– ¡Por Dios…!
– Pero es que no me puedo quedar aquí…
– ¿Cómo? ¿Después de todo lo que me has dicho? ¿Y por qué no, Burbuja? ¡Fíjate dónde te he ido a meter! ¡Piensa en todos esos pechos sin sostenes a la hora del desayuno!
– Karim, me destroza el corazón, yaar, pero es que Jamila ha empezado a soltar grititos con ese chico tan simpático, Simón. Duermen en la habitación de al lado y todas las noches tengo que soportar el alboroto que organizan en la cama. Me va a reventar los tímpanos hasta el día del Juicio Final.
– Pero eso tenía que ocurrir un día u otro, Changez. Si quieres, te compraré unos, tapones para los oídos. -Y me entraron ganas de reír al imaginarme a Changez escuchando cómo alguien se tiraba noche tras noche al amor de su vida-. Oye, ¿y por qué no te cambias de habitación?
Changez negó con la cabeza.
– Me gusta estar cerca de ella. Me gusta oír cómo se mueve. Reconozco todos y cada uno de los ruidos que hace. A veces está sentada, otras está leyendo. Me gusta saberlo.
– ¿Quieres que te diga una cosa, Changez? A veces, el amor se parece mucho a la estupidez.
– El amor será siempre amor y es eterno. En Occidente ya no existe el amor romántico. Lo cantan mucho por la radio, pero en este país nadie sabe querer de verdad.
– ¿Y qué me dices de Eva y papá? -le repliqué, con seguridad-. No me digas que eso no es romántico.
– Eso es adulterio. Está muy mal.
– Ah, ya.
Me alegraba ver a Changez tan animado. Parecía estar contento de haber salido de su antiguo letargo para iniciar una nueva vida, una vida que nunca habría imaginado que encajara con él.
Mientras ganduleábamos por ahí me di cuenta de lo pobre que era y lo muy abandonada que estaba aquella zona -el sur de Londres- comparada con el Londres en el que entonces vivía. La gente sin empleo vagaba por las calles sin lugar donde caerse muerta, los hombres con sus abrigos deslucidos y las mujeres con sus zapatos viejos y sin medias. Mientras paseábamos y mirábamos a nuestro alrededor, Changez me confesó lo mucho que le gustaban los ingleses, lo educados y considerados que eran.
– Son todos unos caballeros. Especialmente las mujeres. No están todo el rato tratando de humillarte como las indias.
Esos caballeros a los que se refería tenían un aspecto poco saludable y un cutis grisáceo. Las casas parecían campamentos provisionales para prisioneros de guerra; había perros campando por doquier, basura esparcida pior todas partes, pintadas. Habían plantado unos arbolillos y, a pesar de que los habían tratado de proteger con una cerca metálica, de todos modos habían acabado arrancados de cuajo. En las tiendas sólo se veía ropa de mala calidad y pésima confección. Todo tenía un aspecto raído y de baratillo, y lo peor era cuando trataban de deslumhrar.
Probablemente, Changez debía de ir pensando lo mismo que yo, porque dijo:
– A lo mejor me siento como en casa porque me recuerda a Calcuta.
Cuando le dije que había llegado la hora de marcharme, le cambió el humor. De la melancolía pasó bruscamente a la agresividad del hombre de negocios, como si se hubiera preparado con antelación lo que iba a decir y hubiera llegado el momento de soltarlo.
– Dime una cosa, Karim, ¿no me estarás usando para tu personaje del espectáculo, no?
– No, Changez. Ya te lo dije.
– Sí, me diste tu palabra de honor.
– Sí, eso es. ¿Estamos?
Se quedó pensativo un momento.
– Claro que, al fin y al cabo, ¿qué significa tu palabra de honor?
– Pues todo, tío, todo, ¡por el amor de Dios! ¡Vamos, Changez, si es que ahora resultará que te estás convirtiendo en un asqueroso fariseo!
Pero Changez me miró muy serio, como si no me creyera, el muy cabrón, y luego desapareció en el sur de Londres con sus andares de pato.
