– ¡Mierda! -exclamó Jake.
Les pisaba los talones.
– ¿Qué ocurre?
Un Horch negro, el coche de Potsdam. No: dos, el segundo quedaba medio oculto por el polvo que levantaba el primero.
– Sube al jeep. Venga, ¡deprisa!
Empujó a Emil, que se tambaleó, luego lo cogió del brazo y ambos corrieron hacia el jeep. Por supuesto, Shaeffer no estaba solo. El jeep no estaba lejos, lo había aparcado detrás de la muchedumbre, junto a otros vehículos, pero el Horch estaba ya tan cerca que incluso lo oían. El ruido del motor era como una mano en su espalda. Cogió la pistola sin dejar de correr. ¿Para qué? Si se daba el caso, un disparo al aire atraería la atención. Al menos les proporcionaría la protección del público.
Estaban a punto de alcanzar el jeep cuando el Horch se les adelantó y les bloqueó el paso con un chirrido de frenos. Un ruso uniformado se apeó y se apostó junto a la puerta, sin apagar el motor.
– Herr Brandt -saludó a Emil.
– Quítate de en medio o dispararé -amenazó Jake, apuntando hacia arriba con el arma.
El ruso lo miró y esbozó una sonrisa petulante y después hizo un gesto afirmativo con la cabeza en dirección al otro coche, que se había detenido detrás. Dos hombres vestidos de paisano.
– Para entonces ya estarás muerto. Baja el arma. -Seguro de sí mismo, sin siquiera esperar a que Jake obedeciera-. Herr Brandt, acompáñenos, por favor. -Abrió la puerta trasera del coche.
– No va a ninguna parte.
– Con permisos de viaje no -puntualizó el ruso, con voz anodina-. Como ve, no son necesarios. Una disposición diferente. Por favor.
Asintió mirando a Emil.
– Se encuentran en zona británica -dijo Jake.
– Presente una queja -replicó el ruso. Miró hacia el otro coche-. ¿Tengo que pedir a mis hombres que intervengan?
Emil miró a Jake.
– Mira el lío en que nos has metido.
El ruso parpadeó, desconcertado por aquel disentimiento, y abrió la puerta del acompañante. Gunther bajó y se acercó a ellos, pistola en mano.
– Suba al coche, Herr Brandt.
Por un instante, mientras los escrutaba con el arma empuñada, Jake sintió que se le desinflaban los pulmones. La decepción le dejaba sin fuerzas por momentos. «Quiero que me traicione.» Emil se encaminó reluctante al coche. El ruso cerró la puerta trasera. Flap.
– Un buen poli alemán -comentó Jake con voz pausada, sin dejar de mirar a Gunther.
– Ahora usted -le indicó Gunther, y apuntó con la pistola hacia el coche-. Delante.
El ruso los miró, sorprendido.
– No, sólo Brandt. Déjelo.
– Suba -insistió Gunther.
Jake fue hasta hacia la puerta del acompañante y se detuvo a su lado. Se oyó un silbido agudo. Miró por encima del coche. Al final de la calle, Shaeffer había dejado de correr. Se llevó dos dedos a la boca y luego se precipitó de nuevo hacia ellos. Un soldado se desmarcó de la multitud y corrió tras él. El resto de la trampa se cerraba.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó el ruso a Gunther.
– Yo conduciré.
– ¿Qué pretende? -Su voz sonaba alarmada.
Gunther desplazó la pistola hacia el ruso.
– Vaya con los demás.
– ¡Cerdo fascista! -gritó el ruso.
Sacó la pistola, pero su mano se detuvo a medio camino cuando le alcanzó la bala de Gunther, una explosión tan repentina que por un instante pareció que no había llegado a disparar. Se produjo gran agitación alrededor, como el vuelo sobresaltado de una bandada de pájaros en el campo. Los espectadores más próximos se agacharon sin mirar, en un acto reflejo. En el palco presidencial se produjo una reacción retardada, los de menor rango azuzaban a los generales para que bajaran. Gritos. Los hombres del otro coche bajaron y corrieron, aturdidos, hacia el ruso abatido. Jake vio que Shaeffer se detenía, una décima de segundo, y seguía corriendo agazapado. Todo al mismo tiempo, de tal modo que Gunther estaba ya dentro del coche antes de que Jake se diera cuenta de que se ponía en movimiento. Saltó dentro sujetándose a la puerta abierta mientras metía la otra pierna. Doblaron a la izquierda, de vuelta al escarpado terreno del parque, traquetearon con violencia y enfilaron hacia la parte occidental, hacia la Columna de la Victoria. Siguiendo por el mismo lado, adelantaron al desfile. Gunther viró bruscamente para esquivar el cráter de una bomba y, al hacerlo, pasó sobre un profundo surco que provocó una fuerte sacudida en el coche y aplastó el hombro dolorido de Jake contra la puerta.
