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– A los indios…

– A los negros y a los orientales…

– A un solo anciano indio…

– Como si fueran seres irracionales, ridículos, histéricos. Como si fueran fanáticos.

– ¿Fanáticos?

Apelé al Tribunal Supremo. El juez Pyke nos escuchaba con mucha atención.

– No se trata de la huelga de hambre de un fanático -proseguí-. No es más que un chantaje premeditado con mucha calma.

Pero el juez Pyke indicó a Tracey que prosiguiera.

– Y luego lo de ese matrimonio de conveniencia, me molesta. Te lo digo con todo el respeto, Karim, pero me molesta.

La miré sin decir nada. Se la veía muy alterada.

– Dinos exactamente por qué te molesta -le preguntó Eleanor con simpatía.

– ¿Por dónde empiezo? Tu retrato se corresponde con lo que los blancos ya piensan de nosotros: que somos gente curiosa, de hábitos extraños y costumbres extravagantes. Para el hombre blanco carecemos de humanidad, y a ti sólo se te ocurre representar a tu Anwar blandiendo su bastón como un loco delante de unos chicos blancos. No puedo creer que en la realidad pueda ocurrir algo así. Nos muestras como si fuéramos provocadores desorganizados. ¿Por qué te odias tanto a ti mismo y a la gente negra, Karim?

Mientras hablaba miré al grupo. Mi Eleanor tenía un aire escéptico, pero me di cuenta enseguida de que los demás estaban dispuestos a darle la razón. Era difícil estar en desacuerdo con alguien que tenía una madre a la que acababas de ver arrodillada delante de un edificio burgués con un cubo y un estropajo.

– ¿Cómo puedes ser tan reaccionario? -me preguntó.

– Pues eso a mí me suena a censura.

– En estos tiempos tenemos que proteger nuestra cultura, Karim. ¿No estás de acuerdo?

– No. El valor de la verdad está por encima de eso.

– ¡Bah! La verdad… ¿y quién puede decir cuál es la verdad? ¿Qué verdad? Lo que estás defendiendo aquí es la verdad de los blancos. Estamos hablando de la verdad de los blancos.

Miré al juez Pyke. Le gustaba dejar que las cosas siguieran su curso. Estaba convencido de que la polémica era creativa.

– Karim -dijo por fin-, creo que vas a tener que volvértelo a plantear.

– Pero es que no me veo capaz.

– Sí. No limites sin motivo tu campo de acción, ni como actor ni como persona.

– Pero Matthew, ¿por qué tengo que hacerlo?

Pyke me miró muy serio.

– Porque lo digo yo -dijo, y añadió-: Tendrás que volver a empezar.

12

– Hombre, Gordinflón, ¿qué hay?

– Como siempre, como siempre, famoso actorazo. -Changez estornudó en medio de la nube de polvo que acababa de levantar-. ¿En qué gran espectáculo andas trabajando ahora para que podamos ir y reírnos a gusto?

– Bueno, pues, deja que te cuente.

Preparé una taza de té de plátano y coco con las latas que siempre llevaba encima por si mi anfitrión sólo tenía Typhoo. En casa de Changez dependía especialmente de mis propios medios, pues tenía la costumbre de preparar el té poniendo a hervir leche, agua, azúcar, una bolsita de té y cardamono, todo junto y durante un cuarto de hora. Lo llamaba «Té para hombres» o «Té superior. Lo mejor para las erecciones».

Por suerte para mí -pues no quería que oyera la petición que quería hacerle a Changez- Jamila no estaba, ya que hacía relativamente poco había empezado a trabajar en un Centro de Mujeres Negras muy cercano en el que estaba llevando a cabo un estudio sobre los ataques racistas contra mujeres. Changez estaba quitando el polvo y llevaba puesta la bata de seda rosa de Jamila. Michelines oscuros se formaban y se cimbreaban mientras arremetía a golpecitos con un plumero contra unas telarañas del tamaño de un libro de bolsillo. A Changez le gustaba la ropa de Jamila: siempre llevaba puesto uno de sus jerséis o camisas y, a veces, lo encontraba sentado en su cama plegable con el abrigo de Jamila y la cabeza entera envuelta hasta las orejas en una de sus bufandas, con ese estilo a lo indio que le daba aspecto de tener dolor de muelas.

