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La mayoría de los chicos con los que había crecido habían dejado la escuela a los dieciséis años y trabajaban en compañías de seguros, como mecánicos de coches o eran encargados (del departamento de radio y televisión) de grandes almacenes. En cambio, yo había dejado el colegio sin pensarlo dos veces, sin hacer el menor caso de las advertencias de mi padre. En los suburbios, tener educación no se consideraba algo especialmente ventajoso, y es natural que nadie lo viera como una cosa que valiera la pena de por sí: era más importante empezar a trabajar de joven. Y, sin embargo, ahora me codeaba con gente que escribía libros con la misma facilidad con la que jugaba al fútbol. Lo que más me enfurecía -lo que hacía que les detestara tanto como me detestaba a mí mismo- era la seguridad con que hablaban y sus conocimientos. Hablaban sin esfuerzo aparente de arte, teatro, arquitectura, viajes, y luego estaban los idiomas que conocían, el vocabulario que usaban, y ese conocer a fondo cualquier campo: era un patrimonio de un valor incalculable e insustituible.

En la escuela enseñaban un poco de francés, pero cualquiera que se atreviera a intentar pronunciar una palabra correctamente tenía que aguantar las risotadas de todo el mundo. Durante un viaje a Calais, atacamos a un gabacho en la parte de atrás de un restaurante. Gracias a esta ignorancia nos sentíamos superiores a los chavales de las escuelas privadas, con sus uniformes vomitivos, sus carteritas de piel y mamá y papá esperando en el coche a recogerlos. Eramos más duros, alborotábamos en todas las clases; éramos unos peleones y no llevábamos carteritas de afeminado porque nunca hacíamos los deberes. Estábamos orgullosos de no saber más que los nombres de los jugadores de fútbol o el de los integrantes de los grupos de rock y toda la letra de «I am the Walrus». ¡Menudos idiotas estábamos hechos! ¡Vaya una ignorancia! ¿Por qué no supimos ver desde el principio que nos estábamos condenando alegremente a no poder aspirar a algo mejor que a ser mecánicos? ¿Por qué no supimos darnos cuenta? Para los amigos de Eleanor, las palabras complicadas y las ideas sofisticadas formaban parte del aire que venían respirando desde niños, y ese lenguaje era precisamente la moneda que les permitía obtener lo mejor que el mundo podía ofrecerles. Sin embargo, para nosotros siempre sería como una segunda lengua, aprendida con esfuerzo.

Y a pesar de que habría podido contar a Eleanor la anécdota del gran danés de Espalda Peluda que me había montado por la espalda, siempre acababa dando primacía a sus historias, esas historias relacionadas con un mundo totalmente establecido. Era como si considerara que mi pasado no era lo suficientemente importante, no era tan rico como el suyo, así que me despojaba de él. Nunca le hablaba de papá y mamá, ni de los suburbios; pero de Charlie sí le hablaba. ¡Pero es que Charlie era una celebridad! Una vez me quedé prácticamente sin habla y la voz se me ahogó en la garganta: fue cuando Eleanor me dijo que yo tenía un acento monísimo.

– ¿Qué acento? -conseguí articular por fin.

– Pues la manera que tienes de hablar. Es fantástica.

– Pero ¿cómo hablo?

Eleanor me miró a punto de perder la paciencia, como si creyera que le estaba tomando el pelo, hasta que se dio cuenta de que hablaba en serio.

– Tienes un acento callejero, Karim. Procedes del sur de Londres, y así es como hablas. Se parece al cockney, pero no es tan tosco. No es que sea raro, pero es diferente de mi manera de hablar, claro.

Claro.

En aquel momento decidí que iba a librarme de mi acento: cualquiera que fuera, lo iba a perder. Hablaría como ella. No iba a ser difícil. Había abandonado mi mundo, así que tendría que hacerlo si lo que quería era seguir adelante. Y no es que quisiera regresar. En realidad, todavía estaba sediento de aventuras y de los sueños que había imaginado la noche de mi epifanía en el cuarto de baño de Eva en Beckenham. Aun así, en cierto modo, sabía también que aquello no iba a ser un lecho de rosas.

