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Mi primera impresión según la cual el éxito había supuesto para Charlie una liberación era equivocada: había un montón de cosas de Charlie que me pasaban por alto, sencillamente porque quería que me pasaran por alto. A Charlie le gustaba recitar el «Oh tenebroso, tenebroso, tenebroso» de Milton y él era tenebroso, desdichado y estaba airado. Enseguida aprendí que fama y éxito eran dos cosas muy distintas en Gran Bretaña y en Estados Unidos. En Gran Bretaña, exhibirse se consideraba una vulgaridad, mientras que en Estados Unidos la fama tenía un valor de por sí, más alto aun que el del dinero. Los familiares de los famosos eran famosos a su vez… Sí, la fama era hereditaria: los hijos de las estrellas eran estrellitas. Además, la fama proporcionaba cosas imposibles de conseguir a cambio de dinero. La fama era algo que Charlie había ambicionado desde el día en que había colgado la venerada imagen de Brian Jones en la pared de su cuarto. Y, sin embargo, ahora que ya la tenía, había descubierto que no podía prescindir de ella cuando se le antojara. A veces, sentado a la mesa de un restaurante, se quedaba callado una hora entera y luego se ponía a gritar: «¿Por qué tiene que mirarme esa gente cuando estoy intentando comer? ¡Y esa mujer que lleva esa borla de polvera por sombrero, que se vaya a la mierda!» Le requerían constantemente. El Pez se había asegurado ya de que Charlie estuviera siempre de actualidad y le hacía aparecer en programas de entrevistas, en estrenos y en galerías, donde tenía que ser invariablemente gracioso e iconoclasta. Una noche llegué tarde a una fiesta y lo encontré acodado a la barra con la expresión sombría de quien ya está harto porque la anfitriona estaba empeñada en que les hicieran una fotografía juntos. Charlie empezaba a estar en desacuerdo con todo aquel tinglado: no tenía el don.

Hubo un par de episodios que por fin me incitaron a regresar a Inglaterra y a salir de la vida de Charlie. Un día, regresábamos a casa del estudio de grabación y un hombre nos abordó por la calle.

– Soy periodista -nos dijo con acento inglés. Debía de rondar la cuarentena. Respiraba con dificultad, tenía las mejillas hundidas y era calvo. Apestaba a alcohol y parecía desesperado-. Ya me conoces, Tony Bell. Trabajaba para el Mirror, en Londres. Necesito que me concedas una entrevista. Podríamos fijar una cita. Soy bueno, ya lo sabes. Hasta puedo escribir la verdad.

Charlie echó a andar, pero aquel periodista era un pobre desgraciado y ya no le quedaba orgullo, así que se puso a seguirnos corriendo por la calzada.

– ¡No te pienso dejar en paz! -dijo, sin resuello-. Tu nombre está donde está gracias a gente como yo. Si hasta he entrevistado a tu madre.

Y, entonces, agarró a Charlie del brazo. Ahí ya dio el paso en falso. Charlie trató de sacudírselo de encima, pero el hombre no lo soltaba. Entonces fue cuando le arreó un puñetazo en la sien y el hombre se fue dejando caer, medio atontado, hasta quedarse de rodillas gesticulando como quien implora perdón. Pero Charlie no había descargado todavía toda su rabia, así que le dio una patada en el pecho y, cuando el hombre se agarró a sus piernas porque se caía hacia un lado, Charlie le pisoteó las manos. Aquel hombre vivía por ahí cerca y yo me lo encontraba por la calle, por lo menos una vez a la semana, con la bolsa de la compra del colmado en la mano sana.

El otro motivo que me impulsó a querer abandonar Nueva York fue de orden sexual. A Charlie le gustaba experimentar. Desde los tiempos de la escuela en que hablábamos acerca de con cuál de las mujeres menstruantes de la fiesta nos gustaría practicar el cunnilingus (y ninguna de ellas bajaba de los sesenta) queríamos follarnos a cuantas mujeres pudiéramos. Y, al igual que esa gente que se ha criado en tiempos de escasez y racionamiento, ninguno de nosotros podía olvidar lo que habíamos suspirado por el sexo y las tribulaciones que habíamos tenido que pasar para conseguirlo. Así que nos llevábamos sin manías a todas las mujeres que se ofrecían.

