– ¡Vamos, Gunther! -azuzó Jake, un jinete a caballo.
– Está ahí, está ahí.
Un claro de asfalto en la distancia.
Dobló a la derecha como si tuviera la intención de dirigirse a Grosser Stern, y después súbitamente a la izquierda para esquivar un tronco caído y no aprovechado todavía como leña. La maniobra despistó a los dos coches de atrás. Más disparos; uno de ellos rozó el guardabarros trasero.
– ¡Pare, por favor! -suplico Emil, casi histérico, desde el suelo del coche-. ¡Vamos a matarnos!
Sin embargo, ya habían llegado. Toparon contra un montículo de pavimento resquebrajado en el borde de Hofjägerallee y aterrizaron con un golpe seco en la despejada avenida. Curiosamente, había tráfico: dos convoys giraban por la rotonda y se les acercaban entre traqueteos. Gunther aceleró por delante de ellos y giró el volante a la izquierda. Los neumáticos chirriaron, pasaron tan cerca de los camiones que provocaron un estridente pitido de claxon.
– ¡Por Dios, Gunther! -exclamó Jake, sin aliento.
– Conducción policial -se justificó éste mientras el coche seguía contoneándose por la maniobra.
– Pues que no tengamos una muerte policial.
– No. Eso sería una bala.
Jake miró atrás. Los otros no habían tenido la misma suerte y quedaron atrapados junto a la carretera hasta que los camiones pasaron de largo con su paso lento. Gunther aceleró en dirección al puente que llevaba a Lützowplatz. Si conseguían llegar al puente, estarían de vuelta en la ciudad, un laberinto de calles y peatones donde, al menos, el tiroteo cesaría. Pero ¿por qué habían empezado a disparar los rusos, poniendo en peligro la vida de Emil? ¿Una lógica desesperada? ¿Mejor muerto que con los estadounidenses? Eso significaba que, al fin y al cabo, consideraban la posibilidad de perder.
Sin embargo, todavía no. Los Horch que los perseguían también ganaron velocidad en la calzada llana. Ahora la ruta era recta, pasaba por el distrito diplomático situado al final del parque, y después por el Landwehrkanal. Gunther apretó el claxon. Un grupo de civiles caminaban con dificultad por el margen de la calle, empujando una carretilla. Se dispersaron en ambas direcciones para esquivar el coche, pero no salieron de la carretera, lo cual obligó a Gunther a reducir la velocidad y presionar el freno y el claxon al mismo tiempo. Era la oportunidad que buscaban los rusos, que aceleraron para mermar la distancia que separaba los coches. Otro disparo. Los civiles echaron a correr, aterrados. Seguían acercándose. Jake se inclinó sobre la ventanilla abierta y disparó al Horch. Apuntó bajo, un disparo de advertencia, dos, para hacerles reducir la marcha. Nada, ni tan siquiera una pausa. Y entonces Gunther volvió a hacer sonar el claxon. El coche de los rusos empezó a expulsar humo… No, no era humo: era vapor, un vapor de hervidor de agua que brotaba de la rejilla y se dispersaba sobre el capó. Un disparo afortunado había perforado el radiador, o tal vez el viejo motor finalmente se rendía. ¿Qué importaba? El coche seguía precipitándose hacia ellos entre su propia nube… y luego disminuyó la velocidad. No era el freno, sino una avería.
– Adelante -dijo Jake al ver la calle despejada de civiles.
Detrás, el Horch se había detenido. Uno de los hombres se apeó y apoyó un brazo en la puerta para apuntar. Un blanco definido. Gunther pisó a fondo el acelerador. El coche saltó de nuevo con el impulso.
Esta vez Jake no oyó la bala, ni tan siquiera el ruido sordo que astilló la ventanilla y que se perdió entre los rugidos del motor y los gritos que no cesaban en la parte de atrás. Un sonido seco que penetró en la carne, como un leve gruñido, demasiado discreto para hacerse oír, hasta que el chorro de sangre aterrizó en el salpicadero. Gunther se desplomó hacia delante sin soltar el volante.
– ¡Gunther!
– Puedo conducir -dijo, una gárgara ronca.
Más sangre anegando el volante.
– ¡Dios! ¡Pare a un lado!
– Estamos cerca.
