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– Vamonos, vamonos a cualquier sitio, donde podamos estar juntos -repetía yo una y otra vez.

Y, sin embargo, Eleanor me miraba con lástima y decía no, no, tenía que decirme la verdad, iba a pasar la noche con Pyke, quería conocerle lo más a fondo posible.

– Pues para eso no necesitas toda la noche -le dije.

Vi a Pyke salir del dormitorio rodeado de todos los demás y me lancé a destruirle. No logré darle ni un solo puñetazo bien dado. Aquello era un lío; yo lanzaba golpes a diestro y siniestro, pero había una especie de maraña de brazos y piernas. ¿De quién eran? Estaba totalmente fuera de mí, pataleaba, arañaba, gritaba. De pronto me entraron ganas de estrellar una silla contra el panel de vidrio de la ventana, porque quería bajar a la calle para ver cómo iba cayendo, a cámara lenta. Luego tuve la sensación de estar metido dentro de una especie de caja. Miraba hacia arriba y veía madera lustrosa, pero no podía moverme. Me encontraba inmovilizado. Era casi seguro que estaba muerto, gracias a Dios. Entonces oí una voz con acento americano que decía:

– Esos ingleses son como animales. Han tirado toda su cultura a la basura.

Bueno, en la ciudad de Nueva York, los taxis llevan ese cristal blindado para que no se carguen al conductor y los asientos patinan, así que prácticamente iba sentado en el suelo. Gracias a Dios que Charlie estaba conmigo. Me rodeaba el pecho con los brazos para que no acabara en el suelo. Se negaba a dejarme entrar en algún bar topless. Entonces, reconocí a los haitianos caminando por la calle, así que bajé la ventanilla, pedí al taxista que aminorara la marcha y les grité:

– ¡Eh, tíos! ¿Adónde vais?

– Para de una vez, Karim -dijo Charlie, sin enfadarse.

– ¡Venga, tíos! -chillé-. ¡Vayamos a algún sitio! ¡Disfrutemos de América!

Charlie ordenó al taxista que siguiera. Sin embargo, estaba de buen humor y parecía contento de verme, y eso que, al apearnos del taxi, me emperré en tumbarme en la acera y echar una cabezadita.

Charlie había asistido al estreno, pero, después de la función, había tenido que marcharse a cenar con un productor discográfico y no se había presentado a la fiesta hasta muy tarde. Cuando me encontró desmayado debajo del piano, rodeado de actores furiosos, me llevó a casa. Luego Tracey me dijo que precisamente me estaba aflojando la camisa cuando vio a Charlie que se me acercaba. Era tan guapo, me dijo, que no había podido reprimir las lágrimas.

Me desperté tapado con una manta en una habitación preciosa y alegre, no excesivamente grande, pero abarrotada de sofás y varios sillones viejos, una chimenea y una cocina que se adivinaba al otro lado de una puerta. De las paredes colgaban carteles enmarcados que anunciaban exposiciones de arte. También había libros: era un lugar con clase, no la típica madriguera de estrella del rock. Pero es que yo no consideraba a Charlie una estrella del rock. Aquélla no era su verdadera personalidad, sino sólo una máscara temporal, prestada.

Tuve que vomitar tres o cuatro veces antes de poder subir al piso de Charlie con café y tostadas con mermelada. Le encontré solo en la cama. Cuando le desperté no refunfuñó como de costumbre, sino que se incorporó, sonrió y me dio un beso. De hecho dijo un montón de cosas que me parecieron insólitas en sus labios.

– Bienvenido a Nueva York. Ya sé que ahora estás hecho polvo, pero aquí nos vamos a divertir como nunca. ¡Menuda ciudad! ¡Y pensar que hemos desperdiciado tantos años viviendo en el lugar equivocado! Pero pon ese disco de Lightnin' Hopkins. ¡Vamos a arrancar con buen pie!

Charlie y yo pasamos el día juntos paseando por el Village y nos tomamos batidos espesísimos de helado italiano. Una chica le reconoció y vino hasta nuestra mesa para entregarle una nota. «Gracias por haber regalado tu genio al mundo», había escrito. Pero también figuraba su número de teléfono en un rinconcito. Charlie la saludó con un gesto desde la otra punta de la cafetería. Había olvidado por completo la aventura que suponía salir con él por ahí. La gente le reconocía en todas partes, aunque se escondiera el pelo bajo un gorrito negro de lana y llevara un mono de mecánico y botas de trabajo.

