– Por supuesto, estoy segurísimo. Y, además, es como si le hubiera inyectado vida nueva. ¿No te parece estupendo?
Eso le dejó prácticamente fulminado en el acto.
– Ya nada volverá a ser lo mismo -dijo.
– ¿Y cómo iba a ser lo mismo?
– ¡No sabes lo que dices! -dijo y al girar la cara vio a Eva. Le tenía miedo. Se notaba a la legua.
– Amor mío -le dijo.
– ¿Qué estás haciendo, Haroon? -le reprochó enfadada-. ¿Cómo es posible que pienses eso?
– Yo no lo pienso -se defendió papá.
– Es una tontería. Arrepentirse de las cosas es una tontería.
– Yo no me arrepiento.
– Sí, sí te arrepientes. Y, encima, no quieres reconocerlo.
– Eva, por favor, déjalo.
Y se quedó allí sentado y trató de comportarse como si no estuviera, pero el enfado le reconcomía. En cualquier caso, su reacción me sorprendió. Quizá, a pesar de que había pasado tanto tiempo, no se había dado cuenta hasta entonces de que la decisión de dejar a mamá era irrevocable. A lo mejor, acababa de reparar por primera vez en que no era una broma, ni un juego, ni un experimento, y en que mamá no le estaba esperando en casa con curry y chapatis en el horno y una esterilla eléctrica.
Aquella noche prometí llevar a cenar fuera a papá, Eva, Allie y su novia para celebrar que tenía un nuevo empleo y que papá iba a dejar el suyo.
– ¡Qué buena idea! -se alegró Eva-. A lo mejor hasta os doy una buena noticia.
Llamé a Jammie a la comuna y le pedí que viniera con Changez. Changez le arrebató el auricular y dijo que saldría si podía, pero no estaba seguro de que Jamila fuera a poder por culpa de la pillina de Leila. Además, se habían pasado el día entero en las mesas electorales, trabajando como interventores para el Partido Laborista.
Nos arreglamos y Eva convenció a papá de que se pusiera la chaqueta Nehru, sin cuello y abotonada hasta arriba como una americana de los Beatles, pero un poco más larga. Todos los camareros le iban a tomar por un embajador o por un príncipe o algo así. Eva se sentía orgullosísima de él, estaba todo el rato quitándole pelillos de los pantalones y, cuanto más enojado parecía porque todo le salía mal, más besos le daba. Cogimos un taxi y fuimos al sitio más caro que conocía, en el Soho. Lo pagué todo con el dinero que había conseguido al devolver el billete de vuelta a Nueva York.
Era un restaurante de tres plantas, con paredes del mismo tono azul que los huevos de pato, piano de cola y un chico rubio con traje de etiqueta para tocarlo. La gente era deslumbrante: ricos y ruidosos. Eva se quedó encantada al encontrarse a cuatro conocidos, y un maricón de mediana edad barrigudo y cara enrojecida le dijo:
– Aquí tienes mi dirección, Eva. Ven a cenar el domingo y así te enseñaré a mis cuatro perros labrador. Por cierto, ¿has oído hablar de fulanito de tal? -le preguntó y mencionó el nombre de un director de cine famoso-. Pues también estará. Y además anda buscando a alguien que le decore su casa de Francia.
Eva le habló de su trabajo y de lo que estaba haciendo en aquel momento, estaba decorando y diseñando una casa de campo. Ted y Eva iban a tener que quedarse una temporada en una de las casas de la finca. Era el encargo más espectacular que les habían hecho hasta entonces. Debería contratar a gente para que la ayudara, pero tendría que ser gente responsable, le dijo.
– Responsable, pero no cohibidos, espero -dijo el maricón.
Como era de suponer, el pequeño Allie también se encontró a unos cuantos amigos, tres modelos, que se añadieron a nuestra mesa. Celebramos una pequeña fiesta y, al final, todo el mundo parecía estar enterado de que yo iba a salir en televisión y de quién iba a ser el nuevo primer ministro. Lo que más emocionados les tenía era esto último. Era agradable volver a ver a papá y a Allie juntos. Papá se esforzaba especialmente con él y le estaba dando besos y haciendo preguntas constantemente. Sin embargo, Allie mantenía las distancias: se sentía desconcertado y, además, Eva nunca le había caído bien.
