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Eleanor estaba sentada a mi lado vestida con un traje negro y una camisa de cuello cisne de seda de un rojo oscuro. Se había recogido el pelo, pero un par de rizos colgaban sueltos, como si estuvieran así a posta para que los ensartara con el dedo.

– Nunca te había visto tan guapa -le dije.

Y era verdad. No podía dejar de besarla y habría querido pasarme el día entero abrazado a ella, acariciándola, haciéndole cosquillas, jugando con ella.

Nos dirigimos a la mansión entre contentos y nerviosos. La casa que Pyke compartía con Marlene tenía que ser un edificio de cuatro plantas situado en una calle tranquila, con un jardín recién regado, gran cantidad de flores y un par de deportivos aparcados frente a la puerta, uno negro y otro azul. Luego estaba ese semisótano tan revelador en el que vivía el aya que cuidaba del hijo de trece años de Pyke, fruto de su primer matrimonio.

Terry, que investigaba los delitos de los ricos burgueses con el tesón de un Maigret con inclinaciones políticas, me había informado con todo lujo de detalles. Después de que la tan esperada llamada se produjera, había encontrado trabajo. Tenía el papel de sargento de policía en una obra ambientada en una comisaría. Desde un punto de vista ideológico no dejaba de ser una situación embarazosa, sobre todo teniendo en cuenta que siempre había tachado a la policía de ser el instrumento fascista y represor de la clase dominante. Y, sin embargo, en su papel de agente del orden estaba ganando dinero a montones, mucho más que yo o que cualquier otro miembro de la comuna en la que vivía y, además, le reconocían por la calle sin cesar. Últimamente incluso le pedían que inaugurara fuegos artificiales, que formara parte del jurado en eventos teatrales y hasta le invitaban como celebridad a algunos programas concurso. Ir por la calle con él era como pasearse con Charlie: la gente le llamaba, se volvía y se le quedaba mirando del mismo modo, sólo que a Terry sus admiradores no le conocían como Terry Tapley, sino como sargento Monty. La ironía de la situación hacía que el sargento Monty hablara con especial virulencia de Pyke, la persona que le había negado el único trabajo que había deseado de veras.

Hacía relativamente poco, Terry me había llevado a un mitin político y, de vuelta al pub, una chica se había puesto a hablar de la vida después de la revolución. «¡La gente leerá a Shakespeare en el autobús y aprenderá a tocar el clarinete!», exclamó con entusiasmo. Aquel compromiso político y aquella fe me dejaron impresionado y me entraron ganas de hacer algo por mí mismo. Sin embargo, Terry seguía pensando que todavía no estaba preparado, así que me asignó una tarea bastante fácil para empezar.

– Podrías vigilar a Pyke por nosotros -me pidió-. Como te llevas tan bien con él… Esa clase de tipos van la mar de bien cuando se necesita dinero. Un día de éstos quizá puedas hacer algo por nosotros en ese sentido. Ya te avisaremos. Por el momento, limítate a mantener los ojos bien abiertos, a ver si encuentras algo que nos pueda servir el día en que necesitemos su adhesión política. Así, para ayudarnos más a corto plazo, podrías hacerte amigo de su hijo.

– ¿De su hijo? De acuerdo, sargento Monty.

Alzó la mano como si fuera a abofetearme.

– No me llames así. Y pregunta al chico… delante de todos los invitados, por supuesto, a qué escuela va, y si no se trata de una de las más caras y más selectas de Inglaterra o, fíjate bien, de todo el mundo occidental, ya me puedes llamar Disraeli.

– De acuerdo, sargento Monty… digo, Disraeli. Aunque creo que en eso te equivocas. Pyke es radical.

Terry bufó y soltó una risita burlona.

– No me hables de esos asquerosos radicales. No son más que liberales… según ellos, prácticamente lo peor que se puede ser. Sólo sirven para dar dinero a nuestro partido.

