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– ¡Pero si no hay quien trabaje con este tío! ¡Eso no es actuar ni es nada!

Y corrió a llamar por teléfono a Pyke, que estaba en Londres.

Matthew había regresado a Londres en coche a mediodía. Había ido directo desde Manchester sólo por acostarse con una abogada soberbia que se había encargado de la defensa de algunos terroristas y de gente que luchaba por la libertad.

– Es una oportunidad única, Karim -me confesó-, Al fin y al cabo, a la policía la conozco como la palma de mi mano, pero lo que es la ley, ese pilar de nuestra sociedad, quiero tenerla bien cerquita, reposando en mi almohada si es necesario. -Y salió disparado a toda velocidad, dejándonos a merced del público y de la lluvia.

A lo mejor, Pyke estaba en la cama hablando del destino de los ocho de Bradford o de los seis de Leeds cuando Carol le llamó por teléfono. Me lo imaginaba muy cuidadoso en su cortejo de la abogada. Seguro que había pensado en todo -champán, hachís, flores- para luego poder estar seguro de que le recordaría siempre y con pasión. Y en ese momento Carol le estaría incordiando por teléfono diciéndole con su tono convincente que daba la impresión de que Karim estaba representando una obra distinta que los demás, una farsa, quizá. Sin embargo, al igual que la mayoría de la gente con talento que tiene éxito de público, Pyke tenía una cierta vena vulgar. Me defendió a capa y espada.

– Karim es la clave del espectáculo -le dijo a Carol.

Cuando regresamos a Londres después de haber pasado por diez ciudades, volvimos a reanudar los ensayos y a prepararnos para los preestrenos en un centro de arte del West End, bastante cercano al piso de Eva. Era un sitio muy a la moda, en el que sólo tenían cabida las últimas tendencias internacionales en materia de danza, escultura, cine y teatro. Llevaban el centro un par de estetas con muchísima sensibilidad y un gusto de una pureza y austeridad tales que, a su lado, Pyke parecía rococó. Solía sentarme con ellos en el restaurante y les escuchaba hablar de la nueva danza y de algo muy innovador llamado «performance» mientras comía soja germinada. Así que fui a ver una «performance». En ésta en concreto un hombre vestido con un mono arrastraba un trozo de Camembert, que llevaba atado a un cordel, por el interminable suelo desnudo del escenario. A su espalda, dos chicos vestidos de negro tocaban la guitarra. La «performance» se llamaba Trozo de queso. Al terminar, oí a la gente decir: «Me ha gustado especialmente la originalidad de la imagen.» La experiencia resultó de lo más educativa. Nunca había oído verter tanto veneno para hablar sobre cuestiones que nunca me había tomado en serio. Para los estetas, al igual que para Pyke (pero mucho peor), la actuación de un actor o el especial talento de un dramaturgo, cuyo trabajo había visto con Eleanor y considerado «prometedor» o «un tanto farragoso», era tan importante como los terremotos o las bodas. «Ojalá se mueran de cáncer», decían de esos artistas. También me había imaginado que querrían reunirse con Pyke para hablar de Stanislavsky, Artaud y demás, pero el caso es que no podían verse ni en pintura. Aquel par de estetas apenas mencionaban al hombre que estaba ensayando su espectáculo en su teatro, salvo en términos como «ese hombre que se plancha los tejanos» o «Calibán». Ese par de estetas contaba también con la ayuda de un escuadrón de burguesitas que iban vestidas con exquisitez y cuyos padres eran peces gordos de la televisión. Era una situación de lo más curiosa: se trataba de un teatro subvencionado, y en él todo el mundo era radical, pero daba la impresión de que lo único que buscaban los que trabajaban allí -periodistas, admiradores de la compañía, otros directores y actores- era una respuesta a una pregunta muy concreta: ¿Va a ser un éxito el espectáculo?

Para escapar a esa escalada de nervios y tensión, un domingo por la mañana fui a visitar a Changez a su nuevo hogar. Los vegetarianos eran gente estupenda, pero no estaba muy seguro de cómo iban a reaccionar cuando descubrieran que Changez era un holgazán inútil y gordinflón con el que iban a tener que cargar.

A primera vista no le reconocí. Y, en parte, era debido al nuevo ambiente en el que estaba viviendo. Burbuja estaba sentado en la cocina comunal, toda de madera de pino, rodeado de plantas y de montones de periódicos radicales. Colgados en la pared había carteles que anunciaban manifestaciones contra Sudáfrica y Rhodesia, mítines y vacaciones en Cuba y Albania. Changez se había cortado el pelo, el bigotito a lo Flaubert había desaparecido de debajo de su nariz y llevaba un mono de color gris enorme abotonado hasta el cuello.

– Pareces un mecánico de coches -le dije.

Changez me dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Entre otras razones, estaba radiante porque se acababan de retirar los cargos por agresión que había contra él una vez comprobado que Anwar había fallecido como consecuencia de un ataque cardíaco.

– De ahora en adelante, voy a aprovechar la vida al máximo, yaar -me dijo.

Sentados a la mesa con Changez estaban Simón y una chica rubia, Sophie, que comía bollos y que acababa de regresar después de haber estado vendiendo periódicos anarquistas a la entrada de una fábrica.

Cuando, para gran sorpresa mía, Changez se ofreció para ir a la tienda a comprar leche, aproveché para preguntarles cómo andaban las cosas con Changez, si todo marchaba bien. ¿Conseguía arreglárselas solo? Supongo que por el tono de mis preguntas debieron de pensar que consideraba a Changez una especie de retrasado mental. Sin embargo, a Simón y a Sophie les era simpático. En una ocasión, Sophie se refirió a él como al «inmigrante incapacitado» y supongo que el Asesino del Consolador era exactamente eso. Quizá aquello le diera cierta respetabilidad en aquella casa. Por lo menos, había tenido la prudencia de no hablar con detalle de que procedía de una familia propietaria de caballos de carreras. Y debió de omitir también todas esas historias que solía contarme sobre la infinidad de criados que había tenido y su análisis de las cualidades que -a su juicio- eran básicas en todo criado, cocinero o barrendero que se preciara.

– Me encanta la vida de comuna, Karim -me confesó Changez ese mismo día, cuando salimos a dar un paseo-. Se respira un ambiente familiar pero sin incordios de tías y tíos. Pero eso de las reuniones, yaar… Hay una cada cinco minutos. Y hay que sentarse a hablar de esto y de lo de más allá, del jardín, de la cocina, de la situación de Inglaterra, de la situación de Chile, de la situación de Checoslovaquia. ¡Si es que esto es una democracia que ha perdido los estribos, yaar! Pero, de todos modos, sigue siendo sorprendente la de desnudos que ves todos los días.

– ¿Qué desnudos?

– Los desnudos totales. Desnudos integrales.

– ¿Qué tipo de desnudo integral y total?

– En esta casa hay cinco chicas y Simón y yo somos los únicos representantes del sexo masculino. Pues bien, esas chicas, fieles al principio comunista según el cual no hay de qué avergonzarse, se pasean sin ropa, ¡con los pechos al aire y sin sujetador! ¡Con la mata sin hoja de parra!