Otro silencio, esta vez tan sepulcral que hasta el aire parecía haberse detenido alrededor de Bernie. Miró el plato y lo apartó.
– Joder -soltó, avergonzado.
Después se levantó, recogió los expedientes y salió de la habitación.
Jake miraba el mantel blanco. Oyó al anciano, que recogía los platos poco a poco, después el sordo rumor de sillas que se produjo cuando Muller y el extremo de la mesa ocupado por el GM se levantaron para irse. Tommy aplastó el cigarrillo en el cenicero.
– Bueno, tengo una partida de póquer esperando -dijo, ya más contenido-. ¿Te vienes, Jake? Estarán todos allí.
El juego ambulante de la guerra, que aún seguía en marcha: tiendas de reporteros llenas de humo, máquinas de escribir maltratadas y el constante rumor de la baraja de cartas.
– Esta noche no -dijo Jake mirando a la mesa.
– Venga, Ron. Tráete tu dinero. -Se levantó de la mesa y luego miró a Jake-. Si sales, coge una pistola. Hay rusos por todas partes. En cuanto se achispan, lo de ahí fuera se convierte en la Ciudad Sin Ley.
Sin embargo, los rusos eran muy escandalosos, recorrían las calles en bandas y su jolgorio advertía de su presencia. Eran los otros, las sombras que se escurrían entre los escombros, los que podían tender emboscadas desde la oscuridad.
– ¿Adonde iba Breimer? -preguntó a Ron.
– Ni idea. Yo estoy en el turno de día. Esperemos que logre echar un polvo.
– Hablando de castigar a los alemanes… -comentó Tommy, y entonces también ellos se marcharon.
Jake se quedó solo en la sala. Se sirvió un poco más de vino. El anciano regresó y, tras dirigirle a Jake una mirada burlona, empezó a vaciar los ceniceros teniendo cuidado de enderezar las colillas e irlas dejando en un plato aparte. La moneda de la ocupación.
– ¿Querrá usted algo más? -preguntó en alemán mientras limpiaba el mantel.
– No. Sólo me acabaré esto.
– Bitte -dijo el hombre con toda la cortesía de un camarero del Adlon, y se fue.
Jake encendió un cigarrillo. ¿Habría fumado Otto Klopfer en la cabina mientras mantenía el motor en marcha, escuchando los golpes detrás de él? Debió de oír gritos y sentir violentas sacudidas. Y él allí sentado, con el pie en el pedal. ¿Cómo pudieron hacer algo así? Todas las preguntas se reducían a ésa. Lo había visto en los rostros de los soldados estadounidenses que habían detestado Francia y, después, desconcertados, en Alemania se habían sentido como en casa. Buena fontanería, carreteras amplias, niños rubios que les agradecían los caramelos, incansables madres que recogían los escombros. «Gente limpia. Trabajadora. Como nosotros.» Después habían visto los campos, al menos en los noticiarios. ¿Cómo habían podido? La respuesta, la única que tenía sentido para todos, era que no lo habían hecho ellos… que habían sido otros. Sin embargo, allí no había nadie más. Así que al final dejaron de preguntar. A menos que, como en el caso de Teitel, la estocada hubiese llegado demasiado adentro.
Jake miró en derredor, a la sala vacía en la que aún se sentía la tensión. En Chicago había trabajado una vez en la sección de sucesos, y allí aprendió que el escenario del crimen siempre desprende esa sensación, siempre se percibe el silencio perturbador que sigue al asesinato: el cadáver cubierto, pero todo lo demás desordenado. Recordó a los fotógrafos indiferentes, a los policías que recorrían la habitación buscando huellas con sus polvos, los rostros estupefactos de las demás personas, que no te devolvían la mirada sino que seguían sentados mirando el arma etiquetada, aturdidos, como si se hubiera disparado sola. Entonces se dio cuenta de que ese día había vuelto a verlo todo, que la ciudad no se había convertido en un solar arrasado por las bombas, sino en un gigantesco escenario del crimen, conmocionado, a la espera de que alguien trajera la camilla, borrara las marcas de tiza y recolocara los muebles. Sólo que ese crimen ni siquiera así se podría olvidar. Siempre habría un cadáver en mitad del suelo. ¿Cómo pudieron hacerlo? Sellar tubos, candar puertas, desoír gritos. Ésa era la única pregunta, pero ¿quién podía responderla? No un reportero con cuatro artículos para Collier's. Esa historia iba mucho más allá, una retorcida parodia de la gran mentira de Goebbels: si logras que el crimen sea lo bastante grande, nadie lo ha cometido. Todos los artículos que pudiera redactar, llenos de colorido local, con sus historias de la guerra y los chanchullos de Truman, no llegarían a ser siquiera notas para el fichero policial.
