Mi Mowgli hizo llorar de orgullo a mamá. Y hasta Jean, que no había soltado ni una sola lágrima desde la muerte de Humphrey Bogart, rió de buena gana, se emborrachó y estuvo de buen humor toda la noche.
– Y yo que creía que iba a ser una obra de aficionados… -repetía constantemente, sin lugar a dudas sorprendida de verme participar en algo que no fuera un fracaso total-. ¡Pero ha sido un espectáculo de profesionales de verdad! ¡Y cuánto me ha gustado conocer a todos esos actores de televisión!
La clave para impresionar a mamá y a tía Jean, y la mejor manera de mantener sus comentarios alejados de la ridícula cuestión de mi taparrabos -que, como era de esperar, las hizo reír a carcajadas-, consistía en presentarles a los actores después de la representación y en explicarles en qué serie de televisión cómica o de policías les habían visto. Después de cenar, nos fuimos a bailar a un club nocturno del West End. Era la primera vez que veía bailar a mamá, que se quitó las sandalias y se lanzó al son de los Jackson Five con tía Jean. Fue una velada memorable.
De todos modos, como me imaginaba que los halagos que había recibido aquella noche iban a ser como una especie de aperitivo comparados con la lluvia de alabanzas que me iban a caer después del estreno, la segunda noche me fui corriendo al camerino, donde papá, con su chaleco rojo, me estaba esperando con los demás. Ninguno de ellos parecía particularmente animado. Salimos a la calle y nos dirigimos a un restaurante cercano, pero seguían sin decir palabra.
– ¿Y bien, papá? -le pregunté-, ¿te ha gustado? ¿No estás contento de que no sea médico?
Como un perfecto idiota, había olvidado que papá consideraba la sinceridad una virtud. Era un hombre magnánimo, pero nunca a costa de tener que callarse su opinión.
– ¡Una asquerosa lectura precipitada! -dijo-. ¡Y, encima ese cabrón de Kipling fingiendo ante los blancos que sabía algo de la India! ¡Y vaya una actuación penosa la de mi hijo, embadurnado como uno de esos cómicos blancos en papeles de negros!
Eva refrenó a papá.
– Karim se ha mostrado seguro de sí -dijo con convencimiento, dándome golpecitos cariñosos en el brazo.
Afortunadamente, Changez se había estado riendo a mandíbula batiente todo el rato.
– Muy divertido -dijo-. Me volverás a invitar, ¿eh?
Antes de sentarnos a la mesa del restaurante, Jamila me llevó aparte y me besó en los labios. De pronto sentí el peso de la mirada de Changez.
– ¡Has estado fantástico! -me dijo Jamila, como si estuviera felicitando a un crío de diez años después de una representación escolar-. Con ese aspecto tan joven, tan inocente, mostrando tu precioso cuerpo esbelto y de formas perfectas. Pero no cabe la menor duda: esta obra es totalmente neofascista.
– Pero Jammie…
– Y todo eso del acento y la mierda que llevabas embadurnada por todo el cuerpo me ha parecido repugnante. No has hecho más que corroborar todos los prejuicios…
– Jammie…!
– … y los tópicos sobre los indios. Y ese acento… ¡Dios mío!, ¿cómo has podido hacer una cosa así? Espero que estés avergonzado.
– Y lo estoy.
Pero, en lugar dé compadecerse de mí, se limitó a parodiar mi acento en la obra.
– De todos modos, no tienes moral. Pero ya la tendrás cuando te lo puedas permitir, o eso espero.
– Vas demasiado lejos, Jamila -le dije y le di la espalda para ir a sentarme al lado de Changez.
El único incidente memorable de esa noche fue algo que ocurrió entre Eva y Shadwell, que estaban al fondo del restaurante, junto a los lavabos. Shadwell se hallaba apoyado contra la pared y Eva estaba furiosa con él y hablaba alzando los puños con violencia. En el rostro de Shadwell se trazaron muchas muecas de hastío, pena y abatimiento. En un momento dado, Eva se volvió y me señaló con un ademán, como si la estuviera acusando de haberme hecho algo. Sí, Shadwell la había decepcionado. Sin embargo, yo sabía que nunca iba a desanimarse, que seguiría queriendo ser director y que nunca haría algo bueno.