Para mi alivio, a medianoche Changez se presentó -con su mono de mecánico acompañado de Shinko. Después de abrazar a papá, a Allie y a mí, nos enseñó fotografías de Leila. No podía haberle tocado tío más indulgente que Changez.
– ¡Qué lástima que no hayas traído a Jamila! -dije.
Shinko estaba muy pendiente de Changez. Nos habló de lo mucho que cuidaba de Leila y del trabajo que había hecho en la tienda de la princesa Jeeta, pero Changez no le hacía ni caso y seguía explicando a voz en grito cómo había colocado los distintos artículos de la tienda -la situación exacta de los dulces con respecto al pan- mientras Shinko seguía cantando sus excelencias delante de todos.
Changez se atiborró hasta no poder más, e incluso yo le animé a que repitiera helado de coco, porque se lo zampaba como si alguien estuviera a punto de arrebatárselo.
– Tomad todo lo que queráis -les dije a todos-. ¿No queréis postre? ¿No os apetece café?
Empezaba a disfrutar de mi propia generosidad, del placer de hacer disfrutar a los demás, especialmente porque iba acompañado del poder del dinero. Era yo quien les invitaba; estaban agradecidos, tenían que estarlo por fuerza: ya no me podían siderar un fracasado. Me apetecía hacerlo más a menudo, como si acabara de descubrir algo que se me daba bien y quería practicar sin descanso.
Cuando todo el mundo estaba riendo, con una borrachera alegre, Eva se puso de pie y dio unos golpecitos en la mesa. Sonreía y acariciaba la nuca de papá mientras forzaba la voz para que todo el mundo la oyera.
– ¡Un poco de silencio, por favor! ¡Un poco de silencio! ¡Sólo será un momentito! ¡Todo el mundo… Por favor!
Y se hizo un silencio. Todos la miraban. Papá estaba rebosante de alegría.
– Tengo algo que anunciaros -dijo.
– ¡Por el amor de Dios, dilo ya de una vez! -le pidió papá.
– No puedo -dijo Eva. Entonces se agachó y le preguntó en un susurro al oído-: ¿Todavía sigue en pie?
– Dilo ya -insistió sin responder a su pregunta-. ¡Eva, mujer, que todo el mundo está esperando!
Eva se incorporó, juntó las manos y estuvo en un tris de decirlo, pero en el último momento se echó atrás.
– No puedo, Haroon -se lamentó.
– ¡Que lo diga! ¡Que lo diga! -le pedimos a coro.
– Está bien. A ver esos ánimos, Eva -dijo para sí-. Nos vamos a casar. Eso es: nos vamos a casar. Nos conocimos, nos enamoramos y ahora nos casamos. Será dentro de dos meses. ¿Entendido? Estáis todos invitados.
Eva se sentó sin más y papá la rodeó con sus brazos. Eva le estaba diciendo algo, pero todos estábamos gritando nuestra enhorabuena, aporreando la mesa y sirviéndonos más copas. Propuse un brindis en su honor y todo el mundo les vitoreó y les aplaudió. Fue una gran celebración, sin sinsabores. Después de eso nos pasamos horas y horas felicitándonos y bebiendo, y había tanta gente sentada a la mesa que ni siquiera tuve que hablar demasiado. Me puse a pensar en el pasado y recordé todo lo que había vivido hasta encontrarme a mí mismo y aprender a conocer el corazón de la gente. Quizá en el futuro fuera a vivir más conscientemente.
Y así me quedé allí sentado en el corazón de aquella vieja ciudad a la que adoraba, que a su vez estaba asentada al pie de una isla diminuta. Me encontraba rodeado de gente a la que quería, y me sentía feliz y desdichado al mismo tiempo. Pensé en lo complicado que había sido todo, pero tampoco tenía por qué ser siempre así.
Hanif Kureishi