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Con sus tejanos de siempre y su jersey del revés, tumbada en el sofá de áspera tapicería naranja, Jamila se llevó la botella de Brown a los labios. Changez y yo nos estábamos bebiendo otra botella a medias. ¡Menudo musulmán estaba hecho, bebiendo en el día de un funeral! Y, sin embargo, Jamila y Changez eran los únicos que me hacían sentir parte de una familia. Los tres estábamos unidos por unos lazos más fuertes que los de la afinidad de carácter, más fuertes que las simpatías o antipatías de cada cual.

Jamila habló muy despacio, midiendo las palabras con cuidado. Me pregunté si no se habría tomado un par de Valiums.

– Todo esto me ha hecho pensar mucho en lo que quiero hacer con mi vida. Hace ya una temporada que no estoy satisfecha con cómo andan las cosas. Me he estado comportando con una pasividad que no va conmigo. Me marcho de este piso. Lo pienso devolver a su propietario, a no ser que tú -dijo, volviéndose hacia el Asesino del Consolador- estés dispuesto a pagar el alquiler. Quiero irme a vivir a otro sitio.

El Asesino estaba aterrado. Iban a abandonarle. Miró frenéticamente a sus dos amigos. Su expresión era de pasmo absoluto. De modo que así era como funcionaban las cosas: un pequeño diálogo, y todo cambiaba por completo. Un buen día uno vive en el lujo en su cama plegable y al siguiente la mierda le llega al cuello. Hablaba con mucha franqueza, Jamila, y la franqueza no era precisamente lo que mejor iba conmigo. Changez tampoco se había acostumbrado a ella por completo.

– ¿Y adónde? -consiguió articular por fin.

– Quiero intentar vivir de otra manera. Me he sentido tan aislada de todo…

– Pero si yo estoy en casa todo el día.

– Changez, lo que quiero es irme a vivir a una comuna con un grupo de gente… con unos amigos que se han comprado un gran caserón en Peckham.

Al darle la noticia, apoyó la mano sobre la suya: era la primera vez que la veía tocar a su marido por voluntad propia.

– Jammie, ¿y qué me dices de Changez? -le pregunté.

– ¿Qué te gustaría hacer? -le preguntó Jamila.

– Ir contigo. Podríamos ir juntos, ¿de acuerdo? Marido y mujer, siempre juntos a pesar de los roces que puedan existir entre nosotros, ¿eh?

– No -repuso Jamila, meneando la cabeza con firmeza y un tanto triste también-. No tiene por qué ser así.

Decidí inmiscuirme.

– Changez no va a saber cómo arreglárselas solo, Jammie. Y, además, dentro de poco me voy a ir de gira. ¿Qué va a ser de él?

Nos miró a los dos con expresión resuelta pero se dirigió a Changez.

– Eso eres tú quien lo tiene que decidir. ¿Por qué no regresas a Bombay, con tu familia? Me dijiste que tienen una casa con muchísimo espacio, criados y chóferes.

– Pero tú eres mi esposa.

– Sólo desde el punto de vista legal -le recordó, sin enfadarse.

– Pues serás siempre mi esposa. Las leyes no me importan, eso por descontado, pero, en el fondo de mi corazón, tú siempre serás mi Jamila.

– Sí, todo eso está muy bien, Changez, pero ya sabes tú que nunca ha sido así.

– ¡No quiero volver! -se cuadró, con determinación-. Nunca. No puedes obligarme.

– Pero es que no quiero obligarte a nada. Tienes que hacer lo que más te convenga.

Changez era menos tonto de lo que se había imaginado. Llevaba mucho tiempo observando a su Jamila. Sabía lo que tenía que decir.

– Todo esto es demasiado occidental para mí -dijo.

Por un momento pensé que hasta iba a usar la palabra «centroeuropeo», pero al parecer decidió reservarla para otra ocasión.

– Aquí, en medio de este capitalismo de los sentimientos, nadie se preocupa ya de nadie, ¿no es eso?

– Sí, eso es -reconoció Jamila.

– Te abandonan a tu suerte para que te pudras a solas. Nadie se molesta en tratar de subirle la moral a alguien que está mal. El sistema industrial de este país es demasiado duro para mí, por eso me siento mal -dijo, con tono vehemente-, Pero intentaré arreglármelas solo.

– Pues dime qué quieres hacer, entonces -le pidió Jamila.

Changez vaciló. La miró con ojos implorantes.

