– La conferencia. Busco una historia, como todos los demás.
– Supongo que no lograré que te intereses por el programa, ¿verdad? No nos vendría mal algo de prensa. Life estuvo aquí, pero sólo querían saber cómo les iba a nuestros muchachos.
– ¿Y cómo les va?
– Ah, bien, muy bien. Nadie confraterniza, así que nadie pilla la sífilis. Nadie saquea. Nadie se gana un sobresueldo en el mercado negro. Sólo reparten chocolatinas Hershey y evitan meterse en líos. Cualquier madre estaría orgullosa. Según Life.
Recogió sus expedientes para marcharse. Jake encendió un cigarrillo y lo miró con detenimiento a través del humo. Era un fiscal de distrito, no un chico que tocaba Mendelssohn.
– ¿Qué le pasará a Otto Klopfer?
Bernie se detuvo.
– ¿A Otto? Un juicio sumario. No es lo bastante importante para el equipo de Nuremberg. De tres a cinco años, seguramente. Después volverá a conducir un camión, pero no para nosotros.
– Creía que habías dicho…
– No podemos demostrar que los matara. No quedaron testigos en la camioneta. Si no hubiera enviado esa carta, no podríamos demostrar nada. Aquí insistimos mucho en la correcta aplicación de la ley. No queremos montar una inquisición -dijo, imitando al congresista-. Preferiríamos dejarles pasar alguna cosilla a los nazis.
– ¿Juicios sumarios? ¿Eso haces?
Bernie sacudió la cabeza.
– Intentamos que los representantes de minorías nacidos en el extranjero no participen en los tribunales. Por si no son… imparciales. Yo sólo soy el sabueso. Ahora mismo estoy con los Fragebogen. -Tocó los expedientes-. Cuestionarios -tradujo-. «¿Fue usted miembro del Partido? ¿De la Liga de Muchachas Alemanas?» Algo así. Tienen que rellenarlo si quieren trabajo o una cartilla de racionamiento.
– ¿No mienten?
– Claro, pero tenemos los archivos del partido, así que lo comprobamos. A esa gente se le daba muy bien dejar constancia de todo.
Jake miró los gruesos expedientes; como un centenar de postes con mensaje en los escombros.
– ¿Se podría localizar a alguien con eso?
Bernie lo miró.
– Puede. Si estaba en la zona americana -dijo, a modo de pregunta.
– No lo sé.
– Los expedientes británicos tardarán aún un tiempo. Los rusos… -Dejó la frase colgada. Después, con afabilidad, añadió-: ¿Algún pariente?
– Alguien a quien conocía.
Bernie sacó una pluma y garabateó algo en un trozo de papel.
– Veré qué puedo hacer -dijo, y le dio un número de despacho-. Ven a verme mañana. Tengo la sensación de que me habrán cancelado la cita de las tres. -Se alejó del piano y luego se volvió hacia Jake-. Tendrían que estar vivos, ¿sabes?
– Sí. Gracias. -Se guardó la dirección en el bolsillo-. ¿Puedo invitarte a una copa?
Bernie lo rechazó con la cabeza.
– Tengo que volver al trabajo.
Volvió a guardar los expedientes bajo del brazo, otra vez llegaba tarde.
– No podrás cogerlos a todos -dijo Jake con una leve sonrisa.
El rostro de Bernie se endureció.
– No. Sólo de uno en uno. Igual que hicieron ellos. De uno en uno.
A la mañana siguiente, Jake tardó más de una hora en encontrar a Frau Dzuris en una de las calles destrozadas que había no muy lejos del cuartel general británico de Fehrbelliner Platz. El yeso de la fachada del edificio se había desplomado; y había dejado parches de ladrillo visto, la escalera olía a moho y cubos de excrementos, indicios de una cañería rota. Un vecino lo acompañó hasta el segundo piso y se quedó en el descansillo por si había algún problema. Dentro se oían unos niños, pero se callaron en cuanto Jake llamó a la puerta. Cuando Frau Dzuris abrió, algo asustada, se percibió un leve aroma a patatas cocidas. La mujer lo reconoció enseguida, sus manos se alzaron para alisarse el pelo y hacer entrar a Jake, pero la bienvenida fue nerviosa, y él, en los rostros de los niños, vio que era por el uniforme. La mujer no sabía muy bien qué hacer, así que se lo presentó a todo el mundo -una nuera y tres niños- y lo sentó a la mesa. En la habitación contigua habían dispuesto dos colchones juntos.
