– Allie…
– ¿Y qué piensa hacer? ¿El san Francisco de Asís y ponerse a hablar de la vida, la muerte y del matrimonio, en lo que es un experto mundial, delante de unos idiotas que le tomarán por un viejo pelmazo y arrogante? ¡Por Dios, Karim!, ¿qué le ocurre a la gente cuando empieza a hacerse vieja?
– ¿Es que no lo entiendes?
– ¿Qué tengo que entender?
– ¡Allie, qué estúpido puedes llegar a ser! ¿Nunca te has parado a pensar por qué ocurren las cosas?
Entonces adoptó un aire compungido como si hubiera herido su amor propio. No era difícil de conseguir, pues Allie no estaba seguro de sí mismo. No sabía cómo pedirle perdón y volver al buen entendimiento de antes.
– Me imagino que sólo lo he analizado desde ese punto de vista… -dijo en un murmullo.
Justo entonces oímos el forcejeo de la llave en la cerradura. Era un ruido nuevo para mí, a pesar de haberlo estado oyendo día tras día durante años cada vez que mamá regresaba de la tienda a buscar el té. Era ella. Salí y la abracé. Se alegró de verme y de comprobar que estaba vivo y tenía un empleo, pero tampoco se volvió loca de entusiasmo. Tenía prisa.
– Luego va a venir un amigo -nos anunció sin sonrojarse, mientras Allie y yo intercambiábamos un guiño cómplice.
Mientras mamá se duchaba y se vestía, quitamos el polvo y pasamos la aspiradora por el salón.
– Será mejor que también demos un repaso a la escalera.
Mamá tardó siglos en arreglarse y Allie le aconsejó qué joyas debía llevar y qué zapatos era mejor ponerse y demás. Y todo eso tratándose de una mujer que no solía tomar más que un baño a la semana. Cuando nos trasladamos a vivir a nuestra casa, a finales de los cincuenta, ni siquiera tenía cuarto de baño. Para bañarse, papá tenía que ponerse en cuclillas dentro de un barreño en el salón, mientras Allie y yo íbamos y veníamos con jarras de agua que calentábamos en la cocina.
Allie y yo nos hacíamos los remolones y nos entreteníamos por la casa el mayor rato posible sólo por tener a mamá en vilo pensando que Jimmy podía aparecer en cualquier momento y darse cuenta de que, entre los dos, sumábamos más o menos cuarenta años. Precisamente nos estaba ya diciendo «¿Es que no tenéis adonde ir?» cuando llamaron al timbre. A la pobre mamá le dio un pasmo. Nunca la habría creído capaz de algo así, pero lo cierto es que nos echó: «¡Venga, los dos, por la puerta de atrás!», y prácticamente nos sacó al jardín a empujones apresurándose a cerrar la puerta con llave. Allie y yo nos quedamos fuera riendo y jugando con una pelota de tenis. Pero, al cabo de un rato, rodeamos la casa y nos pusimos a espiarla a través de las ventanas «georgianas» que se había hecho instalar, con sus cuadritos ribeteados de negro que daban un aspecto de crucigrama a la fachada de la casa.
Y ahí estaba Jimmy, el sustituto de mi padre, sentado en el sofá con mamá. Era un inglés pálido. Me llevé una gran sorpresa porque, en cierto modo, me había esperado encontrar a un indio sentado a su lado y, al no verlo, me sentí, desilusionado, como si mamá nos hubiera traicionado. Seguramente debía de estar harta de los indios. Jimmy rozaría ya la cuarentena, tenía un aspecto serio y llevaba un traje gris muy discreto. Era un hombre de clase media baja, como nosotros, pero era bien parecido y tenía un aire despierto: la clásica persona que se sabe de corrido los nombres de todos los actores de las películas de Vincente Minnelli y que es capaz de participar en concursos televisivos para demostrarlo. Mamá estaba abriendo un regalo que le había llevado y, al alzar la vista y sorprender a sus dos hijos espiándoles a través de las cortinas, se sonrojó y perdió los nervios, pero enseguida hizo un esfuerzo por dominarse y acabó por ignorarnos. De modo que nos marchamos sin más.
