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– Hablaba de este país -me explicó-, de lo insensibles y mezquinos que nos hemos vuelto. Barre esa visión mítica de la Inglaterra tolerante y bondadosa. Si hasta he notado un escalofrío en la nuca. Por eso sé que es un buen espectáculo. Tengo la costumbre de juzgar el arte por la reacción que desencadena en mi nuca.

– Pues me alegra que te ocurriera eso -le dije.

Saltaba a la vista que estaba inquieta, y yo no sabía qué decirle. Además, Shadwell estaba al acecho y esperaba a que Eva terminara de hablar conmigo. Y los ojos de Eva no estaban quietos ni un momento; no se acercaban siquiera a mamá y papá, como habría sido lo más natural, Se habrían devorado con la mirada. Cuando Eva se volvió hacia Shadwell, éste me sonrió y hasta se dirigió a mí.

– Me siento arrebatado, pero me resisto porque… -empezó.

Miré de nuevo a papá y mamá.

– Todavía se quieren, ¿no te das cuenta? -dije a Eva.

O quizá no lo dije, quizá sólo lo pensé. A veces es difícil saber a ciencia cierta lo que se ha dicho y lo que sólo se ha pensado.

Me alejé de allí y encontré a Terry acodado en la barra con una mujer cuyo aspecto no encajaba con el del público de habituales a los estrenos, gente perfumada y exhibicionista. Terry no me la presentó: no quería darle importancia. Y tampoco me dio la mano. Pero la que se presentó fue ella:

– Soy Yvonne, una amiga de Matthew Pyke, y soy agente de policía en el norte de Londres. El sargento Monty y yo -y aquí soltó una risita- estábamos comentando precisamente los procedimientos policiales.

– ¿En serio, Terry?

Nunca había visto a Terry así, tan abatido. Meneaba la cabeza continuamente, como si se le hubiera metido agua en los oídos, y no me miraba a la cara. Me tenía preocupado. Le puse una mano en la mejilla.

– ¿Qué te ocurre, Monty?

– No me llames así, cabrón. No me llamo Monty. Me llamo Terry y estoy cabreado. Y te diré por qué: me habría gustado estar en ese escenario. Podría haber sido yo; me lo merecía, ¿no? pero tuviste que ser tú. ¿Vale? Así que ahora me toca hacer de asqueroso policía.

Me marché. Al día siguiente ya se le habría pasado. Pero no, las cosas no iban a quedar así.

– ¡En, eh! ¿Adónde crees que vas? -Había venido tras de mí-. Tienes una misión que cumplir -me dijo-. Lo harás, ¿no? Dijiste que lo harías.

Me llevó aparte casi a rastras, lejos de todo el mundo para que nadie nos oyera. Me tenía agarrado del brazo y me estaba haciendo daño. Apenas lo notaba ya, pero no me moví.

– Ha llegado el momento -me dijo.

– Esta noche no puede ser -le advertí.

– ¿Que esta noche no puede ser? ¿Y por qué no? ¿Qué importancia tiene esta noche para ti? ¿Acaso es algo especial?

– Está bien -cedí, encogiéndome de hombros.

Le dije que haría cuanto estuviera en mi mano por cumplir. Sabía lo que se proponía y no iba a comportarme como un cobarde. Sabía a quién había que odiar.

– El Partido necesita fondos inmediatamente. Así que te dirigirás a un par de personas y les pedirás dinero.

– ¿Cuánto? -le pregunté.

– Eso lo dejamos de tu cuenta.

Me eché a reír.

– ¡No seas idiota!

– Cuidadito con lo que dices -me reprendió-. ¡Mucho cuidado con esa boquita! -Pero enseguida se rió y me miró con ojos burlones. Era un Terry nuevo para mí-. Todo el que puedas conseguir.

– ¿Así que me ponéis a prueba?

– Centenares -dijo-, necesitarnos centenares de libras. Pídeselas. Presiónales. Quítaselas si es necesario. Róbales los muebles. Se pueden permitir ese lujo. Llévate todo cuanto puedas ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Y me fui. Estaba más que harto. Pero Terry me volvió a agarrar del brazo, del mismo brazo.

– ¿Y ahora adónde coño vas?

– ¿Qué? -me sorprendí-. ¡No fastidies, hombre!