Y así se quedaron las cosas. Nadie volvió a mencionar El libro de la selva, como si no quisieran verme como actor y les gustara más en mi antiguo papel de chico inútil. Con todo, las representaciones iban viento en popa, especialmente en las escuelas, y poco a poco fui aprendiendo a relajarme en el escenario y a disfrutar de la obra. Arrinconé el asunto del acento y conseguí arrancar carcajadas al público con frases en cockney en los momentos más inesperados. «Déjalo ya, Bangheera», decía. Me encantaba que luego me reconocieran en el pub y siempre procuraba hacerme notar, por si alguien quería pedirme un autógrafo.
A veces, Shadwell asistía a la representación y un buen día empezó a mostrarse amable conmigo. Pregunté a Terry si sabía la razón.
– Me tiene tan pasmado como a ti -me confesó.
Shadwell me llevó a Joe Alien y me ofreció un papel en su próxima obra, El burgués gentilhombre de Molière. Terry, cuya bondad de corazón me tenía tan embelesado que hasta le ayudaba a vender periódicos a la entrada de las fábricas, entre piquetes, y en las bocas de las entradas de metro del East End a las siete y media de la mañana, se mostró alentador.
– Acéptalo, hombre -me animó-. Te irá bien. Claro que no deja de ser tragar mierda, pero ganarás experiencia.
A diferencia del resto de los actores -que llevaban mucho más tiempo en ese mundillo que yo- no tenía ni la menor idea de qué tipo de trabajos me podían salir. Por eso acepté. Shadwell y yo nos abrazamos y Eva no hizo comentarios sobre el asunto.
– ¿Y qué me dices de ti, Terry? -le pregunté una noche-. ¿Tienes algún trabajo en perspectiva?
– Desde luego.
– ¿Cuál?
– Nada en concreto -me dijo-. Pero estoy esperando la llamada.
– ¿Qué llamada?
– Todavía no puedo decirte nada, Karim. Pero lo que sí te puedo asegurar con toda confianza es que llegará.
A partir de entonces, cada vez que iba al teatro y nos cambiábamos juntos, me divertía preguntándole: «¿Qué, Terry? ¿Ya te han llamado? ¿Te ha telefoneado ya Peter Brook?»
A veces, justo antes de subir el telón, alguno de nosotros se presentaba corriendo en el camerino y le decía que acababa de llamar alguien que quería hablar urgentemente con él. Picó un par de veces y salió del camerino corriendo a medio vestir, suplicándonos que esperáramos unos minutos para subir el telón. Con todo, Terry no se tomaba a mal nuestras bromas maliciosas. «Esos jueguecitos infantiles que os traéis no me afectan en absoluto, porque sé que me llamarán. No estoy nervioso y voy a esperar con paciencia», nos decía.
Una noche, cuando llevábamos ya muchas funciones, el empresario del teatro nos llamó muy emocionado al camerino para decirnos que Matthew Pyke, el director teatral, acababa de reservar una entrada para El libro de la selva. Al cabo de un cuarto de hora, todos los actores del reparto, salvo yo, estaban hablando de lo mismo. Nunca había visto tanto parloteo, nervios y alegría en el camerino, pero sabía lo importantes que llegaban a ser las visitas de directores famosos para los actores, que andaban siempre preocupados por su siguiente contrato. En realidad, se habían olvidado por completo de El libro de la selva; ya pertenecía al pasado y se pasaban el día sentados en el minúsculo camerino, con la ropa puesta a secar encima de los radiadores, alimentándose a base de comida sana y mandando incansablemente currículos y retratos favorecedores a directores, teatros, agentes, compañías de televisión y productores. Así que, cuando algún agente o responsable de reparto se dignaba a asistir a la función y se quedaba hasta el final -lo cual ocurría rara vez-, luego los actores casi se abalanzaban sobre él, le invitaban a copas y se echaban a reír a carcajadas cada vez que abría la boca. Se morían porque les recordaran, pues la vida de todo actor depende de esta clase de recuerdos.