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Con pocas cosas disfrutaba más que creando el personaje Changez Tariq. Con una cerveza y un cuaderno encima del escritorio, y concentrándome por primera vez desde la infancia en algo que me interesaba de verdad, las ideas se agolpaban en mi cabeza, la una llevaba a la otra, como los pañuelos de un ilusionista. Descubrí conceptos, asociaciones de ideas y proyectos que ni siquiera sabía que tenía. A medida que iba completando mi trabajo con nuevos detalles y pinceladas me sentía más vivo y más cargado de energía. Trabajaba a un ritmo regular y escribía un diario. Entonces me di cuenta de que la creación era un proceso de crecimiento que no se podía acelerar y que requería mucha paciencia y, lo más importante, amor. Me sentía más estable y mi cabeza había dejado de ser una especie de pantalla de cine en la que se reflejaban vacilantes un sinfín de impresiones. El esfuerzo valía la pena, tenía un sentido y confería una armonía a todos los elementos que integraban mi vida. Y eso era precisamente lo que Pyke me había enseñado: lo que podía llegar a ser una vida creadora. De modo que, a pesar de lo me había hecho, mi admiración por él no había muerto. Nada le reprochaba; estaba dispuesto a pagar el precio de su romanticismo y gusto por la experimentación. Era consciente de que no podía hacer otra cosa que perseguir con empeño lo que quería y dejarse llevar por sus sentimientos dondequiera que le guiaran, aunque fuera hasta mi culo y el coño de mi novia.

Cuando volví a pasar por la comuna al cabo de unas semanas para recoger más ideas para Changez/Tariq y para ver cómo se había adaptado Changez, vi que habían desbrozado el jardín. Había montones de andamios listos para montar alrededor de la casa. Iban a arreglar el tejado. Tío Ted les daba consejos para remozar la casa y ya había pasado a ayudarles varias veces.

Me gustaba ver a todos esos vegetarianos y a sus camaradas trabajar codo con codo, aunque se pasaran el rato llamándose camaradas. Me gustaba quedarme hasta tarde y beber con ellos, y eso que lo único que les iba era el vino orgánico. Y, cuando por fin les convencía de que quitaran «Nashville Skyline», Simón -el abogado radical de pelo corto, encorbatado y sin barba que parecía dirigirlo todo- ponía a Charlie Mingus y la Mahavishnu Orchestra. Me aconsejó qué tipo de jazz podía gustarme porque, francamente, la música que oía últimamente me tenía muerto de aburrimiento.

Y, mientras estábamos allí sentados, hablaban de cómo se podía construir una sociedad más equitativa. Yo nunca decía palabra, por miedo a parecerles un estúpido; pero sabía que tenían razón. A diferencia de la pandilla de Terry, este grupo de gente no ambicionaba el poder. Según Simón, el verdadero problema radicaba no ya en cómo derrocar a la gente que actualmente estaba en el poder, sino en cómo destruir el principio de poder en sí.

Por la noche, al regresar a casa de Eva, o de Eleanor, siempre deseaba haberme podido quedar con Jamila y Ghangez. Estaba convencido de que las ideas más innovadoras pasaban por aquella casa. Sin embargo, había un espectáculo que ensayar y Louise Lawrence ya tenía lista una tercera parte del texto. Íbamos a estrenar al cabo de unas pocas semanas, había un montón de cosas que hacer y yo estaba asustadísimo.

15

Fue precisamente observando a Pyke mientras ensayaba con su chándal azul de siempre -de pantalones ajustados que le ceñían tanto el trasero como una funda de cojín y le resaltaba el pequeño pene mientras iba ajetreado de aquí para allá- cuando empecé a sospechar que me habían engañado muy seriamente. Esa polla, que me había metido por el culo hasta arriba, mientras Marlene nos animaba como si estuviera presenciando un combate de lucha libre y Eleanor se servía una copa, prácticamente me había partido en dos. Y ahora empezaba a darme cuenta de que aquel desgraciado me estaba jodiendo de otra manera. Tendría que cerciorarme.