Una mañana, estábamos comiendo rosquillas y muesli y tomando zumo de naranja con cubitos mientras hablábamos de nuestra escuela de medio pelo como si fuera el mismísimo Eton, cuando Charlie comentó de pasada que había estado pensando en varios aspectos del sexo, en ciertas perversiones que quería poner en práctica.

– Va a ser la experiencia definitiva -dijo-, así que a lo mejor te interesa estar presente, ¿no?

– Si quieres…

– ¿Cómo que si quiero? Te estoy ofreciendo una cosa, tío, y lo único que se te ocurre decir es «si quieres». Antes solías estar dispuesto a cualquier cosa. -Me miró con verdadero desprecio-, Tus nalgas morenitas eran capaces de pasarse horas y horas bombeando sin perder comba por cualquier orificio repugnante y abrirse camino a través de hongos y todo tipo de asquerosidades…

– Todavía estoy dispuesto a cualquier cosa.

– Sí, pero estás triste.

– Es que estoy despistado -le confesé.

– Pues escucha -dijo Charlie inclinándose hacia mí y dando un golpecito a la mesa-. Sólo llegaremos a conocernos bien si nos forzamos hasta el límite, y eso es precisamente lo que pienso hacer: llegar hasta el mismísimo límite. Mira a Kerouac y a toda esa gente.

– Eso, mírales. ¿Y qué, Charlie?

– Bueno, estoy hablando, así que déjame terminar -me dijo-. Vamos a llegar hasta el fondo y va a ser esta noche.

Así que aquella noche, a las doce, se presentó en casa una chica llamada Frankie. Fui yo quien bajó a abrirle la puerta mientras Charlie se apresuraba a poner el primer disco de la Velvet Underground -habíamos tardado media hora en decidir la música que íbamos a escuchar esa noche-. Frankie tenía el pelo cortísimo, una cara huesuda y pálida, un diente careado y era joven, tenía veintipocos años, una voz modulada y aterciopelada y la risa fácil. Llevaba puesta una camisa negra y mallas negras. Cuando le pregunté «¿A qué te dedicas?», fue como volver a oír a uno de aquellos obsesos de las camisas de nailon de las antiguas veladas que Eva solía celebrar en Beckenham hacía tanto tiempo. Descubrí que Frankie era bailarina, actriz, y que tocaba el chelo eléctrico. De pronto, dijo:

– El sometimiento me interesa. Me refiero al dolor como juego. Todo el mundo ama profundamente el dolor. El deseo de padecer dolor existe, ¿no crees?

Al parecer, muy pronto íbamos a averiguar si existía o no ese deseo. Miré a Charlie, porque quería compartir con él la gracia que me había hecho, pero estaba sentado con el cuerpo echado hacia adelante y no hacía más que asentir con entusiasmo a todo cuanto decía. Cuando Charlie se puso de pie, yo me levanté a mi vez. Frankie me cogió del brazo y Charlie de la mano.

– A lo mejor os lo queréis montar juntos, ¿qué me decís?

Miré a Charlie y recordé la noche de Beckenham en que había tratado de besarle y él había apartado la cara. De lo mucho que me deseaba -me dejó que le tocara-, aunque se negara a reconocerlo, como si pudiera desentenderse de lo que estaba haciendo sin necesidad de marcharse. Papá lo había adivinado en cierto modo. Pero es que eso fue la misma noche en que sorprendí a papá follándose a Eva en el césped, el acto que supuso mi iniciación en la traición, la mentira, el engaño y el dejarse llevar por el corazón. Esta noche, en cambio, la expresión de Charlie era franca, cariñosa; no había en ella ni rastro de rechazo, sólo entusiasmo. Esperó a que yo hablara. Nunca me había imaginado que un día me miraría de ese modo.

Subimos, porque Charlie había preparado la habitación. Estaba prácticamente en penumbra, apenas iluminada por unas cuantas velas: una a cada lado de la cama y tres encima de las estanterías de libros. Por alguna razón la música era cantos gregorianos. Nos habíamos pasado horas y horas discutiendo el asunto. No quería oír nada que pudiera distraerle mientras le torturaban. Charlie se desnudó. Estaba más delgado que nunca, musculoso, con la piel tensa. Frankie echó la cabeza hacia atrás y Charlie la besó. Yo seguía ahí de pie, así que me aclaré la voz y dije: