– ¿Estáis seguros de que queréis que me quede y todo eso?
– ¿Y por qué no? -dijo Frankie, mirándome por encima del hombro-, ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿Estáis seguros de que queréis espectadores?
– No es más que sexo -dijo-. Tampoco le van a operar…
– Sí, claro, pero…
– ¡Siéntate de una vez, Karim, haz el favor! -me pidió Charlie-. Y deja de hacer memeces, que no estamos en Beckenham.
– Eso ya lo sé.
– Entonces, ¿por qué sigues ahí como un pasmarote con ese aspecto tan inglés?
– ¿Qué quieres decir con eso de inglés?
– Tan escandalizado, tan santurrón y moralista, tan inepto para entusiasmarse y divertirse. Vaya unos estrechos, los ingleses. Aquello es el Reino de los Prejuicios. ¡No seas como ellos!
– Charlie es tan vehemente… -dijo Frankie.
– En ese caso me pondré cómodo -dije-. Como si no estuviera.
– Eso por descontado -dijo Charlie, furioso.
Me fui a instalar en el sillón que había junto a la ventana con las cortinas corridas -el rincón más oscuro de la habitación- con la esperanza de que se olvidaran de mi presencia. Frankie se desnudó, dejando al descubierto sus tatuajes, y se estuvieron acariciando de la manera ortodoxa. Frankie estaba hecha un fideo, así que acostarse con ella debía de ser algo así como meterse en la cama con un paraguas. Y yo seguía dando sorbitos a mi piña colada y, a pesar de estar sudando debido a la indignidad de la situación, no podía dejar de pensar en lo insólito que era presenciar el coito de otra pareja. ¡Lo educativo que iba a resultar! ¡La de conocimientos que se podían extraer a través de una ilustración práctica de caricias, posiciones y posturas! Se lo iba a recomendar a todo el mundo.
Frankie tenía su bolsa junto a la cama y la abrió para coger unas correas de cuero con las que inmovilizó las muñecas y los tobillos de Charlie. Acto seguido, le ató a aquella cama tan pesada y espaciosa y lo remató metiéndole un pañuelo negro en la boca. Después de revolver el bolso durante un rato, sacó una cosa que tenía todo el aspecto de ser un murciélago muerto. En realidad, se trataba de una capucha de cuero negro con una cremallera en la parte de delante. Frankie cubrió la cabeza de Charlie con él y se puso de rodillas para poder abrochárselo por detrás, con los labios fruncidos por la concentración, como si estuviera cosiendo un botón. Y ya dejó de ser Charlie: se había convertido en un cuerpo con un saco por cabeza, sin humanidad y listo para ser ejecutado.
Frankie le besó, le lamió y chupó como una amante sentada encima de él. Vi que Charlie empezaba a relajarse, pero vi también que Frankie cogía una de las velas y la sacudía mientras la mantenía en alto justo a la altura del pecho, hasta hacerle gotear la cera fundida sobre la piel. Al notarla, dio una sacudida y soltó un gruñido y fue todo tan inesperado que se me escapó una carcajada. Eso le enseñaría a no pisotearle las manos a la gente. Luego empezó a echarle cera por todo el cuerpo: barriga, muslos, pies, polla. Y ahí sí que, de haber sido yo la víctima de la cera hirviendo en el escroto, habría atravesado el tejado. Como es natural, Charlie tuvo la misma reacción; se debatió y la cama se tambaleó, pero ninguna de las dos cosas disuadió a Frankie de pasarle la llama de la vela por encima de los huevos. Aquella misma tarde, Charlie me había advertido: «Habrá que asegurarse bien de que estoy bien atado. No quiero huir. ¿Cómo era aquello que dijo Rimbaud? "Quiero ir hasta el fondo de la degradación para alcanzar lo desconocido a través de la anulación de los sentidos." Esos poetas franceses son los responsables de un montón de cosas y yo estoy dispuesto a llegar hasta el final.»
