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No había secreto que se me resistiera mucho tiempo. No limité el campo de mis investigaciones a mamá. Así fue como descubrí que papá, a pesar de tener las cuerdas vocales reposadas, ejercitaba mucho los ojos: eché una ojeada a su maletín y encontré libros de Li Po, Lao Tzu y Christmas Humphreys.

Sabía que lo más interesante que podía ocurrir en aquella casa era que alguien llamara por teléfono y, al preguntar por papá, pusiera a prueba su silencio. Así que cuando una noche sonó ya tarde, a las diez y media, me aseguré de llegar el primero y, al oír la voz de Eva, me di cuenta de que yo también tenía un montón de ganas de tener noticias suyas.

– Hola, mi chiquitín dulce y travieso -dijo-, ¿dónde se ha metido tu padre? ¿Por qué no me habéis llamado? ¿Qué estás leyendo?

– ¿Qué me recomiendas, Eva?

– Será mejor que vengas a verme y así te llenaré la cabeza de ideas licenciosas.

– ¿Cuándo te va bien que vaya?

– No preguntes: te presentas y listo.

Fui a buscar a papá, y precisamente lo encontré en pijama, pegado a la puerta del dormitorio. Agarró el auricular con ímpetu. No me podía creer que fuera a hablar en su propia casa.

– Hola -dijo con voz áspera, como si hubiera perdido la costumbre de usar la voz-. Eva, cielo, me alegro de hablar contigo, pero es que me he quedado sin voz. Una irritación de laringe, supongo. ¿Quieres que te llame desde el despacho?

Me fui a mi habitación, puse la gran radio marrón en marcha y, mientras esperaba que se calentara, empecé a pensar en todo aquel asunto.

Aquella noche, mamá volvió a dibujar.

Otra de las cosas que ocurrieron, lo que hizo que me diera cuenta de que «Dios» -como había empezado a llamar a papá- estaba tramando algo, fue un sonido muy extraño procedente de su habitación que me pareció oír cuando iba a acostarme. Pegué la oreja a la pintura blanca de la puerta. Sí, en efecto, Dios estaba hablando solo, pero no con un tono íntimo, sino más bien despacito, de una manera más solemne que de costumbre, como si se estuviera dirigiendo a una multitud. Hacía silbar las eses y exageraba su acento indio. Llevaba años esforzándose en parecer más inglés, en llamar menos la atención con su acento ridículo y ahora lo estaba recuperando todo de nuevo a marchas forzadas. ¿Por qué?

Un sábado por la mañana, unas semanas más tarde, me llamó a su habitación y me dijo muy misterioso:

– ¿Estás libre esta noche?

– ¿Esta noche?, ¿para qué?

– Voy a hablar en público -confesó, incapaz de disimular lo orgulloso que se sentía.

– ¿En serio? ¿Otra vez?

– Sí, me lo han pedido. A propuesta del público.

– Eso es fantástico. ¿Y dónde va a ser?

– El lugar es secreto -repuso, dándose unas palmaditas en el estómago con alegría. Eso era lo que más le apetecía: aparecer en público-. Todo Orpington me espera con impaciencia. Voy a ser más famoso que Bob Hope. Pero no se lo comentes a tu madre, no entiende mis apariciones en absoluto…, en realidad, tampoco entiende mis desapariciones. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, papá.

– Muy bien, muy bien. Prepárate.

– Que prepare ¿el qué?

Entonces me acarició la cara con ternura con el dorso de la mano.

– Estás emocionado, ¿a que sí? -Yo no dije nada-. Te gusta eso de ir de un sitio a otro.

– Sí -admití con timidez.

– Y a mí me gusta que vengas conmigo. Te quiero mucho. Estamos creciendo juntos, sí señor.

