Выбрать главу

Mientras estábamos sentados en la tienda, como un par de chavales que hacen novillos, escuchaba las lamentaciones de Anwar.

– Quiero regresar a casa -me decía-. Estoy harto de esta porquería de país.

Pero, a medida que fueron pasando los días, me convertí en testigo de los progresos de Jeeta. Saltaba a la vista que no quería regresar a casa. Era como si Jamila le hubiera abierto los ojos ante un abanico de posibilidades, como si la hija hubiera sentado ejemplo para la madre. La princesa quería conseguir una licencia para poder vender bebidas alcohólicas, quería vender periódicos y aumentar la oferta. Sabía cómo hacerlo, pero Anwar estaba imposible, no se podía hablar con él, Al igual que tantos otros hombres musulmanes -empezando por el propio Mahoma el profeta, cuyos dictados absolutistas, todavía calientes y recién salidos del horno de Dios, dieron inevitablemente lugar al despotismo-, Anwar estaba convencido de que tenía razón en todo. No albergaba ni una sombra de duda respecto a ningún tema

– ¿Por qué no pones en práctica las ideas de Jeeta? -le pregunté.

– ¿Para qué? ¿Qué haría con los beneficios? ¿Cuántos pares de zapatos puedo llevar? ¿Cuántos pares de calcetines? ¿Acaso comería mejor? ¿Treinta desayunos en lugar de uno? -Y, al final siempre decía lo mismo-: Todo es perfecto.

– ¿De verdad lo crees así, tío? -le pregunté un día.

– No -repuso-. Todo va de mal en peor.

Ese fatalismo musulmán suyo -Alá era el responsable de todo- me deprimía. Cuando llegaba la hora de marcharme siempre me alegraba. En realidad, tenía un proyecto mucho más emocionante entre manos al otro lado del río: había decidido enamorarme de Eleanor y empezaba a hacer progresos.

Casi todos los días, después de los ensayos, Eleanor me preguntaba, tal y como yo esperaba que hiciera: «¿Vas a venir luego a casa a hacerme compañía?» Y, entonces, se me quedaba mirando ansiosa, mordiéndose las uñas hasta arrancarse la piel y enrollando largos mechones de su cabellera pelirroja alrededor de los dedos.

Desde que empezaran los ensayos, había reparado en mi falta de seguridad y de experiencia y me había ofrecido su apoyo. Eleanor ya había trabajado en algunas películas, en televisión y hasta en el West End. A su lado me sentía como un chiquillo, pero algo en ella delataba que también me necesitaba, una especie de debilidad, más que cariño o pasión, como si yo fuera a aliviarle alguna enfermedad, alguien que tocar, quizá. Tan pronto como advertí esa debilidad suya me lancé. Nunca me había paseado con una mujer tan madura y bonita, así que siempre la animaba a que saliéramos juntos para que la gente se creyera que éramos una pareja.

Empecé a ir con frecuencia a su piso de Ladbroke Grove, un barrio que poco a poco iba recuperando su antiguo esplendor gracias a los ricos, pero por el que todavía rondaban rastafaris vendiendo chocolate a la entrada de los pubs, que luego cortaban en las mesas del interior con sus navajas. También se veía a muchos punks que, al igual que Charlie, se vestían con harapos negros. Era la última moda. Si uno se compraba ropa, tenía que rajarla con hojas de afeitar tan pronto como llegaba a casa. Abundaban también chicos que estaban preparando tesis, gentes de editoriales y tipos de ese estilo: habían estudiado juntos en Oxford y acudían en manada a las bodegas de vinos, sentados al volante de sus flamantes deportivos italianos rojos y azules, y siempre tenían miedo de que las bandas de chavales negros les forzaran la puerta, aunque políticamente eran demasiado educados para reconocerlo.