Al cabo de unos días, cuando ya llevábamos unos cuantos preestrenos de la obra en Londres, Jamila me telefoneó para decirme que habían atacado a Changez debajo de uno de ios puentes del ferrocarril cuando regresaba de una de sus sesiones con Shinko. Era una de esas típicas noches de invierno del sur de Londres -silenciosas, oscuras, frías, húmedas y con niebla- cuando una banda se abalanzó sobre él y le llamó paqui, sin reparar en que era indio. Le habían dejado molido a patadas y hasta habían intentado grabarle las iniciales del Frente Nacional en la barriga con una cuchilla de afeitar, pero acabaron por huir a la carrera cuando Changez puso en marcha la sirena de su alarido guerrero musulmán, que debieron de oír hasta en Buenos Aires. Como era de esperar, se había llevado un susto tremendo y estaba cagado de miedo y muy afectado, me contó Jamila. Pero hay que reconocer que enseguida supo aprovecharse del buen corazón de los demás. Ahora Sophie se encargaba de llevarle el desayuno a la cama y hasta le habían dispensado de varios turnos de cocina y de lavar los platos. La policía, que ya empezaba a hartarse de Changez, llegó a insinuar que se había revolcado bajo el puente a propósito y se había autolesionado sólo para desacreditarles.
Aquel ataque contra Changez me enfureció y pregunté a Jamila si podía hacer algo por ellos. Sí, este tipo de ataques se repetían cada dos por tres, así que lo mejor era que participara con Jamila y sus amigos en una marcha de protesta convocada para el sábado siguiente. El Frente Nacional iba a desfilar por el barrio asiático. Se esperaba una reunión fascista ante el Ayuntamiento, ataques contra comercios propiedad de asiáticos, y muchas vidas iban a correr peligro. La gente del barrio estaba asustada. Nada se podía hacer por evitarlo: la única opción era manifestarse y que se oyera nuestra voz. Le dije que no faltaría.
Últimamente no me acostaba con Eleanor más que una vez a la semana. Aunque no habíamos hablado nada al respecto, me trataba con cierta frialdad. Eso no me preocupaba; después de los ensayos prefería irme a casa a pasar miedo solo. Me estaba preparando para el estreno y me paseaba por el piso caminando como Changez, pero no tratando de caricaturizarle, sino más bien de meterme en su pellejo. El mismísimo Robert de Niro se habría sentido orgulloso de mí.
Daba por sentado que Eleanor se pasaba las noches en fiestas con sus amigos. A menudo me invitaba, es verdad, pero ya había tenido ocasión de comprobar que, después de estar dos horas en compañía de su pandilla, me aburría y me entraba una apatía tremenda. La vida había ofrecido sus labios a toda esa gente, pero al ver cómo se arrastraban de fiesta en fiesta para ver las mismas caras y repetir siempre lo mismo, noche tras noche, vi que en realidad se trataba del beso de la muerte, y me di cuenta de lo débiles e incapaces que llegaban a ser. ¿Qué pasión, deseo o hambre podían alimentar repantigados en sus saloncitos de Londres? Dije a mi consejero político, el sargento Monty, que no valía la pena odiar a la clase dominante, pero él no estaba de acuerdo. «Su autocomplacencia todavía les hace peores», argumentó.
Cuando telefoneé a Eleanor y le dije que había que unirse a la manifestación para hacer frente a los fascistas, su reacción me extrañó, sobre todo teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a Gene. Parecía navegar en un mar de dudas. Por una parte estaba lo de las compras en Sainsbury's y luego lo de la visita al hospital a fulanito de tal.
– Nos veremos en la mani, cariño -dijo por fin-. Es que tengo la cabeza un poquito liada.
Colgué el auricular.
Ya sabía lo que iba a hacer. Se suponía que tenía que ir a reunirme con Jamila, Changez, Simón y Sophie y todos los demás en el caserón aquella misma mañana, pero ¿qué más daba? Iba a llegar tarde y, como no quería perderme la manifestación, iría directamente.
Esperé una hora y cogí el metro en dirección norte, hacia la casa de Pyke. Me metí en el jardín de la casa que estaba justo enfrente de la suya, me senté en un tronco y me puse a observar la casa de Pyke a través de un pequeño claro del seto. Y fue pasando el tiempo. Empezaba a ser bastante tarde. Tendría que coger un taxi para llegar a la manifestación a tiempo. Bueno, tanto daba, siempre que Jamila no me pillara cuando me estuviera apeando del taxi… Después de tres horas de espera, vi a Eleanor llegar a casa de Pyke. ¡Menudo genio estaba hecho! ¡Lo había adivinado! Eleanor llamó al timbre y Pyke le abrió la puerta de inmediato. No hubo ni un beso, ni una caricia, ni una sonrisa: sólo la puerta que volvía a cerrarse tras de ella. Y luego, nada. ¿Qué estaba esperando? No podía apartar los ojos de la puerta cerrada. ¿Y qué iba a hacer? Eso era algo que no me había planteado. La marcha y la manifestación habrían empezado hacía un buen rato. Quizá Pyke y Eleanor tuvieran la intención de ir. Les esperaría; me dejaría ver, les diría que pasaba por allí y me llevarían en coche con ellos.