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– ¿Con qué tonterías te dedicas a jugar ahora?

– Anwar, yaar -dijo vivamente papá-, ¿no te das cuenta de los grandes secretos que estoy desvelando? ¡Por fin me siento feliz porque entiendo la vida!

Anwar le hizo callar apuntándole con su cigarrillo liado.

– ¡Vaya puñetero chino chiflado estás hecho! ¿Cómo puedes perder el tiempo leyendo mientras yo hago dinero? ¡Por fin he terminado de pagar la jodida hipoteca!

Papá tenía tantas ganas de que Anwar le comprendiera que le temblaban las rodillas.

– El dinero no me importa. Dinero siempre habrá, pero yo tengo que comprender estos secretos.

Anwar alzó los ojos al cielo y miró a mamá, que estaba sentada con cara de aburrimiento. Los dos simpatizaban con sus ideas y le querían, pero en su actitud el amor se mezclaba con la lástima, como si papá hubiese cometido un error imperdonable, por ejemplo, el de hacerse testigo de Jehová. Cuanto más hablaba del yin y el yang, de la conciencia cósmica, de filosofía china y de seguir el Camino, más perdida se sentía mamá. Papá parecía alejarse por el espacio sideral y dejar atrás a mamá, una mujer de clase media, tranquila y agradable, que ya encontraba la vida con papá y dos hijos lo bastante complicada tal como era. Sin embargo, en los descubrimientos orientales de papá había cierto orgullo que le llevaba a despreciar la vida de Anwar.

– A ti sólo te interesan los rollos de papel higiénico, las sardinas en lata, las compresas y los nabos -le decía a Anwar-. Pero en el cielo y en la tierra, yaar, hay muchas cosas que ni siquiera has visto en sueños en Penge.

– ¡Pero si yo no tengo tiempo para sueños! -le interrumpió Anwar-, ni tú tampoco deberías tenerlo. ¡Despierta! ¿Qué me dices de conseguir un ascenso para que Margaret pueda llevar vestidos bonitos? Ya sabes cómo son las mujeres, yaar.

– Los blancos jamás nos darán un ascenso -sentenció papá-. No a un indio mientras quede un blanco en la faz de la tierra. Tú no tienes que tratar con ellos, pero siguen creyendo que tienen un imperio, cuando en realidad no les queda ni un cochino penique.

– Lo que pasa es que no te ascienden porque eres un gandul, Haroon. Tienes más abulia encima que un percebe. ¡Sólo piensas en cosas chinas y no en la reina!

– ¡Al cuerno con la reina! Mira, Anwar, ¿no te entran ganas a veces de conocerte a ti mismo? ¿No tienes la sensación de que eres un completo enigma para ti?

– Yo no le intereso a nadie, ¿por qué iba a interesarme a mí? ¡Hay que seguir viviendo! -exclamó Anwar.

Y estas discusiones en el piso de arriba de la tienda de Anwar y Jeeta se prolongaban y prolongaban, hasta que se quedaban tan absortos y enfadados que su hija Jamila y yo podíamos escabullimos al jardín a jugar al criquet con un palo de escoba y una pelota de tenis.

Detrás de toda la palabrería chinesca de papá se escondía su soledad y su deseo de progreso individual. Necesitaba compartir aquellas cosas chinas que estaba aprendiendo. A menudo, por las mañanas le acompañaba hasta la estación, donde cogía el tren de las ocho treinta y cinco hasta Victoria. A lo largo de ese trayecto de veinte minutos solíamos encontrarnos a otras personas, generalmente mujeres, secretarias, oficinistas y empleadas que también trabajaban en el centro. El deseaba hablarles de conseguir la placidez mental, de ser sinceros con uno mismo, de comprender la propia esencia, y, a cambio, yo las oía hablar a ellas de sus vidas, novios, pensamientos inquietantes y de su yo de un modo en el que, estoy seguro, no hablaban con nadie más. Ni siquiera reparaban en mi presencia ni en el transistor, que llevaba para no perderme el programa de Tony Blackburn en Radio Uno. Cuanto menos trataba de seducirlas, más las seducía, hasta el punto de que con frecuencia no salían de casa hasta que lo veían pasar. Si papá cambiaba de ruta por temor a que los colegiales de secundaria le tiraran piedras y bolsitas llenas de pis, ellas también cambiaban de itinerario. Una vez en el tren, papá se sumía en la lectura de sus libros místicos o se concentraba en la punta de su nariz, un objetivo de dimensiones considerables. Siempre llevaba a cuestas un diccionario azul diminuto, del tamaño de una caja de cerillas, porque quería aprender una palabra nueva cada día. Los fines de semana le sometía a un examen y le preguntaba el significado de analéptico, frutescente, policéfalo y petulante. Entonces se me quedaba mirando y decía: «Nunca se sabe cuándo te va a hacer falta una de estas palabrejas para dejar boquiabierto a un inglés.»

