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– De modo que son así -comentó Jake tras acercarse y coger uno.

El habitual papel de color crema con letra desigual y un garabato en tinta al pie. En la cabecera, un nombre: Bernhardt; nadie a quien él conociera. Un diseño de página distinto, aunque familiar, como todos los formularios de la ocupación. Estudió la hoja de arriba abajo y la devolvió. Papel inocuo, aunque a Bernhardt le granjeaba una reputación.

– Pero, como ya he dicho, innecesario ya -insistió Gunther.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Bernie.

– Gunther se retira del caso -contestó Jake-. Quiere seguir bebiendo en otra parte.

– De todos modos, ¿te importa que les eche un vistazo, ya que te has tomado la molestia? -pidió Gunther mientras cogía las carpetas.

– Adelante -respondió Bernie, y se sirvió una copa-. ¿He interrumpido algo?

– No, ya habíamos acabado -dijo Jake-. Me voy.

– No te vayas. Traigo noticias.

Volvió a llevarse la copa a los labios y la apuró de un trago que le provocó un leve escalofrío, un gesto tan impropio que sorprendió a Jake.

– Creía que no bebías.

– Ahora entiendo por qué -repuso Bernie, aún con la misma mueca. Posó el vaso en la mesa-. Renate ha muerto.

– Los rusos…

– No, se ha ahorcado.

Nadie dijo nada. La sala quedó sumida en un silencio fúnebre.

– ¿Cuándo? -preguntó Jake de forma involuntaria; un sonido para llenar el espacio.

– La han encontrado esta mañana. Jamás habría esperado que…

Jake se volvió hacia el mapa, le escocían los ojos como tocados por un rescoldo.

– No -dijo, aunque no era una respuesta, tan sólo otro sonido.

– Nadie pensaba que… -Bernie se interrumpió y miró a Jake-. ¿Te dijo algo cuando hablaste con ella?

Jake negó con la cabeza.

– Si lo hizo, no la oí. -Sus ojos deambulaban por el mapa: la Alex y el juicio imposible; Prenzlauer, donde había escondido al niño; Anhalter Station, en uno de cuyos andenes había gorroneado un cigarrillo. Se podía rastrear la vida en un mapa, como si fueran calles. Las antiguas oficinas de la Columbia, su buen ojo para encontrar la noticia.

– Así que es un final -comentó Gunther con voz neutra y exenta de toda emoción.

– No empezó así -replicó Jake-. No la conocías. No sabes cómo era. Tan… guapa -dijo, inapropiadamente; se refería a cuando estaba viva. Se volvió hacia ellos-. Era guapa.

– Todo el mundo muere -añadió Gunther cansinamente.

– A mí no sé por qué debería importarme -intervino Bernie-. Con todo lo que hizo, y siendo judía. Pero… -Una pausa-. No vine para esto, para presenciar otra muerte.

– Ella era parte de eso -puntualizó Gunther, con el mismo tono de voz.

– Como mucha otra gente -dijo Jake-. Se mantenían al margen. Tal vez así lograban soportarlo.

– Bueno, tal vez ella haya encontrado al fin la paz -concluyó Bernie-. Aunque eligió una forma espantosa de hacerlo.

– ¿Acaso hay otra? -preguntó Gunther.

– Supongo que depende de aquello con lo que sea uno capaz de vivir -contestó Bernie mientras cogía la gorra.

Al oír esto último, Gunther alzó la mirada, pero la desvió enseguida.

– En cualquier caso, pensé que querríais saberlo. ¿Vienes? -Se dirigía a Jake-. Aún tengo cosas por hacer. Dos días, ¿de acuerdo, Gunther? -Tocó las carpetas-. Tengo que enviarlo de vuelta. ¿Estás bien?

En lugar de responder, Gunther cogió una carpeta, la abrió y empezó a leer para no prestarles atención. Jake se puso en pie y esperó, pero la única reacción de Gunther fue volver la página, como un policía ojeando un álbum con fotografías de sospechosos. Llegaron a la puerta antes de que Gunther levantara la cabeza.

– ¿Herr Geismar? -dijo de pronto, al tiempo que se levantaba despacio y se acercaba al mapa, de espaldas a ellos. Se quedó allí unos instantes, escrutándolo-. Escoja el lugar. Comuníquemelo antes del funeral.

