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Asentí con la cabeza. Al fin y al cabo asentir no puede considerarse exactamente una mentira, ¿no?

– ¿Y los cantos también?

– No, todos los días no.

Entonces pensé en cómo eran en realidad las mañanas en casa: papá revolvía la cocina porque no encontraba aceite de oliva para untarse el pelo, mi hermano y yo nos peleábamos por el Daily Mirror y mi madre se quejaba porque tenía que ir a trabajar a la zapatería.

Charlie me pasó el porro. Le di una calada y se lo devolví, pero me eché la ceniza por la pechera de la camisa y hasta conseguí quemarla un poquitín. Estaba tan nervioso y tan mareado que me puse de pie enseguida.

– ¿Qué te pasa?

– ¡Tengo que ir al lavabo!

Bajé la escalera de mano de la buhardilla a todo correr. En el cuarto de baño de los Kay había carteles enmarcados que anunciaban obras de Genet. Había rollos de pergamino y bambú con dibujos de orientales rechonchos copulando. Había también un bidé. Mientras estaba allí sentado, observándolo todo con los pantalones bajados, tuve una revelación extraordinaria. Por primera vez vi mi vida con claridad: el futuro y lo que quería hacer. Viviría siempre igual de intensamente: misticismo, alcohol, sexo a manta, gente interesante y drogas. Era la primera vez que lo veía así y ya no deseaba otra cosa. La puerta hacia el futuro se acababa de abrir: sabía qué camino seguir.

¿Y Charlie? El amor que sentía por él era insólito: no era un amor generoso. Le admiraba más que a nadie, pero no le deseaba nada bueno. Lo que ocurría era que le prefería a mí y quería ser él. Envidiaba su talento, su cara, su estilo. Me habría gustado levantarme por la mañana con todas esas cosas transferidas a mí.

Me quedé de pie en el vestíbulo del primer piso. La casa estaba en silencio y únicamente se oía muy queda «A Saucerful of Secrets» procedente del piso de arriba. Alguien estaba quemando incienso. Bajé por las escaleras hasta la planta baja sin hacer ruido. La puerta del salón estaba abierta, así que eché un vistazo a la habitación, entonces en penumbra. Los publicitarios y sus esposas estaban sentados con las piernas cruzadas, la espalda muy derecha y los ojos cerrados y respirando profunda y rítmicamente. Mientras tanto, Traje de Pana leía y fumaba, sentado en su sillón, dando la espalda a todo el mundo. En el salón no se veía ni rastro de Eva ni de papá. ¿Dónde se habrían metido?

Dejé a aquellos budas hipnotizados y me encaminé hacia la cocina. La puerta de servicio estaba abierta de par en par. Salí a la oscuridad. Era una noche cálida de luna llena.

Me dejé caer al suelo de rodillas, porque sabía que era lo que tenía que hacer. En realidad, desde la exhibición de papá me había vuelto muy intuitivo. Recorrí el patio a gatas. Probablemente debían de haber celebrado alguna barbacoa hacía poco, porque continuamente se me clavaban trozos de carbón afilados como cuchillas de afeitar en las rodillas, pero aun así conseguí llegar al césped sin haber sufrido heridas de gravedad. Me pareció distinguir un banco al fondo y, sin dejar de acercarme, el resplandor de la luna me reveló la silueta de Eva en el banco. Se estaba quitando el caftán por la cabeza. Forzando la vista al máximo hasta podría verle el pecho. Y la forcé, la forcé hasta que me dolieron los ojos y se me quedaron resecos. Por fin descubrí que no me había equivocado. Eva sólo tenía un pecho: donde tradicionalmente suele estar el otro, no había nada, al menos hasta donde yo podía ver.

Prácticamente escondido bajo aquella masa de cabellos y carne estaba papá. Sabía que era papaíto porque bramaba a voz en grito sin el menor respeto por los vecinos: «¡Oh, Dios, Dios mío, Dios mío!» Y entonces me pregunté si a mí también me habrían concebido así, al aire libre de una noche suburbana, con gemidos blasfemos en boca de un musulmán renegado que se hacía pasar por budista.

Con un ademán brusco, Eva le tapó la boca con la mano. Me pareció un gesto un tanto dictatorial y a punto estuve de ir hasta allí a interponerme. Pero, por Dios, ¡cómo brincaba Eva! Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos puestos en las estrellas, se levantaba de la hierba como un futbolista de pelo alborotado. ¿Y el peso tremendo que debía de soportar el culo de papá? Las pobres nalgas llevarían grabados durante días los relieves del banco, como un bistec con las marcas de la, parrilla.

Eva le quitó la mano de la boca y él se echó a reír. El alegre jodedor reía y reía. Era el regocijo de alguien a quien no conocía, una risa henchida de satisfacción golosa y de egoísmo. Aquello me devolvió a la realidad.

Me fui un tanto anonadado. Ya en la cocina, me serví un vaso de whisky escocés y lo vacié de un trago. Traje de Pana estaba de pie en un rincón. Abría y cerraba los ojos constantemente, como si tuviera un tic. Me tendió la mano y dijo: «Shadwell.»

Charlie estaba tumbado boca arriba en el suelo de la buhardilla. Le cogí el porro, me quité las botas y me tumbé.

– Ven a echarte junto a mí -me dijo-. Más cerca. Espero -añadió, poniéndome la mano en el brazo- que no tomes esto a mal.

– No, no, dilo, sea lo que sea, Charlie.

– Tendrías que llevar menos cosas.

– ¿Llevar menos cosas, Charlie?

– Sí, vestirte menos.

Se incorporó sobre un codo y me miró con fijeza. Tenía la boca muy cerca de la mía y me abandoné bajo aquel rostro radiante.

– Levi's -me sugirió-, con una camisa de cuello desabrochado… rosa o violeta, quizá, y un cinturón marrón bien ancho. Y olvídate de la cinta de la frente.

– ¿Que me olvide de la cinta de la frente?

– Olvídala.

Me la quité y la arrojé lejos de mí.

– Para tu madre.

– Es que a veces, Karim, pareces un mariquita engalanado.

Y yo, que lo único que deseaba era ser como Charlie… igual de inteligente y mundano, tatué sus palabras en mi cerebro: Levi's, con una camisa de cuello desabrochado, de un recatado rosa o violeta, quizá. Nunca en mi vida volvería a salir vestido con otra cosa.

Y mientras pensaba en mí y en mi guardarropa con tal asco que con gusto me habría meado en todas y cada una de las prendas, Charlie volvió a tumbarse con los ojos cerrados y una verdadera clarividencia de sastre. En aquella casa, todo el mundo parecía estar en el séptimo cielo… excepto yo.

Coloqué la mano sobre el muslo de Charlie. Nada. La dejé allí un buen rato, hasta que me empezaron a sudar las puntas de los dedos. Seguía con los ojos cerrados, pero los tejanos se le empezaban a abultar. Gané seguridad. Perdí la cabeza. Me abalancé sobre el cinturón, la bragueta, la polla y la saqué a tomar el aire. ¡Se movió! ¡Dio una sacudida! Gracias a aquella electricidad humana nos comprendíamos el uno al otro.

Había meneado muchas pollas antes, en la escuela. Nos la acariciábamos, frotábamos y estrujábamos mutuamente cada dos por tres. Ayudaba a combatir la monotonía del estudio. Pero nunca en mi vida había besado a un hombre.

– ¿Dónde estás, Charlie?

Traté de besarle, pero evitó mis labios volviendo a un lado la cabeza. Sin embargo, cuando se me corrió en la mano fue uno de los momentos culminantes de mi vida de adolescente, lo juro. Estaba loco de alegría. ¡Me habría puesto a saltar y a bailar allí mismo!

Y me estaba lamiendo los dedos y pensando dónde comprarme la dichosa camisa rosa cuando, de pronto, me pareció oír un ruido ajeno a Pink Floyd. Al volverme tropecé con los ojos encendidos de papá, la nariz, el cuello y su famoso tórax que emergían por la trampilla del suelo de la buhardilla. Charlie se apartó de mí de inmediato. Yo me puse de pie de un salto. Papá se me acercó con paso rápido, seguido por una Eva sonriente. Papá miró a Charlie, luego a mí, y de nuevo a Charlie. Eva olfateó el aire.

– ¡Pillines!

– ¿Por qué, Eva? -dijo Charlie.

– Conque fumando hierba casera…

Eva dijo que había llegado la hora de llevarnos a casa, así que bajamos por la escalera de mano y papá, que iba delante, pisó el reloj que había dejado antes de subir, lo dejó hecho añicos y se cortó el pie.