No tuvo con quien compartir su interés por lo chino hasta que conoció a Eva, y el hecho de que fuera posible tener un interés común como aquél le dejó sorprendidísimo.

Yo tenía el presentimiento de que aquella noche de sábado Dios iba a visitar a Eva de nuevo. Me dio la dirección en un pedacito de papel y cogimos el autobús, esta vez en dirección a lo que yo consideraba que era el campo. Estaba oscuro y hacía un frío glacial cuando llegamos a Chislehurst. Primero guié a papá en una dirección y luego, hablando con mucha autoridad, le hice ir en dirección contraria. Tenía tantas ganas de llegar que durante veinte minutos no se quejó, pero al final se enfurruñó.

– ¿Dónde estamos, pedazo de idiota?

– No lo sé.

– ¡Pues usa ese cerebro que has heredado de mí, imbécil! -se lamentó temblando-. Hace un frío espantoso y llegamos tarde.

– Si tienes frío, papá, es por tu culpa -le dije.

– ¿Por mi culpa?

Y era culpa suya, naturalmente, porque debajo de su corto abrigo mi padre no llevaba más que lo que tenía todo el aspecto de ser un pijama enorme. La parte de arriba era una camisa de seda con dragones bordados en el cuello, que le bajaba por el pecho y se ensanchaba unos tres kilómetros a la altura de su estómago antes de caer hasta sus rodillas. Debajo llevaba un par de bombachos y sandalias. Con todo, el verdadero delito, la razón por la cual se ocultaba bajo aquel abrigo peludo, era el chaleco carmesí con estampados dorados y plateados que llevaba encima de la camisa. Si mamá le hubiese pescado saliendo a la calle así, habría llamado a la policía. Al fin y al cabo, Dios era funcionario, con su maletín y su paraguas, de modo que no tenía por qué andar por ahí disfrazado de torero enano.

Las casas de Chislehurst tenían invernadero, robles imponentes y aspersores en el césped, y sus habitantes contrataban a gente que cuidaba del jardín. Para gente como nosotros resultaba tan impresionante que cuando paseábamos por esas calles los domingos que íbamos de visita a casa de tía Jean, era como ir al teatro. Todo eran «Ahhh» y «Ohhh» y jugábamos a imaginarnos que vivíamos allí y pensábamos en lo mucho que nos divertiríamos, en cómo decoraríamos la casa, en lo que haríamos en el jardín para jugar a criquet, badmington o ping-pong. Recuerdo que una vez mamá dirigió a papá una mirada cargada de reproches, como si le estuviera echando en cara: «¿Qué clase de marido eres que me das tan poca cosa cuando los Alan, Barrys, Peters y Roys van regalando por ahí coches, casas, vacaciones, calefacción central y joyas? Por lo menos saben cómo fijar una estantería o arreglar una cerca. En cambio tú ¿qué sabes hacer?» Y entonces era cuando mamá tropezaba con un bache, como nosotros en aquel momento, porque dejaban deliberadamente las carreteras sin asfaltar, llenas de piedras y de agujeros, para disuadir a la gente ordinaria de recorrerlas en coche arriba y abajo.

Cuando, por fin, llegamos al camino del garaje que crujía bajo nuestros pies -después de una pausa para permitir que Dios uniera los pulgares y se sumiera en un estado de trance de unos minutos- Dios me contó que la casa pertenecía a Cari y a Marianne, amigos de Eva, que acababan de recorrer a pie buena parte de la India. Eso se me hizo evidente en cuanto vi los budas de madera de sándalo, ceniceros de latón y elefantes de yeso listados que decoraban todos los rincones de la casa, por no mencionar que al entrar Cari y Marianne se detuvieron descalzos junto a la puerta, con las palmas de las manos juntas en actitud de plegaria y las cabezas gachas como si, en lugar de ser socios de la compañía de televisión Rumbold & Toedrip, fueran monjes de un templo.