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Reparé en que en esos «guateques», pues así solía llamarlos para hacerla enfadar, Eva procuraba construirse una imagen artística. A la gente como ella le encantaban los artistas y todo lo «artístico»; la palabra en sí era ya como un filtro mágico, su mención traía consigo una bocanada de lo sublime. Era como el pasaporte para el reino de lo irracional y la inspiración. Las personas de su clase eran capaces de cualquier cosa por colgarse la celestial palabra «artista». (Tenían que hacerlo solos… pues nadie se tomaría la molestia en su lugar.) En una ocasión, oí decir a Eva: «Soy artista, diseñadora. Mi equipo y yo redecoramos casas.»

En los viejos tiempos, cuando no éramos más que una familia de los suburbios normal y corriente, papá y yo solíamos encontrar divertida aquella faceta pretenciosa y snob de Eva. Y, durante una época, pareció batirse en retirada… quizá porque papá era su único y enardecido receptor. Sin embargo, últimamente su cociente de pavonería aumentaba a marchas forzadas día a día. Resultaba imposible no darse cuenta. Pero el verdadero problema era que Eva no era precisamente un fracaso. Es más, Londres no la ignoró una vez hubo puesto en marcha su campaña de asalto. Era increíble la infinidad de almuerzos, cenas, picnics, fiestas, recepciones, desayunos con champán, inauguraciones, clausuras, estrenos, últimas representaciones y veladas nocturnas a las que acudían los londinenses. Estaban constantemente comiendo, hablando o viendo actuar a la gente. Y, mientras Eva se dedicaba a la conquista de Londres y avanzaba por los territorios inexplorados de Islington, Chiswick y Wandsworth centímetro a centímetro, fiesta a fiesta, contacto a contacto, papá se divertía de lo lindo. Con todo, papá se negaba a reconocer lo importante que era todo aquello para Eva, hasta que una noche que celebraban una cena en casa y habían ido los dos a la cocina a buscar yogur y frambuesas, oí por primera vez a uno de ellos replicar al otro con rabia.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Es que no puedes dejar de hablar del condenado misticismo? ¡Ya no estamos en Beckenham! Esta gente es despierta, inteligente, está acostumbrada a razonar, no a afirmar. ¡Quiere hechos, no divagaciones!

Papá echó la cabeza hacia atrás y se rió, completamente ajeno a la violencia de su crítica.

– Eva, ¿es que no entiendes una cosa tan sencilla como ésta? Tienen que librarse de ese racionalismo, de ese pensar y darle vueltas a todo constantemente. ¡Tienen la obsesión del control! ¡Pero si sólo se puede vivir si nos dejamos llevar por la vida y permitimos que nuestra sabiduría innata se manifieste!

Una vez dicho esto, papá cogió los postres, se fue apresuradamente al salón y se dirigió a los comensales en los mismos términos, lo cual consiguió enfurecer todavía más a Eva y suscitar una animada conversación acerca de la importancia de la intuición en las primeras etapas de la investigación científica. La fiesta fue un exitazo.

Durante este mismo período, papá empezó a descubrir lo mucho que le gustaba la gente y, como nunca tenía ni idea de quién podía ser fulanito o menganito, si trabajaba para la BBC, la ILS o la BFI, siempre trataba a todo el mundo con la misma consideración.

Una noche, después de los ensayos y de tomar unas copas con Terry, regresé a casa y me encontré a Charlie vistiéndose en el dormitorio de Eva y papá, pavoneándose delante de un espejo que estaba apoyado contra un tabique. Al principio no le reconocí. A fin de cuentas, sólo conocía su nueva personalidad a través de las fotografías. Se había teñido el pelo de negro y lo llevaba en punta. Se había puesto, al revés, una camiseta hecha de jirones con una esvástica roja pintada a mano y llevaba los pantalones negros sujetos con imperdibles, clips y agujas. Bajo un impermeable negro, cinco cinturones le ceñían la cintura y una especie de pañales-faldones de lino de color gris le colgaban del trasero de los pantalones. Encima, el cabrón se había puesto uno de mis chalecos verdes. Y Eva estaba llorando.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Tú no te metas -me advirtió Charlie, con brusquedad.

– Por favor, Charlie -le imploraba Eva-. Quítate esa esvástica. Lo demás no me importa.

– En ese caso, no me la quitaré.

– Charlie…

– ¡Nunca he soportado tus sermones de mierda!

– Si no te estoy sermoneando, lo digo por compasión.

– De acuerdo. No volveré más, Eva. Te has convertido en una pelmaza. Debe de ser la edad. O a lo mejor es la menopausia lo que te hace ser así.

A los pies de Charlie había un montón de ropa apilada en el suelo, del que Charlie iba entresacando chaquetas, impermeables y camisas que enseguida dejaba a un lado por inservibles. Luego se maquilló los ojos con un lápiz negro y se marchó sin mirarnos a la cara a ninguno de los dos.

– ¡Piensa en toda la gente que murió en los campos de concentración! -gritó Eva detrás de él-. ¡Y no esperes que vaya esta noche, cerdo! ¡Charlie, puedes olvidarte de mi apoyo para siempre!

Tal como había planeado, aquella noche fui a un club del Soho para ver la actuación de Charlie. Llevé a Eva conmigo. En realidad, no me costó mucho convencerla de que viniera y por nada del mundo me habría perdido comprobar qué era exactamente lo que había convertido a mi compañero de escuela en lo que el Daily Express llamaba «un fenómeno». Hasta me aseguré de llegar una hora antes para no perderme ni el más mínimo detalle. Aun así, cuando llegamos ya había una cola larguísima que daba, la vuelta a la manzana. Eva y yo nos mezclamos entre aquellos chiquillos. Eva estaba emocionada, perpleja y asustada al ver a tanta gente.

– ¿Cómo lo habrá hecho? -me preguntaba constantemente.

– Enseguida lo descubriremos -le dije.

– ¿Sabrán sus madres que están aquí? -me preguntó-. ¿Tú crees que Charlie sabe de verdad lo que se trae entre manos, Karim?

Algunos de aquellos críos tenían doce años, pero la mayoría rondaba los diecisiete. Iban vestidos como Charlie, casi todos de negro, y algunos llevaban en el pelo mechas de color naranja o azul que les daban aspecto de cacatúas. Se propinaban codazos, se peleaban, se morreaban, escupían a la gente y a sus compañeros a la cara, ahí, bajo el frío y la lluvia de ese Londres medio en ruinas y bajo la mirada indiferente de la policía. Como concesión a la New Wave me había puesto una camisa negra, tejanos negros, calcetines blancos y zapatos de ante negros; pero sabía que mi pelo resultaba totalmente anodino. Y no es que fuera el único: había gente mayor que yo vestida al estilo desenfadado de los sesenta pero en caro, tejanos Fiorucci y botas de ante con tacón, ¡por el amor de Dios!, que perseguían a los miembros del grupo para contratarles.

¿Qué habría hecho Charlie desde la última noche del Nashville? Pues unirse a los punks y comprender de inmediato lo que estaban haciendo, la novedad que suponían en el campo de la música. Había cambiado el nombre del grupo por el de The Condemned y se había rebautizado como Charlie Hero. Y mientras el estilo de la música británica desechaba un paradigma por otro y pasaba de un barroco exquisito a un sonido de garaje furioso, Charlie había vapuleado y forzado a los Mustn't Grumble hasta hacer de ellos uno de los grupos punk o New Wave más punteros del panorama musical.

El hijo de Eva estaba sometido al acoso continuo de los periódicos nacionales, revistas y semiólogos que iban a la caza de nuevas citas sobre el nuevo nihilismo, el nuevo desencanto y la nueva música que lo expresaba. Hero tenía entonces que aclarar esa desesperanza de los jóvenes a aquella gente perpleja, pero interesada, lo cual hacía escupiendo a los periodistas o simplemente arremetiendo contra ellos a puñetazos. Vaya un tipo listo ese Charlie. Aprendió enseguida que tanto su éxito como el de otros grupos dependía de su habilidad a la hora de insultar a los medios de comunicación. Afortunadamente, Charlie tenía un talento especial cuando se trataba de ser cruel. Esos mismos insultos aparecían publicados con gran despliegue de publicidad, al igual que sus ataques contra los hippies, el amor, la reina, Mick Jagger, el activismo político y hasta el propio movimiento punk. «¡Somos una mierda! -proclamó una noche para un programa de tarde de televisión-. No sabemos tocar, ni cantar, ni componer canciones, ¡pero esos idiotas de mierda nos adoran!» Según datos de la prensa, al oír eso unos padres furiosos la emprendieron a patadas contra el aparato de televisión. Incluso Eva apareció en el Daily Mirror bajo el titular: ¡MADRE DE PUNK DECLARA: «ESTOY ORGULLOSA DE MI HIJO»!