Tenía razón, estaba ansioso por su segunda aparición en público. Me encantaba la actividad, pero antes tenía algo importante que averiguar: quería saber si papá era un mero charlatán o si realmente había algo de verdad en lo que hacía. Al fin y al cabo, tenía a Eva impresionada y, además, había conseguido lo más difíciclass="underline" había dejado a Charlie maravillado. Con ellos su magia había surtido efecto, y por eso le había concedido el apodo de «Dios», pero con reservas. Todavía no tenía pleno derecho a ese nombre. Lo que quería averiguar era si, ahora que empezaba a abrirse camino, papá tenía realmente algo que ofrecer a la gente o si, por el contrario, iba a resultar un excéntrico más.

2

Papá y Anwar habían sido vecinos en Bombay y eran amigos íntimos desde los cinco años. El padre de papá, el médico, se había construido una preciosa casita de madera de techo bajo en la playa para él, su esposa y sus doce hijos. Papá y Anwar solían dormir en el porche y, al alba, echaban a correr hacia el mar y nadaban juntos. Iban a la escuela montados en un rickshaw tirado por un caballo. Los fines de semana jugaban al criquet y, después de la escuela, había partidos de tenis en la pista privada de la familia. Los criados hacían de recogepelotas. Muy a menudo, los partidos de criquet eran contra británicos y había que dejarles ganar. Además, había disturbios y manifestaciones constantemente y luchas entre hindúes y musulmanes. A veces uno hasta podía encontrarse a sus amigos y vecinos hindúes soltando retahilas de insultos a la puerta de su casa.

Sin embargo, también había fiestas a las que ir, porque Bombay era el centro de la industria cinematográfica y uno de los hermanos mayores de papá editaba una revista de cine. A papá y a Anwar les encantaba pavonearse y hablar de todas las actrices que conocían y a las que habían besado. Una vez, cuando tenía siete u ocho años, papá me dijo que de mayor yo debería ser actor: vivían bien, me dijo, y ganaban mucho en relación con el poco trabajo que tenían que hacer. Sin embargo, en el fondo lo que quería era que fuera médico, así que nunca se volvió a hablar del asunto. En la escuela los consejeros de estudios decían que debía entrar en Aduanas… Evidentemente creían que yo tenía un talento natural para meter las narices en maletas ajenas.

Sin embargo, lo que mamá quería era que me alistara en la Marina, basándose, según creo, en mi afición a los pantalones acampanados.

Papá había disfrutado de una infancia idílica y, a menudo, al oírle contar sus aventuras con Anwar, me preguntaba por qué habría condenado a su propio hijo a un asfixiante suburbio de Londres del que se decía que, cuando alguno de sus habitantes se ahogaba, no veía pasar ante sus ojos su vida entera, sino los dobles cristales de sus ventanas.

Fue más tarde, al llegar a Inglaterra, cuando papá se dio cuenta de lo complicada que podía llegar a ser la vida práctica. Nunca en su vida había cocinado, nunca había lavado un plato, nunca había sacado lustre a un par de zapatos ni había hecho una cama. Para eso estaban los criados. Papá nos dijo que, cuando trataba de recordar la casa de Bombay, nunca conseguía ver la cocina: jamás había puesto los pies en ella. Aun así, recordaba que habían despachado a su criado favorito por mal comportamiento en la cocina: un buen día preparaba tostadas tumbado en el suelo y sujetando la rebanada de pan entre los dedos de los pies encima de la llama, y en otra ocasión limpiaba el apio con un cepillo de dientes; su propio cepillo, no el de su señor, aunque eso no le sirvió de excusa. Incidentes como éste han hecho de papá un socialista…, eso si es que alguna vez fue socialista.

Aunque a mamá le fastidiaba la inutilidad aristocrática de papá, hay que reconocer que se sentía orgullosa de su familia. «Son más importantes que los Churchill -decía a la gente-. Le llevaban a la escuela en un carruaje de caballos.» Con eso sabía que ya no había confusión posible entre papá y la oleada de campesinos indios que desembarcaron en Gran Bretaña en los años cincuenta y sesenta, y de los cuales se decía que no estaban demasiado familiarizados con los cubiertos y nada en absoluto con los wateres, pues solían sentarse en cuclillas encima de la taza y cagaban desde lo alto.