– Vi su nota en Pariserstrasse -explicó Jake en alemán.
– Para mi hijo. No sabe que estamos aquí. Se lo llevaron a trabajar al este. Unas cuantas semanas, dijeron, y mire ahora…
– ¿Tuvieron que marcharse por las bombas?
– Oh, fue terrible. Los británicos de noche, los amis de día… -Una mirada rauda, para ver si lo había ofendido-. ¿Por qué querían bombardearlo todo? ¿Creían que todos éramos Hitler? A nuestro edificio lo alcanzaron dos veces. La segunda vez…
La nuera le ofreció agua y se sentó. Los niños miraban desde la puerta de la otra habitación.
– ¿Estaba Lena allí?
– No, estaba en el hospital.
– ¿En el hospital?
– No estaba herida, trabajaba allí. En el Elisabeth. Ya sabe, el de Lützowstrasse. Ya le dije yo que Dios la protegía por sus buenas acciones. Los demás estaban en el sótano y no sobrevivieron. Herr Bloch, su Greta, todo el mundo. Los mataron a todos. -Otra mirada-. Herr Bloch no quiso ir al refugio público. Él no. Yo nunca confié en el sótano. «No es lo bastante profundo», le dije, y ya ve que no lo era. -Había empezado a retorcerse las manos, y Jake vio que la carne del brazo le colgaba en pliegues, como tiras de masa-. Tantísimos muertos. Terrible, no puede hacerse una idea, toda la noche…
– Pero Lena… ¿sobrevivió?
La mujer asintió con la cabeza.
– Regresó, aunque luego tuvimos que trasladarnos.
– ¿Adonde fue?
– Tenía una amiga en el hospital. Después de eso, no lo sé. También lo alcanzaron, oí decir. Un hospital. Bombardearon incluso a los enfermos. -Meneó la cabeza.
– Pero ¿no dejó una dirección?
– ¿A mí? No, yo ya me había ido. Verá, no había tiempo para dejarse direcciones. Una buscaba lo que podía. A lo mejor tenía familiares, no lo sé. Nunca me dijo nada. No puede hacerse una idea de cómo fue. El ruido. Aunque ¿sabe lo más extraño? Los teléfonos funcionaron hasta el final. Eso es lo que recuerdo de Pariserstrasse. Las bombas, todo el mundo corriendo, y los teléfonos sonando. Incluso en ese momento.
– ¿Y su marido?
– En alguna parte. En la guerra. -Sacudió la mano-. A las mujeres nos dejaron para los rusos. Oh, fue terrible. Gracias a Dios que yo… -Miró a su nuera-. Tuve suerte.
– Pero tiene que estar en alguna parte -dijo Jake.
– No lo sé. Ya se lo dije a su amigo.
– ¿Qué amigo?
– El soldado de ayer. No sabía qué pensar. Ahora lo comprendo. No quería venir usted en persona, eso lo explica todo. Siempre fue usted muy cuidadoso, lo recuerdo. Por si Emil… -Se inclinó hacia delante y le puso una mano en el brazo, como una confidente inesperada-. Pero, verá, nada de eso importa ya. Tantos años.
– Yo no he enviado a nadie.
La mujer retiró la mano.
– ¿No? Bueno, entonces, no sé.
– ¿Quién era?
Frau Dzuris se encogió de hombros.
– No lo dijo. Nunca lo hacen, ¿sabe? Sólo preguntan: ¿Cuántos viven aquí? ¿Tienen cartillas de leche para los niños? ¿Dónde trabajó durante la guerra? Es peor que con los nazis. A lo mejor estaba haciendo recuento de los muertos. Lo hacen para que nadie pueda usar sus nombres para las cartillas de racionamiento.
– ¿Qué le dijo?
– Que si sabía dónde vivía, si había visto a Emil, nada más. Como usted. -Se lo quedó mirando-. ¿Sucede algo? Aquí somos buena gente. Tengo niños a los que…
– No, no. Nada. No vengo de parte de la policía. Sólo quiero encontrar a Lena. Éramos amigos.
La mujer esbozó una ligera sonrisa.
– Sí. Siempre lo creí. Ella nunca me dijo una palabra -comentó, como si aún esperara una charla tomando café-. Siempre tan correcta. En fin, ¿qué importa ahora? Siento no poder ayudarlo. A lo mejor en el hospital sabrán algo.