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La criada irlandesa nos sirvió a los cuatro ensalada de pavo, que comimos acompañada de champán sentados con el plato en el regazo. Yo estaba muerto de hambre y me había saltado el almuerzo a posta para poder disfrutar de la «cena», pero me resultaba muy difícil comer. Marlene y Matthew tampoco parecían especialmente interesados en la comida. Aunque no podía apartar los ojos de la puerta esperando a que llegara más gente, no se presentó nadie más. Pyke me había mentido. Esa noche se mostraba distante y silencioso, como si no se sintiera con fuerzas para prestar atención al espectáculo de la conversación y se limitaba a murmurar tópicos de vez en cuando, como si pretendiera recalcar la banalidad de la velada. Marlene era la que más hablaba y, para alejar lo máximo posible el peligro del silencio, le hice tantas preguntas que al poco rato me sentía ya como un entrevistador de televisión. Fue ella la que nos contó lo de la entrada distinta que había para las prostitutas en la Cámara de los Comunes y, mientras nos terminábamos el pavo, nos entretuvo con la historia del diputado laborista al que le encantaba ver a gallinas morir apuñaladas mientras hacía el amor.

Aprovechando que Marlene tenía hierba, nos liamos un porro después de cenar, y estábamos fumando cuando entró Percy, el hijo de Pyke, un chico de aspecto pálido y taciturno, de pelo rapado, que llevaba pendientes y una ropa asquerosa, demasiado torpe y desaliñado para ser otra cosa que un pimpollo de la burguesía liberal. Sintonicé las antenas Terry temblando de emoción.

– Por cierto -dijo Pyke, dirigiéndose al chico-, ¿sabes a quién tiene Karim por hermanastro? A Charlie Hero.

El chico pareció resucitar de repente. Empezó a menear el cuerpo y a hacer preguntas sin parar. Saltaba a la vista que era más vivaz que su padre.

– Hero es mi héroe. ¿Cómo es?

Le hice un retrato sucinto de Charlie. Pero no podía decepcionar a Terry. Aquélla era mi oportunidad.

– ¿A qué escuela vas?

– A la Westminster y es una mierda.

– ¿Ah, sí? Llena de los típicos pijillos de escuela privada, supongo.

– Llena de los típicos listillos de los cojones que tienen padres que trabajan en la BBC. Yo quería ir a una escuela normal, pero esos dos no me dejaron.

Y dicho esto se marchó del salón. Durante el resto de la noche tuvimos que oír la versión amortiguada del primer álbum de los Condemned, «The Bride of Christ», una y otra vez. Cuando Percy se hubo marchado, dirigí a Pyke y a Marlene una mirada cargada de intención, con la que pretendía decirles algo así como: «Habéis traicionado a la clase trabajadora», pero no parecieron darse por enterados. Estaban los dos ahí, sentados, fumando, con cara de estar muertos de aburrimiento, como si la cena hubiera durado una eternidad y ya nada fuera capaz de despertar su interés o, lo que es más importante, de excitarles.

De pronto, sin embargo, Pyke se puso de pie, se fue hasta el otro extremo de la habitación y, después de abrir las puertas que daban al jardín de par en par, se volvió y con un movimiento de cabeza hizo un gesto a Eleanor, que estaba hablando con Marlene. Eleanor, entonces, dejó la conversación al momento, se puso de pie de un salto y salió al jardín con un caminar ligero siguiendo los pasos de Pyke. Marlene y yo nos quedamos sentados. Como las puertas del jardín estaban abiertas, el salón se enfrió enseguida, pero el aire tenía un sabor dulzón, como si la tierra tuviera perfumado el aliento. ¿Qué debían de estar haciendo ahí fuera? Marlene se comportaba como si nada hubiera ocurrido. Después de servirse otra copa, vino a sentarse a mi lado. Me pasó el brazo por los hombros, cosa que yo hice lo posible por ignorar, aunque me daba cuenta de que estaba tenso mientras respondía a sus preguntas. Al verla tan pendiente de mí, empecé a pensar que debía de parecerle una persona maravillosa. Sin embargo, en primer lugar tenía algo que averiguar, algo que yo sabía podía aclararme.

– Marlene, ¿te importaría decirme una cosa que nadie se ha atrevido a contarme? ¿Podrías decirme qué le ocurrió al novio de Eleanor, Gene?

Marlene me miró con lástima, pero también con cierta incredulidad.

– ¿Seguro que nadie te lo ha contado?

– Marlene, si de algo estoy seguro es de que nadie me ha dicho una palabra. ¡Pero si me estoy volviendo loco, te lo juro! Todo el mundo se comporta como si fuera un secreto de Estado y nadie dice nada. Me siento como un imbécil.