Se levantó de la mesa. Tenía la cabeza espesa por la bebida y el bochorno estival. En el vestíbulo, el anciano estaba de pie ante una puerta abierta, escuchando un piano. Una música suave, apenas más alta que el reloj de pared. Al ver a Jake se apartó, como si le cediera su asiento en el concierto. Jake quedó un momento parado intentando ubicar la melodía: delicada, ligeramente melancólica, algo del siglo XIX, igual que la casa, un mundo delicado y ajeno a la desagradable cena. Miró a través de la puerta y vio a Bernie inclinado sobre las teclas, iluminado por un foco de luz tenue, con su tirante pelo ondulado apenas visible al otro lado de la caja del piano. A esa distancia, su cuerpo quedaba escorzado y, por un instante, Jake vio el niño que debió de ser, un estudiante aplicado cuya madre escuchaba a escondidas desde el pasillo. «Es algo que tendrás toda la vida», le habría dicho. Un niño bueno, sin un don especial, que no apartaba la vista de las teclas. Todavía no era el terrier propenso a sentirse ofendido. Sin embargo, tal vez fuera sólo por la habitación, la primera habitación de verdad que Jake había visto en Berlín, con su alta estufa en un rincón y el piano cerca de la ventana para que le diera la luz. En los viejos tiempos habrían servido café y bizcocho.
Bernie no levantó la cabeza al terminar, de modo que Jake ya estaba junto al piano cuando lo vio.
– ¿Qué era? -preguntó.
– Mendelssohn. Una de las Canciones sin palabras.
– Muy bonito.
Bernie asintió con la cabeza.
– También ilegal, hasta hace unos meses. Por eso me gusta tocarlo. Aunque estoy algo oxidado.
– A tu público le ha gustado -comentó Jake señalando con la cabeza en dirección al pasillo, desde donde había escuchado el anciano.
Bernie sonrió.
– Sólo vigila el piano. La casa es de ellos. Viven en el sótano.
Jake comprendió.
– Por eso la preocupación por el plato.
– Es cuanto les ha quedado. Lo escondieron, supongo. Los rusos se llevaron todo lo demás.
Abarcó toda la sala con un gesto de la mano, y Jake vio entonces que había sido despojada de todos los muebles. Las tardes de café y el bizcocho no habían sido más que fruto de su imaginación. Miró al piano, lleno de quemaduras de cigarrillo y cercos de líquido de los vasos mojados de vodka.
– No nos han presentado. Soy Jake Geismar. -Le tendió la mano.
– ¿El articulista?
– A menos que haya otro -repuso Jake, halagado aun a su pesar.
– Escribió usted el artículo sobre Nordhausen. El campo de Dora -dijo Bernie-. Jacob… ¿Por ascendencia judía?
Jake sonrió.
– No, por la Biblia. A mi hermano le pusieron Ezra.
Bernie se encogió de hombros.
– Bernie Teitel -dijo, y al fin estrechó la mano de Jake.
– Eso he oído.
Bernie lo miró, desconcertado, hasta que Jake inclinó la cabeza hacia el comedor.
– Ah, antes. -Apartó la mirada-. Cabrón.
– En realidad haces bien en no ingresar en su club de campo.
Bernie esbozó una sonrisa.
– Lo sé. Aunque me gustaría mearme en su piscina. -Se levantó y cerró la tapa del piano-. ¿Qué has venido a hacer a Berlín?