Nos recibió una criada irlandesa de lo más cortés, que luego nos sirvió champán para desaparecer inmediatamente en la cocina -y preparar la «cena», me imagino-. Nos dejó ahí sentados en un sofá de piel hechos un manojo de nervios. Pyke y Marlene se estaban «vistiendo», nos informó.

– Desnudando, es mucho más probable -dije en un murmullo.

Estábamos solos. En la casa se respiraba una tranquilidad aterradora. ¿Dónde coño se habría metido todo el mundo?

– ¿No te parece fantástico que Pyke nos haya invitado?-dijo Eleanor-. ¿Tú crees que debemos mantenerlo en secreto? Por lo general, no suele salir con actores y, además, no creo que haya invitado a nadie más de la compañía, ¿no?

– No.

– ¿Y por qué a nosotros?

– Porque nos quiere muchísimo.

– Bueno, pues, pase lo que pase, no podemos negarnos el uno al otro la posibilidad de tener nuevas experiencias -dijo con tono altanero, como si mi principal objetivo en la vida fuera hacer todo lo posible por impedir que Eleanor tuviera nuevas experiencias. Me miró como si quisiera meterme un grano de arroz por la punta de la polla.

– ¿Qué experiencias? -le pregunté, poniéndome de pie y echando a andar por la habitación.

Eleanor no contestaba y se limitaba a seguir allí sentada, fumando como si nada.

– ¿Qué experiencias? -insistí.

Me estaba estropeando la noche y me empezaba a poner nervioso. Al parecer, yo nunca estaba enterado de nada, ni siquiera de los hechos importantes de la vida de mi novia.

– ¿Quizá el mismo tipo de experiencia que viviste con tu último novio? Ese al que querías tanto. ¿Te refieres a eso?

– Por favor, no hables de él -me pidió, con un hilo de voz-. Está muerto y enterrado.

– Ese no es motivo para que no hablemos de él.

– Para mí sí -dijo y se puso de pie-. Tengo que ir al lavabo.

– ¡Eleanor! -grité entre sollozos por primera vez en mi vida. Y no iba a ser la última-. ¡Eleanor! ¿Por qué no hablamos de todo esto cara a cara?

– ¡Pero si tú no sabes lo que es dar! No entiendes a los demás. Mostrarme desnuda de ese modo sería peligroso.

Y Eleanor se marchó y me dejó tal cual.

Miré a mi alrededor. Era un detective de primera. Terry no había sabido apreciar en lo que valía la riqueza que tenía delante. Tendría que tener una charla con él sobre la calidad de sus informadores. Era una casa impresionante, de paredes verdes y rojo oscuro decoradas con retratos modernos -un par de Marlene y una fotografía suya de Bailey- y mobiliario de los sesenta: mesitas bajas con catálogos de Caulfield y Bacon a la vista y los dos volúmenes en edición de lujo de la biografía de Michael Foot escrita por Nye Bevan. Había tres sofás en tonos pastel con un friso indio que decoraba la pared contra la que se apoyaban y una escultura de yeso llena de cordeles y bombillas que parecía un coño enorme. Apoyados contra la pared de enfrente había tres premios de Pyke enmarcados y, encima de la mesa, un par de estatuillas y una copa de cristal tallado que llevaba su nombre. No había carteles ni fotografías de sus montajes anteriores por ninguna parte y, de no haber sido por los premios, a un extraño le habría resultado imposible adivinar su profesión.

Eleanor regresó justo en el instante en que las dos emes bajaban etéreas por la gran escalinata: Matthew con su camiseta y téjanos negros, y Marlene con un aspecto más exótico con su vestidito blanco corto y sin mangas y zapatillas blancas de ballet. Estaba arrebatadora con aquellas sonrisas que prodigaba y delataban una sexualidad turbulenta y descarada. Sin embargo, como muy bien habría dicho mi madre, ya no era precisamente una niña.