Le miré con mayor detenimiento. Era un buen director, porque le gustaba la gente, aunque fuera problemática. (Consideraba a la gente problemática un rompecabezas que había que resolver.) Y los actores le querían también porque sabían que, siempre que les diera la oportunidad, conseguían dar por sí solos con la manera más apropiada de enfocar un personaje. Eso era todo un halago para ellos, y a los actores les encantan los halagos. Pyke nunca se enfadaba ni presionaba para que uno fuera en una dirección que no consideraba la correcta. Su método para manipular a los demás era mucho más sutil y efectivo. Pero el caso es que yo no estaba pasando una buena temporada. Los demás actores, sobre todo Carol, se enfadaban a menudo conmigo porque era más lento y más obtuso que ellos. «Karim tiene todos los ases para ser actor: ni técnica, ni experiencia, ni presencia», dijo Carol en una ocasión.

Por esa razón Pyke se vio obligado a repasar conmigo todas y cada una de las palabras y gestos de la primera escena. Mi mayor temor era que, llegado el momento de entregar el guión definitivo, Lawrence y Pyke me asignaran únicamente un papel insignificante que me tuviera holgazaneando entre bastidores como al idiota de turno. En cambio, el día en que Louise tuvo el guión definitivo, descubrí con sorpresa que tenía un papel estupendo. Me moría de ganas de representarlo.

«El trabajo de actor es un trabajo muy curioso -nos había dicho Pyke-. Intentas convencer a la gente de que eres otra persona, de que ése no eres tú. Pero, para conseguirlo, hay que hacer lo siguiente: cuando encarnas a un personaje, cuando representas a alguien que no eres tú, tienes que ser tú mismo. Para lograr que ese ser ajeno a ti parezca real tienes que recurrir a tu auténtico yo. Un gesto fuera de lugar, una nota equivocada o cualquier otra cosa fingida y el público te cala tan deprisa como a un católico desnudo en medio de una mezquita. Cuanto menos te alejes de ti al actuar, mejor que mejor. Es la paradoja de las paradojas: ¡Para conseguir parecer otra persona, tienes que ser tú mismo!» ¡Eso lo aprendí!

Durante el invierno estuvimos en el norte de gira con el espectáculo y lo representamos en varios talleres de teatro y centros de arte. Nos alojábamos en hoteles que parecían neveras y cuyos propietarios consideraban a sus huéspedes poco más que ladronzuelos. Dormíamos en habitaciones sin calefacción, con el lavabo al fondo del pasillo; no había teléfono y se negaban a servir el desayuno después de las ocho. «Basta con ver cómo duermen y comen los ingleses para que te entren ganas de emigrar a Italia», repetía Eleanor todos los días a la hora del desayuno. Para Carol, en cambio, lo único que importaba era Londres: el norte era Siberia y sus gentes unas bestias.

Yo encarnaba al típico inmigrante recién llegado de un pueblecito indio. Insistí mucho en que me dejaran preparar el vestuario porque sabía que podía encontrar algo apropiado. Por fin me decidí por unas botas blancas con plataforma, unos pantalones acampanados de color cereza, que se me pegaban al trasero como el envoltorio de un caramelo y parecían revolotear alrededor de mis tobillos, y una camisa de lunares con un cuello «concorde» enorme colocado por encima de las solapas de la americana.

En nuestra primera función, tan pronto como pisé el escenario cagado de miedo, delante de un público de veinte personas, se oyeron carcajadas, vacilantes al principio, eso sí, pero desaforadas en cuanto tuvieron el tiempo suficiente de asimilar todo el conjunto. A medida que seguía con mi actuación, me sentía flotar de puro placer. Mi personaje era un pobre desgraciado de lo más cómico. Todos los demás tenían las réplicas más agudas, análisis políticos interminables y ataques furibundos contra gobiernos laboristas pusilánimes, pero yo era el único que despertaba el entusiasmo del público. Reían todas mis gracias, relacionadas con las aspiraciones sexuales y las humillaciones que sufre todo indio en Inglaterra. Desgraciadamente, las escenas más importantes eran las que tenía que hacer con Carol, que me miraba con malos ojos desde el primer día. Al terminar la tercera función y ya en los camerinos, gritó: