– Pues algunos compañeros tuyos de reparto sí vinieron, Simón es amigo de Tracey y ella sí estuvo. En primera fila.
Jamila miró a Simón, así que yo le miré también. Era imposible determinar cual era la expresión de su cara, pues prácticamente no se le veía.
– Un botellazo en plena cara. Así fue. ¿Adónde crees que vas como persona, Karim?
– Bien lejos -repuse.
Ahora sí que me largaba, me marchaba pitando inmediatamente, pero mamá se me acercó. Sonrió y le di un beso.
– Te quiero mucho -me dijo.
– Estuve bien, ¿eh, mamá?
– No llevabas el taparrabos de siempre, eso sí es verdad -comentó-. Por lo menos te han dejado que te vistas con tu propia ropa. Pero tú no eres indio. Si ni siquiera has puesto los pies en la India… En cuanto bajaras del avión tendrías diarrea. Estoy segura.
– ¿Por qué no gritas un poquito más? -le dije-. Ahora resultará que no soy mitad indio.
– ¿Y yo no cuento? -me reprochó mamá-. ¿Quién te parió? Eres inglés, gracias a Dios.
– Me da igual -le dije-. Lo que sí soy es actor. Ese es mi trabajo.
– No digas esas cosas -me pidió-. Tienes que ser tú.
– Sí, claro, claro.
Mamá miró a papá, que estaba con Eva. Eva le hablaba ínuy enfadada. Papá tenía un aspecto manso, aguantaba sin chistar, no le replicaba. Cuando nos sorprendió bajo los ojos.
– ¡Menudo rapapolvo! -dijo mamá-. La vaca ésa… ¡Con un cabezota como ése las regañinas no sirven de nada!
– Ve al lavabo a sonarte la nariz -le sugerí.
– Sí, será lo mejor -dijo.
Me subí a una silla junto a la puerta y examiné a aquel hatajo de futuros esqueletos. Dentro de ochenta años, la mayoría estaríamos muertos. Como no teníamos otra elección, vivíamos como si no fuera a ser así, como si no estuviéramos solos, como si no fuera a llegar un momento en el que nos daríamos cuenta de que la vida había terminado, de que conducíamos un coche sin frenos que estaba a punto de estrellarse contra una pared de ladrillo. Eva y papá seguían hablando; Ted y Jean estaban hablando; Marlene y Tracey estaban hablando y Changez, Simón y Allie estaban hablando también: ninguno de ellos parecía necesitarme demasiado. Me marché.
Comparado con la lengua viperina de aquella pandilla de apestosos, el aire de la noche se me antojó más dulce que la miel. Me abrí la chaqueta y me desabroché la bragueta para que mi polla sintiera el aire.
Eché a andar hacia el asqueroso Támesis, aquella especie de marea de cagarros infestada de imbéciles que vivían en barcos y demás memos amantes del remo. Estuve andando a buen paso bastante rato hasta que, de pronto, advertí que una especie de ser pequeñito que paseaba tranquilamente con las manos metidas en los bolsillos me estaba siguiendo. Pues me importaba un comino.
Quería pensar en Eleanor y en lo penoso que era para mí verla todos los días cuando lo único que deseaba en el mundo era volver con ella. Tengo que reconocer que había abrigado la esperanza de que mi indiferencia conseguiría reavivar su antiguo interés por mí, que me echaría de menos y me invitaría de nuevo a su casa, comería repollo hervido y volvería a darle un beso entre los muslos. Pero en mi carta le había pedido que no se me acercara; eso era precisamente lo que hacía y, además, sin esfuerzo aparente. A lo mejor trataría de hablar con ella por última vez.
La curiosidad que sentía por la persona que me estaba siguiendo me resultaba ya difícil de soportar, así que, un poco más abajo, me escondí en el portal de un pub a la orilla del río y me abalancé sobre ella medio desnudo gritando:
– ¿Quién eres? ¿Por qué me sigues?
Cuando la solté, vi que aquello la había dejado impertérrita porque no parecía asustada y sonreía.
– Tu actuación me ha encantado -me dijo, mientras seguíamos paseando-. Me has hecho reír un montón, sólo quería que lo supieras. Y, además, tienes una cara preciosa. Y qué labios. Bueno.
