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La periodista asentía. Eva le sonrió, pero todavía no había terminado. Las ideas se agolpaban en su cabeza. Nunca la había oído hablar de aquella manera, con tanta claridad. La grabadora seguía en marcha. El fotógrafo se echó hacia adelante y habló al oído de la periodista.

– No olvides preguntarle por Hero -le oí susurrar.

– No pienso hacer comentarios al respecto -dijo Eva. Estaba impaciente por proseguir. La fatuidad de la pregunta no le molestaba, pero lo único que quería era seguir hablando de aquello que tanto le importaba. Parecía hasta sorprendida de sus propias ideas-. Creo que… -comenzó.

En cuanto abrió la boca, la periodista se enderezó, se volvió hacia papá y dejó a Eva con la palabra en la boca.

– Eso es todo un cumplido, señor. ¿Algún comentario? ¿Significa mucho para usted esa filosofía?

Me gustaba ver a Eva dominar la situación. Al fin y al cabo, a veces papá se comportaba como el perfecto arrogante, como el pequeño tirano de la casa, y, de niño, me había humillado a menudo, así que pensé que le haría bien verse en esta situación. Y, sin embargo, no disfruté como me había imaginado. Papá no estaba demasiado animado: ni siquiera se molestaba en pavonearse. Hablaba muy despacio, mirando fijamente a la periodista.

– He pasado la mayor parte de mi vida viviendo en Occidente y, aunque sé que voy a morir aquí, seguiré siendo siempre un hombre indio, a todos los efectos. Nunca seré otra cosa. Cuando era joven, considerábamos a los ingleses seres superiores.

– ¿Lo dice de verdad? -se sorprendió la periodista, con regocijo.

– Pues claro que sí -corroboró mi padre-. Y por eso mismo nos reíamos delante de sus propias narices blancas; aunque reconocíamos la grandeza de su logro. Porque esta sociedad que han creado ustedes en Occidente, es la sociedad más rica de la historia de la humanidad. El dinero no falta, eso es verdad, lo hay a carretadas, y se ha conseguido dominar la naturaleza y el Tercer Mundo. Todo cuanto les rodea habla de poder. La ciencia ha progresado a pasos agigantados y cuentan con bombas que les ayudan a sentirse seguros. Y, sin embargo, les falta algo.

– ¿Usted cree? -preguntó la periodista, con menos regocijo que antes-. Pues, por favor, dígame usted qué nos falta.

– Pues lo que falta es que no ha habido profundización en la cultura, ni acumulación de saber, ni desarrollo espiritual. Tenemos un cuerpo y una mente. Eso está claro; todo el mundo lo sabe. Pero tenemos también un alma.

El fotógrafo soltó una risotada y, aunque la periodista le hizo callar, dijo:

– Usted sabrá lo que quiere decir con eso.

– Exactamente. Sé qué quiero decir con eso -replicó papá, echando chispas por los ojos.

La periodista miró al fotógrafo. No le reprochaba, lo único que quería era marcharse de allí. En cualquier caso, nada de todo aquello iba a aparecer en el artículo, de modo que estaban perdiendo el tiempo.

– ¿A qué viene ahora hablar del alma? -insistió el fotógrafo.

Pero papá siguió con lo suyo.

– Este fracaso, este vacío que existe en su modo de vida, me va minando. Sin embargo, acabará por vencerles a ustedes también.

Y, después de eso, ya no dijo nada más. Eva se le quedó mirando y esperó, pero había dicho cuanto tenía que decir. La periodista paró la grabadora y se guardó las cintas en el bolso.

– Eva, esa silla es maravillosa -dijo-. ¿De dónde la ha sacado?

– ¿Se ha sentado Charlie alguna vez ahí? preguntó el fotógrafo. Parecía desconcertado y enfadado con papá.

Se levantaron los dos con la intención de marcharse.

– Me temo que se nos ha hecho tarde -se disculpó la periodista y se encaminó hacia la puerta a toda prisa.

Sin embargo, antes de que hubieran llegado a la entrada, la puerta se abrió de par en par y tío Ted irrumpió en la habitación, sin resuello y con los ojos como platos.

– ¿Adónde van? -preguntó a la periodista, que miraba desconcertada a aquel calvo chiflado con uniforme militar que llevaba unas cervezas en la mano.

