– Yo también -le dije.
Me apeé del coche con cierto esfuerzo llevando la dirección de Pyke en la mano.
Al llegar a casa, que estaba ya medio destrozada desde que Ted había empezado las obras, me encontré a papá escribiendo. Estaba trabajando en un libro sobre su infancia en la India. Más tarde se marcharía a dar su clase de meditación a un local cercano. Eva había salido. A veces, me aterraba la perpectiva de ver a papá. Si no estaba de humor para verle o no me sentía con fuerzas para pararle los pies, su estado de ánimo podía resultar un golpe tremendo. Unas veces le daba por pellizcarme las mejillas o retorcerme la nariz, o por cualquier otra cosa que se le antojaba la más graciosa del mundo. Otras veces se levantaba el jersey y tamborileaba los dedos encima de la barriga y no lo dejaba hasta que adivinaba si se trataba de la melodía de «Land of Hope and Glory» o de «The Mighty Quinn» en la versión de Manfred Mann. Juraría que se examinaba el barrigón por lo menos cinco veces al día, le daba palmaditas, se estrujaba los michelines, y hasta hablaba de ellos con Eva como si fueran la séptima maravilla del mundo o trataba de convencerla de que se los mordiera.
– Los indios tienen el centro de gravedad más abajo que los hombres occidentales -aseguraba-. Estamos más centrados. Vivimos de acuerdo con el punto correcto: el estómago. La barriga, no la cabeza.
Eva se lo aguantaba todo y hasta se reía. Pero papá no era mi amiguito. Además, empezaba a considerarle, no ya un padre, sino un extraño de características ajenas. Ahora ya formaba parte del mundo, ya no era su fuente y, aunque me apenara, en cierto modo no dejaba de ser otra persona. Por otra parte, desde que Eva trabajaba tanto, la inutilidad de papá no dejaba de sorprenderme. No sabía hacer una cama, ni lavarse la ropa, ni planchársela. No sabía cocinar y ni siquiera sabía cómo componérselas para preparar té o café.
No hacía mucho, un día que estaba tumbado aprendiéndome mi texto para la obra, se me ocurrió pedirle que me preparara un poco de té y tostadas. Al poco rato le seguí a la cocina y vi que había cortado la bolsita de té con unas tijeras y la había vaciado en la taza. Sostenía un pedazo de pan en la mano como si fuera un raro objeto hallado en una excavación arqueológica. Las mujeres siempre le habían cuidado y él no había hecho más que aprovecharse. En aquel entonces le despreciaba por ello y hasta empezaba a preguntarme si la admiración que había sentido por él cuando niño sería inmerecida. ¿Qué sabía hacer? ¿Qué virtudes tenía? ¿Por qué había tratado a mamá de aquel modo? Ya no quería ser como él. Estaba furioso. En cierto modo, me había decepcionado.
– Ven acá, cara tristona -me dijo-. ¿Cómo va el espectáculo?
– Bien.
Ya estábamos otra vez
– Bueno, pero tienes que procurar que no te dejen de lado. ¡Escúchame bien! Diles que o te dan el papel de protagonista o nada de nada. ¡Ahora que ya habías alcanzado la cúspide en el mundo del teatro con tu papel de Mowgli como protagonista no puedes echarte atrás! Al fin y al cabo, eres el fruto de mi primera semilla, ¿o no?
Le imité.
– Fruto de mi primera semilla, fruto de mi primera semilla… ¿Por qué no dejas de decir burradas, joder? -le solté, y me marché.
Me dirigí al Nashville, que a esas horas del día era un lugar apacible. Pedí un par de jarras de Ruddles y una bolsita de patatas fritas con sabor a pollo y me quedé allí sentado pensando por qué los pubs tenían que ser así, tan tristes, con su madera oscura unos armatostes incómodos por muebles y una iluminación tan pobre que apenas se conseguía distinguir algo a cinco metros de distancia en aquel aire tan viciado. Pensé en Eleanor y me entraron ganas de llorar, pero sabía que si permanecía en el pub el tiempo suficiente se me pasarían. Era evidente que Eleanor no quería hablar de su ex, tanto si se había matado de una manera espantosa como si no. Por lo menos, nunca me lo había mencionado. En realidad me había excluido de una parte muy importante de su vida y eso me hacía dudar de la sinceridad de su afecto por mí.