– Estoy preparando una obra de teatro, Changez, y precisamente andaba buscando un personaje, cuando se me ha ocurrido que podría basarlo en alguien que los dos conocemos muy bien. Es todo un honor y un privilegio que te lleven a escena. Un golpe de suerte.

– Bien, bien. Se trata de Jamila, ¿eh?

– No. De ti.

– ¿Qué? ¿De mí? -De pronto Changez se puso muy recto y se llevó la mano a la cabeza para atusarse el pelo, como si estuvieran a punto de hacerle una fotografía-. Pero si ni siquiera me he afeitado, yaar.

– Es una idea estupenda, ¿no te parece? Una de las mejores que he tenido.

– Me siento orgulloso de ser el tema principal de una obra de categoría -dijo. De pronto se le ensombreció el rostro-. ¿No me vas a hacer quedar mal, no?

– ¿Mal? ¿Te has vuelto loco? Te voy a mostrar tal como eres.

Aquella promesa pareció dejarle tranquilo. Como ya había conseguido que me diera su consentimiento, decidí cambiar de tema enseguida.

– ¿Y Shinko? ¿Cómo está, Changez?

– Ah, como siempre, como siempre -dijo con expresión satisfecha señalándose el pene.

Changez sabía que me divertía hablar de eso y como, además, era lo único de lo que podía jactarse, los dos salíamos ganando en el intercambio.

– He probado más posiciones que la mayoría de los hombres. Me estoy planteando incluso escribir un manual. Me gusta mucho por detrás con la mujer de rodillas, como si estuviera montando a caballo a lo John Wayne.

– ¿Y Jamila no se opone a estas prácticas? -le pregunté, observándole con mucha atención sin poder dejar de preguntarme cómo me las iba a arreglar para representar aquel brazo de tullido-. Me refiero a la prostitución y todo eso.

– ¡Has dado en el clavo! Al principio las dos me trataron como si fuera un facineroso, un cochino explotador machista…

– ¡No!

– Y, durante unos días, tuve que conformarme con masturbarme un par de veces al día. Hasta Shinko se estuvo planteando el dejarlo y ponerse a trabajar de jardinera.

– ¿Y tú crees que sería una buena jardinera?

Changez se encogió de hombros.

– Tiene buena mano… Pero gracias a Dios Todopoderoso por fin se dieron cuenta de que era Shinko la que me estaba explotando. La víctima era yo, así que enseguida volvió al trabajo de siempre.

Changuez me agarró del brazo y me miró fijamentes, los ojos. Se había puesto triste. ¡Menudo sentimental estaba hecho!

– ¿Puedo decirte una cosa? -Su mirada se quedó prendida en la nada (y atravesó la ventana hasta la cocina del vecino) -. Hay un par de facetas de mi carácter que dan risa, eso es verdad, pero ahora te voy a decir una cosa que no hace ninguna gracia: de buena gana renunciaría a todas las posiciones que he probado por besar a mi esposa cinco minutos en los labios.

¿Esposa? ¿Qué esposa? Empecé a dar vueltas y más vueltas a esas palabras hasta que me acordé. Siempre se me olvidaba que estaba casado con Jamila.

– Tu mujer todavía no quiere tocarte, ¿eh?

Changez negó con la cabeza con aire abatido y tragó saliva.

– ¿Y tú y ella? ¿Seguís haciéndolo regularmente?

– ¡No, no, por el amor de Dios, Burbuja! Desde la vez que nos viste no. Sin ti ya no sería lo mismo.

Changez soltó un gruñido.

– ¿Así que no hace nada de nada?

– Nada de nada, chaval.

– Eso está bien.

– Sí. Las mujeres no son como nosotros. No tienen que estar pendientes de eso todo el día. Sólo les apetece si un tío les gusta. En cambio, a nosotros tanto nos da quién sea.

Pero Changez no parecía prestar atención a mis consideraciones sobre la psicología de la aventura amorosa. De pronto se volvió hacia mí y me miró con aire exaltado y decidido, y eso que no eran cualidades que Dios le hubiese otorgado.