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– Entonces le encontraremos uno.

– Así de fácil. ¿Crees que quedan tantos?

– Hablaré con Bernie. Quizá él conozca a alguien.

– Siempre tienes una respuesta para todo -dijo ella, exhalando un suspiro. Se incorporó y empezó a deambular, rígida, con los brazos cruzados sobre el pecho-. Todo es tan fácil para ti…

– Tú no. No esta noche. ¿Qué ocurre, Lena? -preguntó, con la mirada clavada en su espalda mientras ella cruzaba la habitación, como si así pudiera seguir su estado anímico, escurridizo como el mercurio.

– No lo sé. -Ella avanzó un paso más y se detuvo frente a la puerta-. Y era yo quien quería tenerlo aquí. Cualquier cosa menos los rusos, eso es lo único que podía pensar. Ahora está aquí y… ¿Y qué? Estoy enfadada con él. Y también contigo. Te escucho y pienso: «Tiene razón», y no quiero que tengas razón. Quizá también lo mío sea algo personal. De modo que todo es un bonito embrollo. -Hizo una pausa-. No quiero que tengas razón con respecto a él.

– No puedo hacer desaparecer los documentos -se defendió Jake con voz pausada.

– Lo sé -respondió ella frotándose una manga-. Lo sé, pero no lo hagas tú. Que sea otro…

Se mordió el labio inferior.

– ¿Es eso lo que quieres?

Ella miró al techo y buscó una respuesta en el yeso.

– ¿Yo? ¿Lo que yo quiero? Antes pensaba cómo sería la vida si nada de esto hubiera ocurrido. -Bajó la cabeza y miró más allá de él, al vacío; su voz volvió a brotar errante-. Lo que yo quiero. ¿Quieres que te lo diga? Quiero quedarme en Berlín. Es mi hogar, incluso en este estado. Trabajar con Fleischman, quizá. Me necesita, necesita a alguien que le pueda ayudar. Después, volver a casa y cocinar. ¿Sabías que cocino? Mi madre decía que es algo que los hombres siempre agradecen. -Le miró a los ojos-. Así que cenaríamos y estaríamos juntos. De vez en cuando saldríamos, nos vestiríamos y saldríamos juntos. Iríamos a alguna fiesta, estaría bien, y yo me daría la vuelta y tú estarías mirándome, como en el Club de Prensa. Y nadie lo sabría, sólo yo. Eso es todo. Millones de personas viven así. Una vida normal. ¿Puedes conseguirnos eso?

Él trató de cogerle una mano, pero ella no hizo caso y siguió encerrada en sí misma.

– Creo que en Berlín no. Ni siquiera un americano puede conseguir eso ahora.

19

Fue Gunther quien escogió el lugar.

– La estación no. Es un lugar demasiado expuesto, y hay que tener en cuenta a Herr Brandt.

– ¿Emil? No voy a llevar a Emil.

– Debe hacerlo. Es a Brandt a quien quiere. No se presentará sólo por usted. -Se levantó con la taza de café, frío y sobrio, y se acercó al mapa-. Imagine lo que está pensando. No puede volver a perderlo. Si usted está solo, ¿qué habrá conseguido, aunque lo mate? Seguirá sin tener a Brandt. No, quiere un plan sencillo para recuperarlo. Usted no sospecha nada, logra sorprenderlo y se lleva a Brandt. O a los dos. A usted para más adelante. Pero el encuentro debe producirse en un lugar donde no corra el riesgo de llamar la atención. Si lo mata allí, lo perderá todo. Necesita esa protección.

– Sé cuidarme solo -repuso Jake, con una mano sobre la pistola que llevaba en la cadera.

Gunther se volvió y esbozó una sonrisa.

– De modo que es verdad. Los americanos dicen esas cosas. Pensaba que sólo en Karl May. -Echó un vistazo a la librería-. Pero en la vida real me parece absurdo. En la vida real uno busca protección.

– ¿Dónde? Debo hacerlo solo. No tengo a nadie en quien confiar.

– ¿Confía en mí? -Miró a Jake a los ojos y, casi avergonzado, se volvió de nuevo hacia el mapa-. Entonces no estará solo.

– ¿Va a cubrirme? Creía que no se arriesgaba.

– Alguien tiene que hacerlo. En una operación policial, se lleva siempre a un compañero. Dos colocan la trampa: uno, el queso; el otro, el resorte. Flap. -Chasqueó los dedos-. El cree que lo sorprende, pero es usted quien lo sorprende a él. De lo contrario… -Hizo una pausa, reflexivo-. Pero necesitamos protección.