Después del beso, al ponerme de pie en aquella habitación a oscuras y asomarme a la calle, me di cuenta de que me flaqueaban las piernas.

– Eleanor, no tengo fuerzas para regresar a casa en bicicleta -le dije-. Es como si me hubiera quedado sin piernas.

– Esta noche no podría dormir contigo, cielo -repuso con dulzura-. Tengo la cabeza hecha un lío y no sabes qué lío. La tengo en otra parte y está llena de voces, canciones y cosas deprimentes. Te doy demasiados problemas, pero ya sabes por qué, ¿verdad?

– Por favor, dímelo tú.

Pero Eleanor me dio la espalda.

– En otra ocasión, o pregúntaselo a cualquiera. Estoy segura de que estarán encantados de contártelo, Karim.

Eleanor me dio un beso de buenas noches en la puerta. Sin embargo, no me apenaba tener que marcharme: sabía que iba a verla todos los días.

Cuando hubimos elegido a los personajes que queríamos representar, Pyke nos pidió que se los presentáramos al resto del grupo. Eleanor había elegido a una mujer inglesa de clase alta que tenía ya sesenta años y se había criado en la India; una anciana que se consideraba parte de la grandeza británica y que, al igual que ella, estaba ya en decadencia, una decadencia que, para su sorpresa, había acarreado consigo curiosos hábitos sexuales. Eleanor estuvo soberbia. Cuando actuaba dejaba de retorcerse el pelo, perdía la timidez y estaba tranquila. Cautivaba a todo el mundo con su voz grave de narrador de cuentos a la que daba el toque satírico suficiente para disimular cuál era su verdadera actitud con respecto al personaje.

Terminó su actuación con la aprobación general y besitos teatrales. Me llegó el turno. Me puse de pie y arranqué con mi Anwar. Se trataba de un monólogo en el que explicaba quién era y cómo era, seguido de una parodia de Anwar desbarrando por las calles. Me metí en su pellejo sin esfuerzo, porque había ensayado muchísimo en casa de Eleanor. Consideraba mi trabajo tan bueno como el de cualquiera de mis compañeros y, por primera vez, dejé de sentirme el rezagado.

Después del té nos sentamos a hablar de los personajes. Por alguna razón, quizá porque parecía perpleja, Pyke preguntó a Tracey:

– ¿Por qué no nos has dado tu opinión del personaje de Karim?

A pesar de que Tracey vacilaba, saltaba a la vista que tenía una opinión muy concreta. Era una chica seria y formal, que no se pavoneaba como tantos otros chicos de clase media que se las daban de actores. Tracey era una persona digna de respeto en su mejor expresión suburbana: sincera, amable y nada presuntuosa, y se vestía como una secretaria; pero se tomaba las cosas muy a pecho: se preocupaba por lo que significa ser mujer y negra. Parecía tímida y un poco incómoda en el mundo y hacía todo cuanto estaba en su mano por desaparecer de una habitación sin marcharse. Sin embargo, yo la había visto en una fiesta en la que sólo había negros, y me había parecido una persona completamente distinta: extrovertida, apasionada y una bailarina consumada. La había criado su madre, que trabajaba como mujer de hacer faenas. Por una de esas extrañas coincidencias, una mañana que salimos al parque a hacer ejercicio nos encontramos a la madre de Tracey fregando la escalera de una casa que estaba muy cerca de la sala de ensayos. Pyke la invitó a venir a hablar con nosotros durante la pausa del almuerzo.

Por lo general, Tracey hablaba poco, así que cuando empezó a hablar de mi Anwar, el grupo la escuchó, pero se mantuvo al margen de la discusión. Al parecer, aquello se había convertido de pronto en un asunto entre «minorías».

– Sólo un par de cosas, Karim -me dijo-. En primer lugar, me molesta lo de la huelga de hambre de Anwar. Me duele lo que quieres dar a entender con eso. ¡Y lo digo en serio! ¡No creo que se deba escenificar!

– ¿Lo dices en serio?

– Sí -me hablaba como si lo único que me faltara fuera un poco de sentido común-. Me temo que muestra a los negros…