– ¿Está loco? -gritó Emil desde el asiento posterior, con la mano sobre la cabeza, que acababa de darse contra el techo.
– Siga sentado -le dijo Gunther con voz pausada, girando el volante para esquivar un tocón.
Jake miró atrás e intentó atisbar a través del polvo. El otro Horch los seguía, dando bandazos por el mismo suelo accidentado. Algo más atrás, un jeep, presumiblemente el de Shaeffer, se alejaba de la multitud que se había congregado alrededor del ruso muerto. Por la ventana se oían, irreales, trompetas y el golpeteo rítmico de tambores, el mundo de cinco minutos atrás.
– Intenté demorarlos -explicó Gunther-. Calculé mal el tiempo. Creí que se había ido ya, que sabía que algo iba mal.
– ¿Por qué usted?
– Porque me esperaba. Tenía que llevarlo al coche para recoger los permisos. Pero él vio correr a Brandt. Una gente impulsiva -añadió con tono lacónico y sin dejar de sujetar con fuerza el volante.
Rebotaron al pasar por encima de otro hoyo del terreno horadado.
– También usted ha sido bastante impulsivo. ¿Por qué usted y no el americano?
– No podía venir.
Jake miró atrás. La distancia aumentaba.
– En realidad, sí ha venido. Sigue tras nosotros.
Gunther gruñó, intentando comprenderle.
– Muy bien. A lo mejor me ha puesto a prueba para ver si podían confiar en un alemán.
– Ya tienen su respuesta. -Jake lo miró-. Pero yo debería haberlo sabido.
Gunther se encogió de hombros, concentrado en conducir.
– ¿Quién conoce a nadie en Berlín? -Viró el volante, eludiendo la estatua de un Hohenzollern que milagrosamente había sobrevivido; sólo el rostro parecía descascarillado por una explosión-. ¿Siguen ahí? -preguntó, sin confiar en sí mismo lo bastante para mirar por el retrovisor.
Jake se volvió.
– Sí.
– Necesitamos una calzada. Así no podemos ir más deprisa. -Ya se veía la glorieta de Grosser Stern, un embudo atestado de participantes en el desfile-. Si pudiéramos atajar por el centro… Sujétense.
Otro giro brusco a la izquierda para dejar a un lado el desfile e internarse aún más en el parque. Emil gruñó en el asiento trasero.
Jake sabía que Gunther los llevaba al sur, hacia la zona estadounidense, pero todos los puntos de referencia que conocía habían desaparecido. Frente a ellos, un espacio desolado, salpicado de tocones, escombros y farolas rotas. El paisaje lunar de Ron. El terreno era allí incluso peor, no tan despejado como el colindante a la Chausee. Estaba lleno de montículos.
– Ya estamos cerca -dijo Gunther, que dio un brinco al sortear un bache.
Incluso el recio Horch rebotó. Por un instante, al mirar atrás entre el polvo a los coches que los seguían, a Jake se le ocurrió que Gunther finalmente tenía su Salvaje Oeste, la diligencia traqueteando al galope por las tierras baldías. Y entonces otro Horch salido de la nada se coló en el sueño de Karl May y empezó a dispararles desde detrás. Una ráfaga de tiros y después el estallido del parabrisas trasero haciéndose añicos.
– ¡Dios santo, nos disparan! -gritó Emil con la voz entrecortada por el miedo-. ¡Pare! ¡Esto es una locura! ¿Qué está haciendo? ¡Van a matarnos!
– Siga agachado -le indicó Gunther mientras se encorvaba un poco más sobre el volante.
Jake se agazapó y miró atrás por el borde del asiento. Los dos vehículos disparaban ya; una lluvia de balas extraviadas.