Así que mientras Charlie se acercaba a lo desconocido, Frankie se iba moviendo sobre él susurrándole palabras de aliento:
– Mmmm… eso sí ha estado bien. ¿Qué? ¿Te ha gustado? Tienes que estar convencido, convéncete, ¿Y qué me dices de esto? Delicioso, ¿a que sí? Y esto; esto sí que es fuerte. Se nota que empiezas a cogerle el gustillo, Charlie -le dijo mientras le dejaba la polla hecha prácticamente una salchicha de Frankfurt.
«¡Dios santo! -pensé-, ¿qué diría Eva si nos viera, a su hijo y a mí, en este preciso instante?»
Mis elucubraciones se vieron interrumpidas por algo que yo veía pero Charlie no podía ver. Frankie sacó un par de pinzas de madera de la bolsa y, mientras le mordisqueaba un pezón, le pellizcó el otro con una de las pinzas que, según pude observar, tenía un muelle con un aspecto de lo más eficaz. Luego le pellizcó el otro pezón con la que le quedaba.
– Relájate, relájate -le decía, pero me pareció detectar un cierto apremio en sus palabras, como si tuviera miedo de haber ido demasiado lejos.
Charlie tenía la espalda arqueada y todo el aspecto de estar soltando alaridos por los oídos. Sin embargo, al oír su voz, se fue relajando poco a poco hasta acostumbrarse al dolor, lo cual, en el fondo, no dejaba de ser exactamente lo que pretendía. Y fue entonces cuando Frankie se detuvo y le dejó a solas unos minutos así, tal cual, para darle tiempo de poder familiarizarse con lo que era deseo y lo que era dolor autoinfligido. Y fue en ese momento, en cuanto la vi apagar la vela de un soplo, lubricarla y metérsela por el culo hasta el fondo, cuando me di cuenta de que ya no amaba a Charlie. Ya nada me importaba lo que hiciera o pudieran hacerle. No me interesaba lo más mínimo. Yo ya le había superado y me había ido descubriendo a mí mismo a través de todo cuanto había ido rechazando. En aquel momento sólo me parecía un alocado.
Me puse de pie. Me sorprendió descubrir que Charlie no sólo seguía con vida todavía, sino que, además, la tenía dura como una piedra. Comprobé este extremo cambiándome de sitio y yéndome a situar junto a la cama, a primera fila, donde me agaché para ver cómo Frankie se sentaba a horcajadas encima de él y se lo follaba, indicándome que le quitara las pinzas cuando se estuviera corriendo. Me alegró ser de utilidad.
Fue una noche estupenda, enturbiada sólo por Frankie, que perdió una de sus lentillas.
– ¡Me cago en Dios! -exclamó-. ¡Es el único par que tengo!
Así que nos pusimos los tres a gatas y nos pasamos media hora buscando por toda la habitación.
– Habrá que levantar los tablones de madera del suelo -se rindió Frankie-. ¿No tenéis una palanca en esta casa?
– Puedes usar mi carajo -le propuso Charlie.
Charlie le dio dinero y se deshizo de ella.
Después de esto decidí que iba a regresar a Londres. Mi agente me había telefoneado para decirme que se habían convocado unas pruebas muy importantes. Iban a ser las pruebas más importantes de mi vida, me aseguró, una razón más que suficiente para no presentarme. Por otra parte, era también la prueba que mi agente me había buscado, así que pensé que habría que recompensarle con mi presencia.
Sabía que Charlie no iba a aceptar que me fuera de Nueva York, y tardé dos días en reunir el valor suficiente para abordar la cuestión. Cuando se lo dije, se echó a reír, como si le estuviera mintiendo y en realidad quisiera dinero o algo así. Pero luego se apresuró a pedirme que trabajara para él a jornada completa.
– Llevo ya tiempo pensando en pedírtelo -me explicó-. Combinaremos negocios y placer. Hablaré con el Pez sobre tu sueldo. Será lucrativo, no te apures. Serás un pececillo gordo morenito. De acuerdo, ¿pequeñín?
– Pues no, grandullón. Me voy a Londres.
– ¿Pero qué estás diciendo? Dices que te vas a Londres cuando estoy a punto de empezar una gira por todo el mundo: Los Angeles, Sidney, Toronto… Te quiero a mi lado.