Y, sin embargo, yo era tan estúpido… tan ingenuo. Por culpa de mi desconocimiento de Londres, llegué a creer que mi Eleanor era menos de clase media de lo que luego resultó ser en realidad. Se vestía de cualquier manera y llevaba siempre un montón de bufandas, vivía en Notting Hill y -a veces- hablaba con acento de Catford. Mi madre se habría quedado pasmada ante su ropa y sus modales, y aquella manía suya de soltar «mierda» y «joder» a cada paso. En cambio, Eva ni siquiera se habría inmutado, aunque el empeño de Eleanor por disimular su verdadero origen social y por dar sus «contactos» por sentados la habría decepcionado y dejado perpleja a la vez. Eva lo hubiera dado todo por poder introducirse en las casas en las que Eleanor había jugado de niña.

El padre de Eleanor era norteamericano y banquero, su madre una respetable retratista inglesa y uno de sus hermanos catedrático en la universidad. Eleanor estaba acostumbrada a las casas de campo, las escuelas privadas y a los viajes a Italia, y conocía a muchas familias liberales y a gente que había sido famosa en los sesenta: pintores, novelistas, conferenciantes, jóvenes que se llamaban Candia, Emma, Jasper, Lucy, India, y adultos con nombres como Edward, Caroline, Francis, Douglas y Lady Luckham. Su madre era amiga de la reina madre y cuando su alteza se presentaba en su Bentley los chiquillos se arremolinaban alrededor del coche y la vitoreaban. Un día, Eleanor tuvo que marcharse a todo correr en pleno ensayo porque su madre la necesitaba para llenar el cupo de invitados en un almuerzo en honor de la reina madre. Las voces y el lenguaje de esa gente me traían a la memoria a Enid Blyton, a Bunter y a Jennings, cuartos de niños, nodrizas y escuelas primarias, todo un mundo de una seguridad arraigadísima que hasta entonces sólo creía posible en los libros. No tenían ni la más remota conciencia de lo mucho que tenían en comparación con los demás. Me asustaba su seguridad, su educación, su status, su dinero y empezaba a comprender lo importante que era todo eso.

Para mi sorpresa, las gentes a cuyas destartaladas casas iba noche tras noche pegado a Eleanor, «cuidando de ella», eran educadas, amables y muy atentas conmigo, mucho más agradables que la pandilla de arrogantes que Eva reunía en su casa. Los amigos de Eleanor, con su combinación de clase, cultura y dinero y su indiferencia por los tres, eran precisamente el cóctel que embriagaba a Eva, pero nunca iba a conseguir parecérseles siquiera. Aquélla era una bohemia natural, exactamente lo que andaba buscando: el no va más. Aun así, decidí mantener en secreto la faceta de mi ascenso social y pensé en guardarla para la ocasión ideal de ataque o defensa; a pesar de que tanto Eva como papá ya estaban enterados de que tenía los ojos puestos en Eleanor. Aquello fue todo un alivio para mi padre, lo sé, pues le aterrorizaba tanto que le saliera un hijo homosexual que ni siquiera se atrevía a hablar del asunto. Para su mentalidad de musulmán, ser mujer ya era bastante horrible; pero ser hombre y negar su sexo masculino era una actitud depravada y autodestructiva, por no decir algo peor. Cada vez que me asaltaba el presentimiento de que papá estaba dándole vueltas al asunto, me aseguraba de hablar de mamá -de cómo estaba, qué hacía-, pues sabía que aquel tormento más poderoso era capaz de barrer de sus pensamientos la cuestión de mi orientación sexual.

Eleanor tenía sus manías. No quería salir si no estaba segura de antemano de que las visitas iban a ser cortas y que podría llegar y marcharse cuando le apeteciera. Le resultaba imposible permanecer sentada a lo largo de toda una cena, así que llegaba cuando ya había empezado y se paseaba por la habitación comiendo bombones y preguntando por la historia de los objetos que le llamaban la atención, antes de llevarme a rastras a la media hora porque, de repente, le habían entrado ganas de ir a otra fiesta no sé dónde para hablar con alguien que se conocía al dedillo el escándalo Profumo.