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Esperé otras tres horas. Debían de haber comido un poco tarde. Empezaba a oscurecer. Cuando Eleanor volvió a salir la seguí hasta la estación de metro, entré en el vagón detrás de ella y fui a sentarme delante de sus narices. ¡Menuda sorpresa se llevó cuando alzó los ojos y me vio allí sentado!

– ¿Qué estás haciendo en la línea Bakerloo? -me preguntó.

Bueno, no tenía ganas de andarme con evasivas. Me senté a su lado y, a bocajarro, le pregunté qué había ido a hacer a casa de pyke en lugar de estar enfrentándose a los fascistas.

Eleanor se echó el pelo hacia atrás, miró a su alrededor como si buscara una escapatoria y luego dijo que a mí también podría haberme hecho la misma pregunta. No me miraba, pero tampoco estaba a la defensiva.

– Pyke me atrae -dijo-. Es un hombre interesante. Y puede que no te hayas dado cuenta, pero hoy en día no abundan precisamente.

– ¿Vas a seguir acostándote con él?

– Sí y sí, siempre que me lo pida.

– ¿Cuándo empezó todo esto?

– Aquel día… el día que fuimos a su casa a cenar y Pyke y tú os hicisteis todas esas cosas.

Apretó su mejilla contra la mía. La suavidad y el perfume de su piel casi hicieron que me desmayara.

– ¡Ay, amor mío! -dije.

– Pero quiero que estés conmigo, Karim -dijo-. He hecho mucho por ti, pero no puedo permitir que nadie (un hombre) me diga lo que tengo que hacer. Si Pyke quiere que esté con él, tengo que dejarme guiar por mis sentimientos. Y te lo pido por favor: no vuelvas a seguirme.

Las puertas del vagón ya se estaban cerrando pero, aun así, conseguí colarme fuera. Mientras atravesaba el andén decidí que iba a romper con Eleanor. Tendría que verla en el teatro todos los días, pero ya no la volvería a tratar como a una amante. Así que mi primer gran amor se había terminado. Pero habría otros. Eleanor prefería a Pyke. El dulce de Gene, su amante negro, el mejor mimo de Londres, el que vaciaba orinales en teleseries de hospitales, se había suicidado porque todos los días, a través de una mirada, de un comentario o de un gesto, los ingleses le repetían que le odiaban. Nunca le permitieron olvidar que le consideraban un negro, un esclavo, un ser inferior. Y nosotros cortejábamos tanto esas bellezas inglesas como cortejábamos a Inglaterra: porque gracias a ese galardón, a tanta gracia y belleza, podíamos mirar a la cara, con ojos desafiantes, al Imperio con toda su arrogancia, mirar a la cara a Espalda Peluda y al gran danés. Así pasábamos a formar parte de Inglaterra, aunque procurábamos mantenernos al margen con orgullo. Y, sin embargo, para alcanzar la verdadera libertad, había que librarse primero de todas las amarguras y resentimientos. ¿Cómo sería esto posible si todos los días se generaban nuevas amarguras y resentimientos?

Mandaría a Eleanor una nota digna, así sólo tendría que quitármela de la cabeza. Eso era lo más espinoso. En la vida todo parecía girar alrededor de los que se enamoraban. Enamorarse era fácil, pero nadie explicaba cómo se extirpaba ese amor de la cabeza. No sabía ni por dónde empezar.

Durante el resto del día estuve vagando por el Soho y hasta me tragué unas diez películas porno. La semana que siguió debí de pasar por una extraña depresión y malhumor y una especie de incapacidad para tratar a los demás, porque me importaba un rábano la que tendría que haber sido la noche más importante de mi vida: el estreno del espectáculo.

Durante los días que precedieron al estreno no hablé con el resto de los actores. El sentimiento de solidaridad que Pyke había conseguido crear entre nosotros se me antojaba entonces como una droga que, a pesar de haber conseguido crear la ilusión de que existía un cariño y compañerismo entre nosotros, empezaba a ceder para regresar sólo en destellos ocasionales, como el LSD. Seguía aceptando los consejos de Pyke como director, pero nunca volví a subir a su coche. Había admirado mucho su talento, su audacia y su capacidad para saltarse las convenciones; pero en aquel momento me sentía confundido. ¿Acaso no me había traicionado? Aunque, quizá, lo que pretendía era enseñarme cómo funcionaba el mundo. No sé. Sea como fuere, Eleanor debía de haberle contado lo ocurrido, porque Pyke se mantenía alejado de mí y se limitaba a mostrarse educado. Una vez, Marlene me mandó una nota que decía: «¿Dónde estás, cielito? ¿Por qué no vienes a visitarme, Karim, cariño?» No le respondí. Empezaba a estar más que harto de la gente del teatro y del espectáculo. Me estaba volviendo insensible. Era como si todo cuanto me había ocurrido no me importara. En ocasiones, me sentía furioso, pero la mayor parte del tiempo no sentía nada; era la primera vez que no sentía nada en absoluto.

Los camerinos estaban atestados de flores y de tarjetas y se dieron más besos en una hora que en todo París en un día entero. Hubo entrevistas para la televisión y la radio y un periodista me preguntó cuáles habían sido los acontecimientos más importantes de mi vida. Me hicieron varias fotografías junto al alambre de espino. (Noté que los fotógrafos sentían debilidad por el alambre de espino.) Procuraba mantener la mente ocupada, para no tener que mirar a Eleanor y para no odiar demasiado al resto de los actores.

Y, de pronto, llegó el gran momento, la noche de las noches, y ahí estaba yo, en el escenario, solo bajo la luz de los focos, delante de cuatrocientos ingleses blancos que me miraban. Soy consciente de que el texto, que para mí carecía ya de frescura y prácticamente de significado y que brotaba de mis labios con toda la resonancia de un «Hola, ¿qué tal estás?», cobraba vida y significado gracias al público, de tal modo que el espectáculo fue un éxito y yo estuve -y lo sé de buena tinta: la de los críticos- graciosísimo y correcto. Por fin.

Al término del espectáculo fui a tomarme una jarra de Guinness al camerino y, con un gran esfuerzo, conseguí arrastrarme hasta el vestíbulo. Y fue precisamente allí, delante de mis propias narices, donde se produjo aquella escena tan extraña e insólita para mí, sobre todo teniendo en cuenta que no había invitado a nadie al estreno.

De haberse tratado de una película, me habría frotado los ojos para demostrar que no daba crédito a lo que estaba viendo. Papá y mamá estaban charlando y sonreían. Esto no es precisamente lo que uno espera de sus padres. Ahí, entre punks sofisticados, pajaritas, zapatos lustrosos y mujeres con escotes exageradísimos en la espalda, estaba mamá, con un vestido azul y blanco, sombrero azul y sandalias marrones. No muy lejos de allí vi a mi hermano, el pequeño Allie. Lo primero que se me ocurrió al verlos es lo pequeñitos y tímidos que parecían papá y mamá, lo muy frágiles y avejentados que estaban y lo poco natural que parecía la distancia que los separaba. Te pasas la vida pensando en tus padres como en monstruos opresores y protectores que todo lo pueden y, de pronto, un día te vuelves y los pillas desprevenidos y resulta que no son más que personas débiles y aprensivas que tratan de salir adelante lo mejor que pueden.

Eva se me acercó con una copa y me dijo.

– Sí, una escena feliz, ¿no te parece?

Eva y yo nos quedamos ahí de pie, el uno junto al otro, y me habló del espectáculo.