– No hay ningún lugar en Berlín que ofrezca esa protección.

– Mañana lo habrá -dijo Gunther-. Lo que he pensado es utilizar al ejército americano.

– ¿Qué?

– Ya sabe que mañana desfilan todos los Aliados. Así que nos encontraremos aquí -añadió, y posó el dedo sobre Unter den Linden.

– ¿En zona rusa?

– Herr Geismar, ni siquiera los rusos dispararán en presencia del ejército americano. -Se encogió de hombros-. Muy bien. -Desplazó el dedo a la izquierda, más allá de la Puerta de Brandeburgo-. El palco presidencial estará aquí, en zona británica.

– Por poco.

– No importa, siempre y cuando el ejército esté allí. De modo que quedaremos delante del palco presidencial. Entre la multitud.

– Si voy a estar tan protegido, ¿por qué iba a marcharme con él?

– Podría encañonarle con una pistola por la espalda. Discreto, pero persuasivo. Eso es lo que yo haría. «Camine despacio.» -Emuló la voz de un policía-. Suelen hacerlo.

– Si es ése el modo en que los rusos juegan…

– Así lo harán. Voy a sugerírselo yo mismo. -Se volvió de espaldas al mapa-. El problema es que no sabemos quién es. Me sentiría mejor si supiera quién va a presentarse. De esta forma tenemos que esperar al último momento… para sorprenderlo. Uno puede colocar la trampa, pero la sorpresa nunca es segura. La lógica es segura.

– Lo sé, seguir las claves. ¿Ha encontrado algo en los Persilscbeine? -preguntó Jake, mirando a la mesa.

– No, nada -contestó Gunther, apesadumbrado-. Pero debemos de haber pasado algo por alto. Siempre hay lógica en un crimen.

– Si tuviéramos tiempo de encontrarla. Se me han acabado las pistas. La última murió con Sikorsky.

Gunther meneó la cabeza.

– No, alguna otra cosa. Tiene que haber algo. Verá, he estado pensando en Potsdam, aquel día en el mercado.

– Sabemos que fue él.

– Sí, pero ¿por qué entonces? Debe de haber algo, el cuándo. Algo ocurrió que lo hizo actuar entonces. ¿Por qué no antes? Si supiéramos eso…

– Nunca se rinde, ¿eh? -comentó Jake, impaciente.

– Esa es la manera de resolver un caso, con lógica. No así. Trampas. Armas. -Agitó una mano en dirección a la librería-. El Salvaje Oeste en Berlín. Bueno, siempre podemos…

– ¿Qué? ¿Esperar a que él me liquide mientras usted resuelve el caso? Ya es demasiado tarde para eso. Tenemos que acabar con esto antes de que vuelva a intentarlo.

– Esa es la lógica de la guerra, Herr Geismar, no la de un caso policial. -Gunther se alejó del mapa.

– Yo no empecé. ¡Por Dios! Lo único que quería era una historia.

– Pero, como bien dice usted -replicó Gunther mientras cogía la corbata de los funerales, que había dejado en la mesa-, cuando ya has empezado, sólo importa el final. -Se dispuso a anudarse la corbata, sin necesidad de espejo-. Esperemos que gane usted.

– Me cubren un buen ayudante y el ejército americano. Ganaremos. Y después…

Gunther gruñó.

– Sí, después. -Se miró la corbata y alisó los extremos-. Después tendrá paz.

La tarde resultó claustrofóbica en el piso, y la cena, aún peor. Lena encontró un poco de repollo para acompañar la carne de vaca en conserva de las raciones B. Lo sirvió en un plato en el centro de la mesa, chorreante, y todos, sentados alrededor, comieron. Sólo Erich comió con entusiasmo. Sus afilados ojos, los de Renate, saltaban de un huraño rostro a otro, pero guardaba silencio, quizá habituado ya a las comidas silenciosas. Emil se había animado al saber que sería devuelto al día siguiente, pero después se había sumido en un enojo ofendido que le hizo pasar la mayor parte del día tumbado en el sofá con un brazo sobre los ojos, como un prisionero sin el privilegio de salir al patio. El sucedáneo de café era flojo y amargo, una mera excusa para demorarse en la mesa, no merecía la pena tomarlo. Todos sintieron cierto alivio cuando apareció Rosen, agradecían cualquier sonido que amortiguara el tenso tintineo de las cucharillas.