Terry estaba furioso, pero yo nunca me ponía furioso. Me importaba un comino lo que pudiera ocurrir.

– ¿Cómo piensas conseguir el dinero sin saber los nombres de las partes interesadas?

– Muy bien. Suelta esos nombres -le pedí.

Pero Terry se limitó a zarandearme hasta que me tuvo de cara a la pared. Ya no veía ver a mis padres: lo único que veía era la pared y a Terry. Terry apretaba los dientes con fuerza.

– Es la guerra de clases -me dijo.

– Eso ya lo sé.

Ahora me hablaba más bajito:

– Pyke es uno y Eleanor es el otro.

Me quedé atónito.

– ¡Pero si son mis amigos!

– Precisamente: a ver si lo demuestran.

– Terry, no.

– Karim, sí.

Se volvió y miró hacia el restaurante, atestado de gente.

– Un rebaño de lo más agradable. ¿Una copa?

– No.

– ¿Seguro?

Asentí con la cabeza.

– Hasta la vista entonces, Karim.

– Eso.

Cada uno se fue por su lado. Me quedé rondando por allí. Conocía a un montón de gente, pero apenas los reconocía. Sin embargo, de pronto tuve la desgracia de encontrarme frente a la única persona a la que quería evitar: Changez. Ahora deberíamos arreglar las cuentas. Estaba preparado. Un par de días atrás me había puesto tan nervioso al pensar en aquel momento que hasta traté de impedir que se presentara diciendo a Jamila: «No creo que a Changez le guste el espectáculo», pero, como era de esperar, Jamila soltó: «En ese caso lo traeré.» Changez me abrazó y me palmeó la espalda.

– Una obra muy buena y una interpretación de primera -dijo.

Le miré con recelo. Me sentía de lo más incómodo. Me habría gustado estar en otra parte. No sé por qué, pero tenía la sensación de que allí había gato encerrado. Me hallaba preparado. Estaba claro que aquélla no era mi noche.

– Vaya, pareces contento, Changez. ¿Qué es eso que te ha puesto tan risueño?

– No puede haberte pasado por alto. Mi Jamila está embarazada. -Le miré desconcertado-. Vamos a tener un hijo.

– ¿Un hijo tuyo?

– ¡No seas memo! ¿Cómo puede ser sin relaciones sexuales? Y sabes muy bien que no he tenido ese placer.

– Precisamente, dear Prudence [11]. En eso pensaba.

– Es de Simón de quien está embarazada. Pero todos vamos a compartirlo.

– ¿Así que va a ser un crío de la comuna?

Changez soltó un gruñido de aprobación.

– Será de toda la familia de amigos. Nunca me había sentido tan feliz.

Con aquello ya tenía más que suficiente, muchísimas gracias. No veía el momento de largarme y de irme a casa. Pero, antes de que hubiera tenido tiempo de marcharme, Changez movió su manaza, la buena. Retrocedí de un salto. «Yá está, me va a dejar hecho papilla -pensé-, ¡a mí, a un compatriota indio, en pleno vestíbulo de un teatro de blancos!»

– Acércate un poquitín más, actorazo -dijo-. Ven que vas a oír mi crítica. Me alegra que tu papel sea finalmente autobiográfico y que no te tentara la idea de basarte en mí. Afortunadamente te diste cuenta de que no era una persona fácil de encarnar. Así que, después de todo, tienes palabra. Eso está bien.

Me alegré al ver a Jamila. Tenía la esperanza de que cambiaría de tema de conversación. Pero ¿quién era el que estaba con ella? ¿Era Simón? ¿Qué le había pasado en la cara? Llevaba un ojo tapado, la mejilla curada y la mitad de la cabeza cubierta de vendas. Jamila estaba muy seria y, a pesar de que la felicité por lo del niño un par de veces, se limitó a mirarme fijamente y con severidad, como si yo fuera una especie de violador. ¿Qué coño le pasaba?, eso es lo que quería saber.

– ¿Qué te pasa?

– No viniste -dijo-. No me lo podía creer. ¡No te molestaste en presentarte!

– ¿Adónde no fui?

– ¿Tengo que refrescarte la memoria? A la manifestación Karim.

– Es que no pude, Jammie. Tenía ensayo. ¿Cómo estuvo? Tengo entendido que fue un éxito.

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[11] Título de una canción de los Beatles. (N. de la T.)