En esta vida me ocurrían cosas muy curiosas, el terreno se resquebrajaba bajo mis pies. La cena, por ejemplo. Miré el pedacito de papel en el que Pyke había anotado su dirección. La palabra «cena» me desconcertaba y me exasperaba al mismo tiempo. Estos londinenses nunca llamaban a las cosas por su nombre. La cena era el almuerzo, el té la cena, el desayuno un almuerzo temprano y el postre pudin.
Hablaría con mis amigos. Me ayudaría a aclararme las ideas. Sin embargo, cuando comenté a Eva lo de la invitación de Pyke (sin decir nada del «regalo») no supo advertir mis temores y confusiones. Es más, pensó que era una oportunidad magnífica. Sabiendo como sabía lo muy encumbrado que estaba Pyke, me miró con admiración, como si acabara de ganar un trofeo de natación.
– Dentro de unas semanas, podrías invitar a Matthew a casa -fue su respuesta.
Así que llamé a Jamila. Ella tendría otra visión del asunto. Empezaba a darme cuenta de lo mucho que me asustaba Jamila, su «sexualidad», como llamaban entonces a follar, la fuerza de sus sentimientos y la firmeza de sus opiniones. El entusiasmo no era precisamente moneda corriente en el sur de Londres.
– ¿Y bien? -le pregunté-. ¿Qué opinas?
– Oh, no sé, Dulzura. Siempre acabas haciendo lo que te da la gana. No escuchas a nadie. Pero yo, en tu lugar, no iría. Tengo la sensación de que esa gente te está nublando la vista. Te estás apartando del mundo real.
– ¿De qué mundo real? Pero si el mundo real no existe, ¿no?
– ¡Claro que existe! -dijo, sin perder la paciencia-. Es el mundo de la gente corriente y la mierda que tienen que afrontar todos los días: el paro, cuchitriles por viviendas, el aburrimiento. Dentro de poco ya ni siquiera vas a reconocer cuáles son las cuestiones realmente fundamentales.
– Pero Jammie, es que esa gente es importante de verdad. -Y entonces cometí una tremenda equivocación-. ¿No sientes curiosidad por saber cómo viven los ricos que han triunfado en la vida?
Jamila bufó y se echó a reír a carcajadas.
– Me temo que la decoración del hogar me interesa menos que a ti, cariño. Y, sinceramente, no me apetece acercarme a esa gente. Pero, vamos a ver, ¿cuándo vas a pasar por casa? Tengo un dal picante como un demonio muerto de risa. No permito que nadie lo toque, ni Changez… lo guardo para ti, antiguo amante mío.
– Gracias, Jammie -le dije.
El viernes por la noche, después de haber terminado los ensayos de la semana, Pyke nos abrazó a Eleanor y a mí cuando ya íbamos a marcharnos, nos dio un beso y nos dijo:
– Hasta mañana, ¿eh?
– Sí -dije-. Hasta mañana.
– Nos hace mucha ilusión -dijo.
– A mí también -repuse.
13
«Sensacional», pensé al ver el reflejo de mi cara en la ventanilla opuesta de ese vagón de tren de la línea Bakerloo. Un pequeño dios. Mis pies bailoteaban y los dedos de las manos tamborileaban al ritmo de una música imaginaria -The Velvettes, «He was Really Saying Something»- mientras el metro cruzaba a toda velocidad las entrañas de mi ciudad favorita, de mi patio de recreo, de mi casa. Mi chica canturreaba también. Acabábamos de cambiar en Piccadilly y nos dirigíamos al noroeste, a Brainyville, Londres, que a mí se me antojaba un lugar tan remoto como Marsella. ¿Por qué había tenido que ir primero a St John's Wood? Tenía todo el aspecto de estar sano y en forma, seguramente gracias a las verduras. Las flexiones y los ejercicios de musculación de tórax que Eva me había recomendado hacer me estaban ayudando a estilizar el cuerpo y a ganar seguridad. Me había ido a cortar el pelo al Sassoon de Sloane Street y me acababa de espolvorear de talco los huevos, que estaban tan perfumados y apetecibles como unos dulces turcos. Sin embargo, la ropa me quedaba demasiado grande, como siempre, sobre todo porque llevaba una de las chaquetas azul marino de papá con una de sus corbatas de Bond Street encima de una camiseta de Ronettes, sin cuello, naturalmente, y un jersey rosa de Eva encima de todo el conjunto. Estaba nervioso y un tanto tembloroso también, tengo que reconocerlo, y es que, hacía apenas una hora, Heater me había amenazado con un cuchillo de trinchar en el piso de Eleanor y me había advertido: «¡Vas a cuidar de esta mujer, ¿eh? Si algo le ocurriera, ¡te mato!»