo o una ligera mueca desdeñosa.

– El personaje te va que ni pintado -prosiguió-. En realidad, eres Mowgli. Tienes la piel oscura, eres bajito pero fuerte y, con tu traje, tendrás un aspecto sano y encantador al mismo tiempo Espero que no resulte demasiado pornográfico. Algunos críticos van a perder la cabeza por ti. ¡Vas a ver tú! ¡A, a, a, a, a!

Shadwell se puso de pie de inmediato al ver a un par de jovencitas que entraban en la cafetería con unos guiones. El las abrazó y ellas le dieron un beso, al parecer sin asco. Le hablaban con respeto. Esa fue la primera vez que vi lo desesperados que pueden llegar a estar los actores.

– Acabo de encontrar a mi Mowgli -les anunció, señalándome-. Por fin he encontrado a mi pequeño Mowgli. Un actor desconocido dispuesto a abrirse camino.

– Hola -me saludó una de las chicas.

– Yo soy Roberta -dijo la otra.

– Hola -dije a mi vez.

– ¿No es espléndido? -dijo Shadwell.

Las dos mujeres me examinaron. Era perfecto. Lo había conseguido. Tenía un trabajo.

10

Aquel verano, un montón de cosas pasaron muy deprisa, tanto para Charlie como para mí: grandes cosas para él; pequeñas, pero significativas, para mí. A pesar de que llevaba meses enteros sin ver a Charlie, todos los días llamaba a Eva para que me hiciera un informe completo. Y es que, además, Charlie salía en los periódicos y en la televisión. De pronto, resultaba imposible no tropezar con él y con su floreciente carrera. Había triunfado. En cambio, a mí me quedaba todavía el verano entero y prácticamente todo el otoño por delante antes de que empezaran los ensayos de El libro de la selva, así que regresé al sur de Londres, contento porque sabía que pronto iba a participar en un espectáculo profesional y encontraría a alguien del reparto de quien enamorarme. Sabía que iba a ser así.

Allie se había marchado a Italia con sus elegantes compañeros de escuela para ir a ver ropa a Milán, menuda ocurrencia. Mamá había dejado a Ted y Jean y se había vuelto a instalar en nuestra antigua casa, y yo no quería que estuviera sola. Afortunadamente, había recuperado su empleo en la zapatería y ya sólo teníamos que pasar juntos las tardes y los fines de semana. Mamá se encontraba mucho mejor y volvía a estar activa, aunque en casa de Ted y Jean había engordado mucho.

Seguía sin hablar demasiado y disimulaba su pena y su herida para no tener que oír voces y comentarios trillados. Con todo, asistí a la transformación de aquella casa que pasó de ser un lugar donde cobijarse -pues nunca había sido más que eso, un cobijo funcional que los niños ponían patas arriba- a convertirse en su hogar. Por primera vez, la vi llevar pantalones, se puso régimen y se dejó crecer el pelo. Compró una mesa de madera de pino a un chamarilero y, paso a paso, la lijó en el jardín y luego la barnizó, algo que nunca había hecho, que ni siquiera se le había ocurrido hacer. Hasta me sorprendió que supiera qué era el papel de lija, aunque yo podía meter mucho la pata con la gente Tenía también unas sillas de mimbre de lo más enclenques alrededor de la mesa, que yo me había encargado de cargar sobre la cabeza, y mamá solía pasarse ahí sentada horas y horas haciendo caligrafía, escribiendo felicitaciones de aniversario y Navidad en tarjetones cuadrados de cartulina. Hacía la limpieza más a fondo que nunca, con interés y entusiasmo (había dejado de ser una obligación), se arrodillaba cepillo de fregar en mano y, con un cubo de agua, limpiaba zócalos y detrás de los armarios. Lavó el papel pintado de las paredes y dio una nueva capa a todas las puertas que llevaban las marcas de nuestros dedos. Además compró macetas nuevas para todas las plantas de la casa y se aficionó a la ópera.