Y fue entonces cuando Jamila, rápida, fatalmente, quizá sin meditarlo a fondo, dijo:

– ¿Te gustaría venir conmigo?

Changez asintió, incapaz de dar crédito a sus peludos oídos.

– ¿Estás segura de que se puede?

– No lo sé -repuso.

– ¡Claro que se puede! -concluyó Changez.

– Changez…

– Eso está bien -dije-. Perfecto.

– Pero es que todavía no lo he pensado bien.

– Ya hablaremos de eso en su momento -repuso Changez.

– Pero es que no estoy segura, Changez.

– Jamila…

– No seremos marido y mujer… sabes perfectamente que eso nunca va a ocurrir, ¿no es cierto? -dijo-. Además, en esa casa tendrás que colaborar en la vida de la comuna.

– Creo que el bueno de Changez va a ser estupendo para la comuna -repuse, al ver que el Asesino del Consolador estaba llorando otra vez a moco tendido, pero de puro contento-.Ayudará a lavar los platos. Es un verdadero fenómeno con la vajilla y la cubertería.

Ahora estaba pegada a él. No tenía escapatoria.

– Pero, Changez, en cierto modo tendrás que ganarte la vida. Por eso no lo veo tan claro. Hasta ahora, mi padre se había encargado de pagarnos el alquiler del piso, pero esos tiempos son agua pasada. De ahora en adelante, tendrás que mantenerte – y tras la pausa, añadió vacilante-: Puede que hasta tengas que trabajar.

Aquello ya era demasiado. Changez me miró con cara asustada.

– ¡Qué divertido! ¿Eh? -le dije.

Así que estuvimos allí sentados, hablando del asunto. Changez se marcharía con ella. Ya no podía echarse atrás.

Y mientras miraba a Jamila pensé en la mujer extraordinaria en que se había convertido. Aquél no era su día y, además, muchas veces me trataba con desdén, la muy arrogante, pero había que reconocer que tenía una gran fuerza de voluntad, un saber disfrutar del mundo y una energía inagotable para el amor. Su feminismo, ese sentido del yo y de lucha que generaba, los proyectos y planes que tenía, las relaciones que establecía -que quería así y no asá-, las cosas que había aprendido por sí sola y la sabiduría que eso le había dado parecían iluminarla aquella noche en que iba a dar un nuevo paso, como mujer india, para llevar una vida útil en la Inglaterra blanca.

Como disponía todavía de bastante tiempo libre hasta que se reanudaran los ensayos, pedí prestada la furgoneta a Ted y ayudé a Jamila y al Asesino del Consolador a instalarse en su nuevo hogar. Al llegar con la furgoneta llena hasta los topes de libros de bolsillo, las obras completas de Conan Doyle y artículos sexuales varios, me quedé pasmadísimo cuando vi un gran caserón de estilo señorial. Un tanto alejado de la carretera principal y parapetado detrás de un tupido seto. Había retazos de lona medio podridos, bañeras viejas, hojas sueltas de revistas y escombros empapados esparcidos por todo el jardín. Hasta aquella casa majestuosa se estaba resquebrajando como se cuartea una pintura ya antigua. El agua de una cañería reventada caía como una cascada por las paredes y tres cabezas rapadas del lugar, con el aspecto respetabilísimo de funcionarios de la administración -a pesar de que uno de ellos llevaba una telaraña tatuada en la cara-, estaban fuera y se burlaban de nosotros.

El interior se hallaba abarrotado de vegetarianos, los vegetarianos con mayor iniciativa y más trabajadores que he visto en mi vida, serios pero ocurrentes, licenciados en esto o en aquello, que hablaban de Cage y Schumacher mientras limpiaban la cisterna con sus monos azules y sus trajes de faena. Changez se quedó parado delante de una pancarta en la que se leía: «América, ¿dónde estás? ¿Acaso no te importan ni tus hijos ni tus hijas?» Changez parecía un Oliver Hardy en una habitación atestada de Paul Newmans y estaba tan asustado como un chiquillo en su primer día de escuela. Cuando alguien pasó por su lado con paso apresurado y soltó «La civilización va por el mal camino», Changez puso la cara del que habría preferido estar en cualquier sitio menos en Utopía. A pesar de que no vi cartas del tarot, sí oí decir a alguien que tenía la intención de «hacerle el amor al jardín». Dejé a Changez allí y me fui a casa sin perder un minuto para añadir nuevas pinceladas a su personaje.