Lena descansaba en el sillón, sentada sobre las piernas y envuelta en el humo que brotaba del cenicero que había colocado en el ancho apoyabrazos. La estancia adquiría un aire misterioso a la tenue luz de la lámpara cubierta con un pañuelo. Parecía que llevara horas en la misma posición, ovillada, demasiado petrificada para moverse incluso cuando él se acercó a ella y le acarició el pelo.

– ¿Dónde está Emil?

– En la cama -respondió ella-. No hables tan alto, despertarás a Erich. -Señaló con la cabeza el sofá, donde el chico yacía enroscado bajo una sábana.

La respuesta a la pregunta de Brian: dormían por turnos.

– ¿Y tú?

– ¿Quieres que comparta la cama con él? -exclamó, inesperadamente brusca. Encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior-. Quizá debería ir con Hannelore. Vivir así… -Lo miró-. El dice que no dejarás que se vaya. Quiere ir a Kransberg.

– Irá. Sólo le necesito un día más. -Acercó una de las sillas de la mesa y se sentó a su lado para poder conversar entre susurros-. Un día más y se habrá acabado.

Ella sacudió la ceniza en el cenicero y la removió.

– Cree que te has aprovechado de mí.

– Bueno, y lo he hecho -convino él, intentando animarla.

– Pero él me perdona -siguió ella-. Quiere perdonarme.

– ¿Qué le has contado?

– No importa. No escucha. Yo fui débil, pero él me perdona; ésa es la situación para él. Así que, ya ves, estoy perdonada. Durante todo aquel tiempo, antes de la guerra, cuando pensaba… Y al final, así de fácil…

– ¿Lo sabe él? ¿Lo de antes de la guerra?

– No. Si supiera que Peter… Tú no se lo has dicho, ¿verdad? Debes ahorrarle eso.

– No, no se lo he dicho.

– Debemos ahorrarle eso -repitió ella, de nuevo pensativa-. Qué lío hemos organizado tú y yo. Y ahora él me perdona.

– Déjale. Será más fácil para él. No es culpa de nadie.

– Sí, tuya. Es a ti a quien no perdona. Cree que quieres destruirlo. Esa es la palabra que utiliza. Y ponerme en su contra. Todas esas ideas absurdas que se le ocurren… Este es el agradecimiento que recibes por salvarlo. -Recostó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y exhaló el humo-. Quiere que vaya a Estados Unidos.

– ¿Con él?

– Pueden llevarse a las esposas. Para mí es una oportunidad… Dejar atrás todo esto.

– Si es que acaban yendo.

– Podemos empezar de nuevo. Esa es su idea. Empezar de nuevo. Así que para eso lo has salvado. Tal vez ahora te arrepientas.

– No. Me salió en las cartas, ¿recuerdas?

Ella sonrió sin abrir los ojos.

– El protector. Y ahora, aquí estamos, todos tus descarriados. ¿Qué vas a hacer con nosotros?

– Para empezar, llevarte a la cama. Estás hablando en sueños. Vamos, apartaremos un poco a Erich. No le importará.

– No, déjale. Estoy demasiado cansada para dormir. -Se volvió para mirar al muchacho-. He enviado a una de las chicas a ver a Fleischman. El pregunta si podemos quedárnoslo algún tiempo más. Los campos están atestados. ¿Te importa? No da ningún problema. Además, ya sabes, a Emil no le gusta hablar en su presencia, de modo que es mejor así. Me aporta algo de paz.

– ¿Qué hay de Texas?

– Sólo quieren bebés. Antes de que se vuelvan demasiado alemanes, supongo -añadió, más abatida que enojada. Apagó el cigarrillo-. Todos tus descarriados. Nos alojas y te haces responsable de nosotros. ¿Sabes? El cree que vas a llevarlo con su madre. ¿Qué puedo decirle? ¿Después de la cárcel, tal vez?

– Ni siquiera entonces -intervino Jake con voz pausada-. Se suicidó anoche.

– Oh. -Un sonido herido, como un grito sofocado-. Oh, ¿de veras? -Desvió la mirada de nuevo hacia el sofá y después la posó en el regazo, mientras se le anegaban los ojos. Jake quiso abrazarla, pero ella lo rechazó tapándose los ojos con una mano-. Es ridículo. No llegué a conocerla. Sólo era una más en la oficina. No me mires. No sé qué me pasa.