– Mira lo que te ha encontrado Dorothee -le dijo a Erich, y le tendió una barra de chocolate a medio comer. Sonrió al ver cómo el niño quitaba el envoltorio-. No de un bocado, ¿eh?
– Es usted muy bueno con él -le dijo Lena-. ¿Dorothee está mejor?
– Todavía tiene la boca hinchada -respondió el hombre. Un bofetón a manos de un soldado borracho, dos noches antes-. Demasiado hinchada para comer chocolate, en cualquier caso.
– ¿Puedo verla? -preguntó Erich.
– ¿Te parece bien? -Rosen se dirigía a Lena. Esta asintió-. Bueno, pero recuerda que debes fingir que tiene el mismo aspecto de siempre. Dale las gracias por el chocolate y dile sólo: «Lamento que te duelan las muelas».
– Ya lo sé, no debo fijarme en el morado.
– Exacto -confirmó Rosen con dulzura-. No te fijes en el morado.
– ¿Puedo hacer algo? -preguntó Lena.
– Está bien, sólo magullada. Mi ayudante la curará -respondió él, y le tendió la bolsa a Erich-. No tardaremos.
– Esa es la vida que le estás dando -le espetó Emil a Jake cuando se hubieron marchado-. Putas y judíos.
– Cállate -intervino Lena-. No tienes derecho a decir esas cosas.
– ¿Que no tengo derecho? Eres mi mujer. Rosen… -añadió, con voz desdeñosa-. Andan siempre los dos juntos.
– Basta ya de decir sandeces. Rosen no sabe nada del niño.
– Siempre se reconocen entre sí.
Lena lo miró con abatimiento. Se levantó y empezó a quitar la mesa.
– Nuestra última noche -dijo, mientras apilaba los platos-. Y qué plácida estás haciendo que sea. Quería disfrutar de una cena agradable.
– Con mi mujer y su amante. Sí, muy agradable.
Ella sostuvo un plato en el aire unos segundos, dolida, y lo añadió a la pila.
– Tienes razón -admitió-. Aquí no hay sitio para un niño. Esta noche me lo llevaré con Hannelore.
– No podrás volver después del toque de queda -dijo Jake.
– Me quedaré allí. Tampoco hay sitio aquí para mí. Puedes seguir escuchando esta sarta de estupideces, yo estoy cansada.
– ¿Te vas? -preguntó Emil, desconcertado ante su reacción.
– ¿Por qué no? Contigo así… Me despediré aquí. Me das pena, tan herido e irritado. No teníamos por qué acabar así. Deberíamos alegrarnos el uno por el otro. Tú te irás con los americanos. Esa es la vida que querías. Y yo…
– Tú te quedarás con las putas.
– Sí, me quedaré con las putas -dijo ella.
– ¡Qué desfachatez! -exclamó Jake.
– No pasa nada -le calmó Lena. Meneó la cabeza-. No quería decir eso, lo conozco. -Avanzó un paso hacia él-. ¿Te conozco? -Alzó una mano para posársela en la cabeza, lo miró y volvió a bajarla-. Estás tan enfadado… Mira tus gafas, otra vez sucias. -Se las quitó y se las limpió con la falda, como solía hacer-. Toma, ahora verás algo.
– Veo perfectamente. Veo qué está ocurriendo, lo que has hecho -repuso, dirigiéndose a Jake.
– Sí, lo que ha hecho -intervino ella con voz resignada, casi nostálgica-. Te ha salvado la vida y ahora te ofrece la oportunidad de comenzar de nuevo. ¿También ves eso? -Volvió a levantar la mano y se la posó en un hombro-. No seas así. Recuerda cuántas veces nos preguntamos durante la guerra si sobreviviríamos. Eso era lo único que importaba entonces, y lo hemos conseguido. Quizá hemos sobrevivido para esto, para que ambos empecemos una nueva vida.
– No todos hemos sobrevivido.
Ella retiró la mano.
– No, no todos.
– Tal vez en tu nueva vida te resulte conveniente que Peter ya no esté.
Sólo sus ojos reaccionaron, un gesto de dolor.
Jake lo fulminó con la mirada.
– Oye, cabrón…
Lena agitó una mano para atajarlo.
– Ya hemos dicho suficiente. -Miró a Emil-. Dios mío, cómo puedes decirme eso…
Emil guardó silencio con la mirada clavada en la mesa.
Lena se acercó a la cómoda, abrió un cajón y sacó una fotografía.
– Tengo algo para ti -dijo acercándose a él otra vez-. La encontré entre mis cosas.
Emil sostuvo la fotografía, parpadeó y sus hombros se hundieron a medida que la observaba con más detalle; todo fue suavizándose en él, incluso la mirada.
