– Concentraos en lo que pueda haber determinado vuestra posición en la sociedad -nos aconsejó Pyke.
Escéptico y receloso como era -el típico inglés que se siente incómodo ante semejante exhibición de uno mismo al estilo californiano- todos esos relatos (historias de contradicción y mezquindad, de confusión y felicidad intermitentes) me afectaron de un modo extraordinario. No pude contener mi risita nerviosa a lo largo de todo el relato de Lawrence sobre el período de su vida durante el cual estuvo trabajando en un salón de masajes de San Francisco (donde se encontraba sin un céntimo) en el que las mujeres no podían ofrecerse abiertamente a los hombres por si resultaban ser policías de paisano. Por eso tenían que decir «¿Desea el señor que le relaje algún otro músculo?» Y así fue como Lawrence descubrió el socialismo, pues en medio de aquel bosque de penes y estanques de semen «me di cuenta enseguida de que nada humano me era ajeno». Lo dijo tal cual.
Richard nos habló de su manía de querer tirarse únicamente a hombres negros y de las continuas peregrinaciones que se veía obligado a emprender por los clubes para ir en su busca. Y para regocijo de Pyke y mi sorpresa, Eleanor nos explicó que había trabajado con una actriz que la había convencido de que se sacara los textos poéticos («Dientes de vaca como copos de nieve muerden la hierba de ajo») de la vagina antes de leerlos. A todo esto, la actriz se metía un micrófono en la vagina para que el público oyera sus gorgoteos. Con esto tuve suficiente: me lanzaría a la caza de Eleanor. Por el momento, Terry tendría que esperar.
De vez en cuando telefoneaba a Jamila para hacerle un informe completo de dientes-de-vaca-como-copos-de-nieve, del pene de Pyke, de San Francisco y de tostadoras automáticas. Todo el mundo me daba ánimos: Eva, que ya había oído hablar de Pyke, se quedó muy impresionada y papá se alegró de que trabajara. La única persona que yo sabía que iba a mearse en la llama de mi entusiasmo era Jamila.
Conté a Jamila los juegos y la intención que se escondía tras ellos.
– Pyke es muy astuto -le dije-. Al obligarnos a mostrarnos de este modo nos ha hecho vulnerables y dependientes los unos de los otros. Ahora somos un grupo muy unido. ¡Es increíble!
– ¡Bah! Eso no es estar unido. No es más que un truco, una técnica.
– Pensaba que creías en la cooperación y todo eso, en las ideas comunistas de ese estilo.
– Karim, ¿quieres saber lo que ha ocurrido aquí, en la tienda, mientras tú andabas por ahí abrazando a desconocidos?
– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
– No, no vale la pena hablar contigo. Eres un egoísta, Karim, y los demás no te interesan.
– ¿Qué?
– Vuelve a encerrarte en tu torre de marfil -dijo Jamila antes de colgar el teléfono.
Pasado un tiempo, dejamos de reunimos en la sala de ensayos por las mañanas y cada cual se iba por su cuenta en busca de personajes de distintas escalas de la sociedad. Luego, Louise Lawrence tendría que amasarlos a todos y meterlos en la misma obra de teatro. Por las tardes, improvisábamos basándonos en esos personajes y preparábamos pequeñas escenas. En un principio, pensé en elegir a Charlie como mi personaje, pero Pyke me lo quitó de la cabeza enseguida.
– Lo que necesitamos es a alguien de tu medio -me dijo-, a alguien negro.
– ¿Ah, sí?
No conocía a nadie negro, y eso que había ido a la escuela con un nigeriano. Pero no sabía dónde encontrarle.
– ¿Como quién? -pregunté a Pyke.
– ¿Qué me dices de tu familia? -me sugirió-. Un tío, una tía… Darán variedad a la obra. Estoy seguro de que son fascinantes.
Me quedé un rato pensativo.
– ¿Se te ocurre algo? -me preguntó.
– Creo que ya lo tengo -le dije.
– Estupendo. Sabía que eras la persona ideal para esta obra.
Después de desayunar con papá y Eva, me acerqué a la otra ribera del río pedaleando, crucé el campo de criquet Oval y me detuve ante la tienda de Jeeta y Anwar. Empezaba a pensar en Anwar como personaje y quería comprobar cómo había cambiado desde la llegada de Changez, que había supuesto tal decepción para él -precisamente cuando esperaba que aquel hijo fuera como una transfusión revitalizadora- que le había convertido de pronto en un anciano. Aquella supuesta inyección vigorizante, que luego había resultado no ser tal, en lugar de aminorar el proceso natural de decadencia física, lo había acelerado.
Cuando entré, Jeeta abandonó la caja para abrazarme. Enseguida me di cuenta del aspecto lóbrego y descuidado que ofrecían los Almacenes Paraíso: la pintura de las paredes estaba descascarillada, las estanterías sucias, el linóleo del suelo medio despegado y agrietado y, al haberse fundido varias bombillas, la tienda tenía un aire tenebroso. Hasta las verduras, metidas en sus cajas de naranjas a la entrada, ofrecían un aspecto de abandono, y Jeeta se había cansado ya de borrar, a base de restregar y restregar, las pintadas racistas que reaparecían sin remedio en las paredes tan pronto como las lavaba. Todas las tiendas de la zona, de todo Londres en realidad, se estaban modernizando a marchas forzadas a medida que paquistaníes y bengalíes con ambición se iban haciendo cargo de ellas. Varios hermanos, por ejemplo, se trasladaban a Londres, conseguían un par de empleos cada uno -en una oficina por las mañanas y en un restaurante por las noches-, compraban una tienda y uno de ellos se quedaba como encargado mientras su esposa atendía la caja. Una vez hecho esto, compraban otra tienda y volvían a hacer lo mismo, hasta fundar una cadena. El dinero les entraba a espuertas. En cambio, la tienda de Anwar y Jeeta seguía igual desde hacía un montón de años. El negocio no prosperaba. Todo iba de mal en peor, pero no quería pensar en ello: la obra de teatro era demasiado importante para mí.
Conté a Jeeta lo de la obra y lo que pretendía -sólo estar ahí-, aunque sabía perfectamente que no iba a entender una palabra ni le iba a interesar tampoco. Con todo, algo sí me dijo.
– Haz lo que quieras, pero si vas a venir todos los días, tendrás que convencer a tu tío de que no salga a la calle con el bastón.
– ¿Y eso por qué, tía Jeeta?
– No hace mucho se presentaron unos maleantes y rompieron el escaparate con una cabeza de cerdo mientras yo estaba aquí sentada.
Jamila no me había contado aquel asunto.
– ¿Te hicieron daño?
– Un pequeño corte, nada más; pero había sangre por todas partes, Karim.
– ¿Y qué dijo la policía?
– Que eran los de otra tienda. Un asunto de competencia.
– Y una mierda.
– No seas maleducado; no digas palabrotas.
– Lo siento, tía.
– Y, desde entonces, tu tío está muy raro. Todos los días sale a pasear con el bastón y va gritando a esos chicos blancos: «¡Pégame, blanco, pégame si te apetece!» -Y tía Jeeta se sonrojó de vergüenza y bochorno-. Ve a verle -me pidió, apretándome la mano.
Encontré al tío Anwar en el piso de arriba, en pijama. Tenía el aspecto de haber encogido a lo largo de los últimos meses: tenía la carne de las piernas y del cuerpo pegada a los huesos, pero la cabeza no se le había empequeñecido y parecía pegada al cuerpo como la empuñadura de un bastón.
– ¡Eres tú, cabrón! -dijo, a modo de saludo-. ¿Dónde te habías metido?
– A partir de ahora, voy a estar aquí contigo todos los días.
Anwar soltó un gruñido de aprobación y siguió mirando la televisión. Le encantaba tenerme a su lado, pero apenas hablaba y nunca se interesaba por mí. Durante las últimas semanas, había ido a la mezquita con regularidad, así que a veces iba con él. La mezquita era un edificio en estado ruinoso que estaba bastante cerca y olía siempre a bhuna gost. El suelo estaba sembrado de piel de cebolla y Moulvi Qamar-Uddin estaba sentado detrás de su escritorio, rodeado de libros sobre el islam encuadernados en piel y de un teléfono rojo, mesándose una barba que le llegaba hasta el ombligo. Anwar se lamentaba ante Moulvi y se quejaba de que Alá le había abandonado, a pesar de sus constantes oraciones y de su voto de castidad. ¿Acaso no había amado a su esposa? ¿No le había regalado una tienda? Y ahora resultaba que se negaba a regresar a Bombay con él.