No tenía ni la menor idea de que fuera tan famoso en los Estados Unidos. Doblaba una esquina y tropezaba con su cara pegada en la pared de una obra o en un cartel luminoso. Charlie había salido de gira con su nuevo grupo y había tocado en varios estadios y polideportivos del país. Me pasó los vídeos de los conciertos, pero no quiso estar presente mientras los veía. Y lo comprendía perfectamente. En el escenario llevaba cuero negro, hebillas plateadas, cadenas y collares de púas y al final de la actuación siempre acababa con el torso desnudo, delgado y pálido como Jagger, paseando su cuerpo desgarbado por escenarios espaciosos como hangares como un jugador de baloncesto insolente. Gustaba entre la gente que tenía más dinero para gastar, homosexuales y jóvenes, y su último disco, «Kill For DaDa», todavía estaba en las listas, a pesar de que habían transcurrido varios meses desde su lanzamiento.

Con todo, el sentido de amenaza se había disipado. Su fiereza era postiza y la música, ya bastante anodina de por sí, había perdido todo su dramatismo y agresividad al salir de Inglaterra y dejar atrás el desempleo, las huelgas y el antagonismo de clases. Lo que más impresionado me dejó fue que Charlie era consciente de todo eso.

– La música no vale mucho, ¿no? Pero es que no soy un Bowie y no te creas que no lo sé. Pero tengo ideas y cerebro. En el futuro, puede que haga algo bueno, Karim. Este país me inyecta tanto optimismo… Aquí la gente cree en ti y no se pasan el día tratando de hundirte como hacen en Inglaterra.

Por esa razón tenía alquilado aquel apartamento de tres plantas en un edificio de piedra caliza roja en la calle Diez Este, para poder componer las canciones de su siguiente disco y aprender a tocar el saxofón. Por la mañana, curioseando por ahí, descubrí que había un apartamento vacío y totalmente independiente en el ático de la casa. Así que, cuando ya me había puesto el abrigo para marcharme al teatro apenado por tener que separarme de él, le confesé:

– Mira, Charlie, ahora vivo con toda la compañía en un apartamento enorme. Pero es que no puedo soportar tener que ver a Eleanor todo el día. Me hace polvo el corazón.

Charlie no lo pensó dos veces.

– Me encantaría tenerte aquí, Ven esta noche, sí.

– Perfecto. Gracias, tío.

Eché a andar calle abajo medio riéndome, porque me hacía gracia que precisamente aquí, en los Estados Unidos, a Charlie le hubiera dado por hablar con aquel acento de los barrios bajos londinenses cuando mi primer recuerdo de él, de la escuela, se remontaba al día en que se había echado a llorar porque unos gitanillos se habían burlado de su acento de niño bien. Bueno, de hecho tampoco había oído a nadie hablar así en mi vida y, por si fuera poco, a Charlie le había dado también por la jerga de las rimas populares. Vendía britanidad y se estaba forrando.

Al cabo de unos días ya me había mudado a su casa. Charlie se pasaba prácticamente todo el día allí metido, concediendo entrevistas a periodistas del mundo entero, posando para fotos, probándose ropa y leyendo. A veces la casa aparecía sembrada de chicas californianas que escuchaban a Nick Lowe, Ian Dury y, especialmente, a Elvis Costello tumbadas por ahí. Sólo les hablaba cuando ellas me hablaban primero, pues esa combinación de belleza, experiencia, fatuidad y cueldad me tenía muy despistado.

Sin embargo, había también tres o cuatro mujeres neoyorquinas inteligentes y serias, editoras, críticas de cine, catedráticas de Columbia o sufíes, que se entregaban a danzas con vueltas y más vueltas: mujeres a las que él escuchaba con atención durante horas y horas antes de acostarse con ellas, para luego levantarse repentinamente y tomar nota de algunos puntos de la conversación que a los pocos días se encargaría de repetir delante de otra gente.