– Mírate -dijo con voz queda.
– Y tú también -repuso Lena por encima de su hombro, con un tono tan íntimo que por un instante Jake creyó que ya no estaba en la misma habitación que ellos-. ¿Es esto lo que quieres?
Emil la miró, dejó la fotografía y se puso en pie. Le sostuvo la mirada un minuto más antes de volverse y, sin mediar palabra, se encaminó a la puerta del dormitorio y la cerró tras él.
Jake cogió la instantánea. Una pareja joven, abrazada en una pista de esquí, con los ojos desorbitados bajo gorros de lana, sonrisas tan amplias y blancas como la nieve que los rodeaba, tan jóvenes los dos que debían de ser otros.
– ¿De cuándo es? -preguntó.
– De cuando éramos felices. -Tomó la fotografía y la miró una vez más-. Ahí tienes a tu asesino. -La dejó en la mesa-. Voy a buscar a Erich. Tú puedes fregar los platos.
«No me busque, yo los veré», le había dicho Gunther, y, de hecho, cuando Jake y Emil llegaron al desfile, no parecía estar por ninguna parte. Sin duda se había ocultado entre la multitud de uniformes que se aglomeraban en la Puerta de Brandeburgo y que se desparramaban sin orden aparente por el páramo de Tiergarten, a lo largo de Charlottenburgen Chausee. Los Aliados habían vencido incluso al tiempo: el cielo húmedo y encapotado se había tornado límpido y despejado para la marcha, con una brisa lo bastante intensa para hacer ondear las columnas de banderas. Carteles de Stalin, Churchill y Truman colgaban del arco, y entre las filas Jake vio cómo las tropas y los vehículos acorazados empezaban a avanzar hacia ellos por Unter den Linden: miles de soldados, y muchos más apiñados a lo largo del pavimento para vitorearles. Sólo había un puñado de civiles: buscadores de curiosidades con semblante adusto, pequeñas bandas de desplazados apáticos sin ningún otro lugar adonde ir, y las habituales camarillas de niños, para quienes cualquier evento constituía una distracción. El resto de Berlín se había quedado en casa. Por toda la gris avenida de tocones carbonizados y ruinas, los Aliados celebraban su victoria.
Cuando Jake llegó al palco presidencial, las primeras bandas habían pasado, una obertura de estridentes vientos. Recordó los otros desfiles que había visto en ese mismo lugar, cinco años antes, con los árboles de Unter den Linden estremeciéndose por el recio paso de botas que regresaban de Polonia. Éste era más relajado y colorido; los franceses parecían casi juguetones con sus borlas rojas; los británicos marchaban con tal informalidad que daba la impresión de que ya estuvieran desmovilizados, de camino a casa. La pulcritud había quedado relegada a los americanos de la 82.a División Aerotransportada, que lucían cascos lustrosos y guantes blancos bajo las trabillas de los hombros, aunque con la música y los aplausos aislados el efecto resultaba más teatral que militar. Soldados artistas. Incluso el palco presidencial, adornado con banderines y micrófonos para los discursos que vendrían más tarde, se alzaba sobre la calle como un escenario, repleto de generales ataviados con uniformes tan sofisticados que más parecían barítonos a punto de arrancarse a cantar.
Zhukov era el más llamativo, con dos filas de medallas a ambos lados del pecho que le llegaban hasta la cadera. A su lado, la sencilla chaqueta de Patton, con apenas unas cintas, transmitía una especie de simplicidad desafiante. Sin embargo, la teatralidad estribaba en sus movimientos. Zhukov, al frente y en el centro, avanzó un paso, pero Patton avanzó con él, de modo que para cuando llegaron al balaústre ambos se habían convertido ya en un vodevil de generales haciéndose reverencias. La prensa reaccionó tomando fotografías desde su propio palco, y Jake observó que incluso el general Clay, habitualmente sobrio, intentaba contener una sonrisa y casi le guiñaba un ojo a Muller, que respondía mirando al cielo en un gesto de paciencia; el juez Harvey, de pelo plateado, permanecía inmóvil, sufriendo sus ridiculeces. Por un segundo, Jake deseó estar cubriendo todo aquello para Collier's: la estridencia del aire, las absurdas disputas, el Reichstag quemado como telón de fondo en la distancia. Tal vez una entrevista con Patton, que lo reconocería y siempre hacía buenas declaraciones. En lugar de eso, sin embargo, buscaba con ansia un rostro entre la muchedumbre. Lo que pensaba, a medida que desfilaban más tropas, era que en su vida había visto tantas armas y que Gunther se había equivocado: en absoluto se sentía protegido. Cualquiera de ellos, entre aquel enjambre, podía estar preparado para actuar en cualquier momento.