– No es un secreto, lo que ocurre es que Eleanor no lo ha superado y todavía es muy doloroso para ella, ¿lo entiendes? Gene -dijo, acercándose más a mí- era un joven actor antillano. Tenía mucho talento, era sensible, delgado, amable y sensual, y tenía una cara preciosa. La poesía le gustaba muchísimo y en las fiestas solía recitar poemas en voz alta maravillosamente. Pero su auténtica especialidad era la música africana. Trabajó con Matthew una vez, hace ya mucho tiempo, y Matthew siempre dice que era el mejor mimo que ha visto jamás, pero que nunca le dieron la oportunidad que se merecía. Llegó incluso a dedicarse a vaciar orinales en seriales sobre hospitales. Siempre le daban papeles de delincuente o de taxista y nunca pudo interpretar a Chéjov, Ibsen o Shakespeare, y eso que se lo merecía. En realidad, era mejor que muchos; así que no es de extrañar que estuviera furioso. La policía se lo llevaba cada dos por tres y le sometía a interrogatorios tormentosos. Los taxis nunca le paraban. Le decían que no había mesa en restaurantes vacíos. Vivía en un mundo espantoso en la agradable y vieja Inglaterra. Hasta que un día no consiguió entrar en una gran compañía de teatro y no pudo soportarlo más. Perdió la cabeza y se tomó una sobredosis. Eleanor estaba trabajando y, al regresar a casa, se lo encontró ya muerto. Era tan joven entonces…

– Ya.

– Eso es todo.

Marlene y yo nos quedamos sentados sin movernos un rato. Yo pensaba en Gene y en lo que debía de haber pasado, en lo que le habían hecho y en lo que había permitido que le hicieran. De pronto me di cuenta de que Marlene me miraba fijamente.

– ¿Me das un besito? -me propuso, al cabo de un rato, rozándome apenas la cara con una caricia.

Me aterroricé.

– ¿Qué?

– Sólo un besito para empezar, para ver qué tal nos llevamos. ¿Te he escandalizado?

– Bueno, un poco… es que había entendido «hijito».

– Quizá más adelante, pero de momento.

Marlene acercó su cara a la mía. Tenía arrugas alrededor de los ojos: era la persona más vieja a la que había besado jamás. Cuando nos separamos bebí un sorbo de champán y Marlene subió los brazos en alto en un gesto teatral, como un atleta que celebra la victoria, y se quitó el vestido. Tenía un cuerpo esbelto y bronceado y, cuando lo toqué, me quedé sorprendido al advertir un calor insólito, como si la hubieran tostado ligeramente. Eso me excitó, y con la excitación vino esa pizca de afecto que necesitaba, aunque más que nada estaba asustado y me encantaba estar asustado.

La hierba me dejaba amodorrado y adormecía las sensaciones y la capacidad de reacción. No sé por qué, pero los porros de hierba me retrotrajeron a los suburbios, a la casa de Eva en Beckenham, a la noche en que llevaba pantalones acampanados de terciopelo y papá no sabía el camino; a la noche en que lo llevé al Three Tuns y Kevin Ayers estaba tocando, y todos esos amigos a los que adoraba estaban de pie junto a la barra después de haberse pasado horas y horas en sus dormitorios respectivos acicalándose para la noche, esperando ese gran momento en que un par de ojos conocedores iban a observar su atuendo con detenimiento. Luego estaba Charlie sentado en lo alto de la escalera impecablemente vestido, mirando, simplemente. Y enseguida aparecieron esos ejecutivos de publicidad que meditaban, mientras yo serpenteaba por el césped hasta encontrar a mi padre sentado en un banco del jardín y a Eva sentada encima de él con el pelo alborotado. Y entonces fui a ver a Charlie buscando consuelo. Ahora su disco sonaba y sonaba en el piso de arriba y Charlie era famoso y admirado y yo era actor en un espectáculo de Londres, y me codeaba con gente elegantísima y frecuentaba casas magníficas como aquélla, y ellos me aceptaban, nunca invitaban a nadie más y estaban impacientes por hacer el amor conmigo. Pero también estaba mi madre temblando de pena con el corazón destrozado por el engaño y el final de nuestra vida familiar y todo lo que empezaba de nuevo esa noche. Y Gene estaba muerto. Se sabía poemas de memoria y estaba resentido y no encontraba empleo… Me habría gustado haberle conocido y verle la cara. ¿Cómo iba yo a poder suplantarle ante los ojos de Eleanor?