Como no quería irme a casa tan temprano, Allie me llevó a un club nuevo de Covent Garden que había diseñado un amigo suyo. ¡Lo que había cambiado Londres en diez meses! Ya no había ni hippies ni punks y todo el mundo iba elegantísimo, especialmente los hombres, con el pelo corto, camisas blancas y pantalones holgados sujetos con tirantes. Venía a ser como estar metido en una sala abarrotada de réplicas de George Orwell, con la salvedad de que George Orwell se habría ahorrado los pendientes. Según me contó Allie, eran todos diseñadores de moda, fotógrafos, diseñadores gráficos, de tiendas y profesionales de ese campo, todos jóvenes y con talento. La novia de Allie era una modelo negra, muy delgada, que no hacía más que repetir que trabajar para una teleserie suponía un paso adelante. Miré a mi alrededor tratando de encontrar a alguien con quien charlar pero sabía que mis ganas de tener compañía se detectaban a la legua. No tenía un aire lo suficientemente indiferente para resultar seductor.
Así que me despedí de Allie y regresé al apartamento del Pez. Estuve sentado en aquel piso cavernoso un buen rato, luego me levanté y empecé a caminar de aquí para allá, escuché el «Dropout Boogie» de Captain Beefheart hasta volverme loco, volví a sentarme y acabé por salir.
Estuve vagando por las calles desiertas hasta que me perdí y tuve que parar un taxi. Le dije al taxista que me llevara al sur de Londres, pero primero le pedí que me llevara a casa lo más aprisa posible. Estuvo esperándome frente a la puerta mientras revolvía el piso del Pez en busca de un regalo para Changez y Jamila. Iba a hacer las paces con ellos. Les quería muchísimo y deseaba demostrarles el gran aprecio que les tenía regalándoles un mantel enorme del Pez. De camino, pedí al taxista que se detuviera delante de uno de esas tiendas de comida india para llevar, para metérmelos en el bolsillo en caso de que todavía estuvieran molestos conmigo por algo. Pasamos por delante de la tienda de la princesa Jeeta, que por la noche tenía la puerta atrancada y cerrada con rejas a cal y canto. Pensé en Jeeta, que debía de estar ya acostada en el primer piso. «Gracias a Dios que por lo menos he tenido una vida interesante», me dije.
Al llegar a la comuna llamé al timbre y Changez acudió a abrirme la puerta al cabo de cinco minutos. La casa estaba en silencio y no se adivinaba ni la más leve señal de debate político nudista. Changez sostenía en brazos a un recién nacido.
– Es la una y media de la madrugada, yaar -me dijo a modo de saludo, después de llevar tanto tiempo sin verme.
Changez me volvió la espalda y se metió de nuevo en casa, pero yo le seguí como un perro apaleado. Una vez en aquel salón destartalado, con sus archivadores y su sofá desvencijado, me di cuenta de que Changez no había cambiado en absoluto y de que no iba a tener que aguantarle un sermón. No tenía ni una pizca de respetable burgués. Es más, llevaba rastros de mermelada en la nariz, lucía el aparatoso mono de siempre con libros que asomaban por todos los bolsillos y, observado más de cerca, hasta tuve la impresión de que le estaban creciendo las tetas como a una mujer.
– Te he traído un regalo -le dije, tendiéndole el mantel-. Directo de América.
– Shhh… -me respondió, señalando al bebé prácticamente sepultado bajo una montaña de mantas-. Esta es la hija de la casa, Leila Kollontai, y por fin he conseguido que se duerma. Nuestro bebé. ¡Menudo elemento! -Olfateó el aire-. ¿Hay una cena en perspectiva?
– Efectivamente.
– ¿Con dal y todo lo demás? ¿Y kebabs también?
– Sí.
– ¿De ese establecimiento de comida india para llevar de primera que hay en la esquina?
– Del mismo.
– Pues sería una pena que se enfriara. ¡Ábrelo ya, venga!
– Espera un momento.
Desplegué el mantel, pero primero tuve que retirar de la mesa varios papeles, platos sucios y hasta un busto de Lenin. Pero Changez estaba tan impaciente por atracarse de comida que quería convencerme de que colocara el mantel sobre la mesa tal cual estaba.