– A Hampstead.

– ¿A Hampstead? -se sorprendió Ted. Consultó su reloj de pulsera sumergible-. Tampoco he llegado tan tarde; puede que un poquitín, eso sí. Es que mi esposa se ha caído por la escalera y se ha hecho daño.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Eva, preocupada.

– Está fatal, realmente fatal. -Ted se sentó, nos miró a todos, me saludó con un ademán de la cabeza y se dirigió a la periodista. Le embargaba una tristeza tremenda, pero no se avergonzaba de ello-. Mi esposa Jean me da lástima -dijo.

– Pero Ted… -dijo Eva enseguida, por acallarle.

– Se merece toda nuestra compasión -insistió Ted.

– ¿De verdad? -intervino la periodista, con indiferencia.

– ¡Pues claro! ¿Por qué acabamos así? ¿Qué nos pasa exactamente? Un día somos unos chiquillos de expresión franca y radiante, lo desmontamos todo para averiguar cómo funciona y queremos con pasión a los osos polares y, en cambio, al día siguiente, nos tiramos por la escalera, borrachos y entre sollozos. Nuestra vida ha terminado: odiamos la vida y odiamos la muerte. -Ted se volvió hacia el fotógrafo-. Eva me dijo que quería fotografiarnos juntos. Soy su socio y lo hacemos todo en equipo. ¿No le gustaría preguntarme sobre nuestro método de trabajo? Es único. Podría servir de ejemplo a otra gente.

– Lo siento, pero es que tenemos que marcharnos -se apresuró a decir aquella periodistilla estrecha.

– Otra vez será -dijo Eva, acariciando ligeramente el brazo de Ted.

– ¡Menudo tonto estás hecho, Ted! -dijo papá, echándose a reír.

– No, no es verdad -repuso Ted, con convencimiento. Sabía que no era tonto y nadie iba a convencerle de lo contrario.

Tío Ted estaba contento de verme y yo también me alegraba de verle a él. Teníamos un montón de cosas que decirnos. Su depresión ya era agua pasada y volvía a ser el de siempre, el Ted saleroso y entusiasta de mi niñez. Y, sin embargo, ya no quedaba en él ni rastro de violencia, había perdido aquella agresividad con la que solía mirar a todo el mundo por primera vez, como si tuviera el presentimiento de que iban a hacerle daño y quisiera tomarles la delantera.

– Amo profundamente mi trabajo, hijo -me confesó-. Podría haber hablado de eso a la prensa largo y tendido. Me estaba volviendo loco ¿te acuerdas? Eva me salvó.

– Te salvó papá.

– Y yo quiero salvar a la gente que lleva una vida ficticia. ¿Tú eres de esos que llevan una vida ficticia?

– Sí -admití.

– Hagas lo que hagas, nunca te mientas a ti mismo. No…

Eva apareció en el salón y le dijo: -Tenemos que marcharnos.

– Tengo que hablar contigo, Haroon -dijo Ted, señalando a papá con un ademán-. ¡Necesito que me escuches! ¿Me oyes?

– Ahora no -le disuadió Eva-. Tenemos trabajo que hacer. Venga, vámonos.

Así que Ted y Eva se marcharon, porque tenían que ir a hablar con un cliente de Chelsea que les había encargado un trabajo.

– Esta semana podríamos ir a tomarnos una cerveza -le propuso Ted.

Cuando se hubieron marchado, papá me pidió que le preparara una tostada con queso fundido.

– Pero que no te quede demasiado blando -me advirtió.

– ¿No has comido aún?

– Con eso bastó para tirarle de la lengua.

– Eva ya no me cuida, está demasiado atareada. Creo que nunca voy a acostumbrarme a eso de la mujer de negocios. A veces la odio y sé que no debería decirlo, pero no puedo soportar tenerla cerca, aunque luego tampoco pueda soportar que no esté. Nunca me había ocurrido nada semejante. ¿Qué me está pasando?

– A mí no me preguntes, papá.

Aunque no me apetecía marcharme, ya le había dicho a mamá que iría a visitarla.

– Tengo que irme -le dije.

– Deja que te diga una cosa primero -me pidió.