– ¿Ah, sí? ¿Te gusto?
– Pues claro, por eso quería estar un rato contigo. Espero que no te haya molestado que te siguiera. Es que he visto enseguida que querías marcharte. Parecías asustado. Enfadado, incluso. Menudo lío, ¿eh? ¿No querrás estar solo?
– Tú no te preocupes. Tener amigos siempre es bueno.
¡Dios mío, pero si hablaba como un idiota! Y, sin embargo, ella me cogió del brazo y seguimos paseando junto al río, dejando atrás la casa de William Morris camino de la tumba de Hogarth.
– Mira que es curioso que otro haya tenido la misma ocurrencia que yo -dijo la mujer en cuestión, que se llamaba Hilary.
– ¿Qué ocurrencia?
– Pues seguirte -me aclaró.
Al volverme vi a Heater ahí de pie, y ni siquiera se molestó en esconderse. Le saludé con un alarido que me salió directo del estómago y que hizo retumbar el aire como un jet. Hasta Janov me habría aplaudido.
– ¿Y ahora qué quieres, Heater? ¿Por qué no te vas a la mierda y te mueres de cáncer de una vez, cabrón rechoncho y monstruoso?
Rectificó la postura y separó las piernas para distribuir el peso de manera equilibrada y quedar mejor afianzado. Ya estaba listo. Quería pelea.
– ¡He venido por ti, paqui de mierda! ¡Nunca me has gustado! ¡Y encima os habéis aprovechado de Eleanor! ¡Tú y ese Pyke!
Hilary me cogió, de la mano. Estaba tranquila.
– ¿Por qué no echamos a correr? -me propuso.
– Buena idea -dije-. Eso es.
– Pues anda, vamos.
Eché a correr hacia Heater y, para encaramarme a él, me subí a su rodilla, le agarré de las solapas y aproveché el impulso para darle un buen golpetazo en la nariz con la frente, tal como me habían enseñado en la escuela. ¡Gracias a Dios que existe una cosa que se llama educación! Heater se alejó haciendo eses con las manos en la nariz. Y, entonces, Hilary y yo echamos a correr y a gritar y a abrazarnos y a besarnos y, de pronto, vi sangre por todas partes, estábamos literalmente cubiertos de sangre. Había olvidado por completo que si algo había aprendido Heater en la escuela era a no salir nunca de casa sin llevar cuchillas de afeitar cosidas debajo de las solapas.
16
El teatro se llenaba todas las noches y, para mayor satisfacción, los viernes y sábados había gente que tenía que volverse a casa sin entrada. Haríamos más funciones de las previstas. No me podía quitar el espectáculo de la cabeza en todo el día. ¿Cómo iba a olvidarlo? Pasar por aquella experiencia todas las noches suponía un esfuerzo tremendo. Si no estaba concentrado de verdad, era imposible actuar, como descubrí la noche que me encontré desamparado, en medio del escenario, mirando a Eleanor embobado y sin saber por qué acto íbamos. Enseguida aprendí que la mejor táctica para evitar que la función de la noche me amargara el día era volver el horario normal del revés: levantarme a las tres o las cuatro de la tarde para tener la sensación de que la función se hacía por la mañana y, así, después siempre me quedaban muchas horas por delante para pensar en otras cosas.
Después de la función íbamos siempre a algún restaurante y todas las miradas se posaban en nosotros. La gente nos señalaba. Nos invitaban a copas, les parecía un privilegio conocernos. Nos invitaban con insistencia a sus fiestas, para darles un toque interesante. Y nosotros aceptábamos las invitaciones y aparecíamos a medianoche cargados de botellas de vino y cerveza. Siempre nos ofrecían alguna droga. Me acosté con varias mujeres. Ahora todo esto resultaba mucho más fácil. También tenía un agente. De hecho, hasta me habían ofrecido un pequeño papel de taxista en una película de televisión. Disponía de dinero para divertirme. Una noche, Pyke pasó por el teatro y nos preguntó si nos apetecía irnos a Nueva York con el espectáculo. Al parecer, un teatro pequeño pero de mucho prestigio nos había hecho una oferta. ¿Nos apetecía ir?
– Si os interesa, decídmelo -dejó caer, como si no le importara-. Vosotros tenéis la última palabra.