Su voz se desvanecía. El coche dio un viraje a la izquierda.
Jake sujetó el volante y lo estabilizó. Miró alrededor. Sólo los seguía el jeep; el Horch había quedado varado más atrás. Seguían avanzando deprisa, el pie de Gunther era un peso muerto sobre el acelerador. Jake se inclinó un poco más sobre él, agarró el volante con ambas manos e intentó apartar el pie del pedal.
– ¡El freno! -gritó. Gunther había vuelto a desplomarse hacia delante; un muro corpulento, inamovible. Jake se aferraba al volante, aunque las manos le resbalaban por la sangre-. ¡Mueva la pierna!
Pero Gunther parecía no oírlo, tenía la mirada fija en el arroyo de sangre que se vertía sobre el volante. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, apenas visible, como si al fin lo comprendiera todo. Después, una leve mueca con los labios, el modo en que solía sonreír.
– Una muerte policial -musitó con voz casi imperceptible.
La sangre brotaba de su boca y, de pronto, se desplomó del todo, muerto. Su cuerpo cayó sobre el volante y presionó el claxon. Se precipitaban hacia el puente emitiendo un estridente pitido, al volante un hombre muerto.
Jake trató de hacerlo a un lado, con una mano aún en el volante, pero sólo consiguió apoyar la mitad superior de su cuerpo contra la ventanilla. Tendría que agacharse para mover e¡ pie de Gunther y llegar al freno, pero eso significaba dejar el coche sin control.
– ¡Emil! ¡Acércate! ¡Coge el volante!
– ¡Maníacos! -exclamó Emil en un grito-. ¡Parad el coche!
– No puedo. Sujeta el volante.
Emil se incorporó, oyó otro disparo y volvió a agazaparse. Jake miro a través del cristal resquebrajado. Shaeffer hacía sonar el claxon y les indicaba con gestos que se detuvieran.
– ¡Sujeta el volante, joder! -chilló Jake.
Otro camión apareció en el carril de incorporación. En esta ocasión ni tan siquiera tenían la opción de girar en círculos, las manos le resbalaban en el volante ensangrentado. Jake trataba de aferrado con desesperación. El puente frente a ellos, y más allá, gente. Tenía que llegar al freno. Empujó con fuerza la pierna de Gunther, un bloque de cemento, aunque empezaba a ceder y a desplazarse del acelerador, que el pie seguía pisando a fondo. Un poco más y el coche disminuiría la marcha. Era sólo cuestión de segundos antes de que algo estallara.
Fue la rueda: un disparo de Shaeffer, más efectivo para detenerles que el claxon. El Horch se escoró como si las manos de Jake hubiesen soltado el volante. Iban directos al camión. Jake recuperó la dirección y viró a la derecha. Esquivó el camión y se salió de la carretera en la otra dirección. Después perdió el control. Pasó sobre varias montañas de escombros dando saltos violentos y con una rueda inutilizada. Volvió a empujar la pierna de Gunther y consiguió despegarla del pedal, pero el coche seguía sin control. Un último impulso de velocidad lo hizo saltar del puente y lo precipitó al terraplén. Sólo se detuvo en el aire. Nada debajo, una suspensión vertiginosa. Ni tan siquiera un segundo en lo alto de una montaña rusa, una flotación imposible en el vacío… y el coche se precipitó.
Jake se agazapó y se agarró a Gunther para no ver el agua del canal acercándose a ellos. Sólo sintió el impacto, que lo arrojó contra el salpicadero. Un chasquido en el hombro, la cabeza contra el volante, un dolor agudo que lo emborronó todo salvo el último instinto, el de tomar aire justo antes de que el agua inundara el coche.
Abrió los ojos. El agua era turbia, casi viscosa, demasiado opaca para ver nada. Ya no era un canal, sino una alcantarilla. Un pensamiento absurdo acudió a su mente: una posible infección. Sin embargo, no había tiempo para pensar en eso. Se incorporó, sintió un espasmo palpitante en el hombro y alargó el brazo sano hacia el asiento trasero para agarrar la camisa de Emil y tirar de ella. Emil se movía, no estaba muerto. Trataba de salir del hueco donde estaba. Jake tiró de la camisa con mayor esfuerzo, logró subirlo al asiento y después arrastrarlo hacia la ventanilla. Un peso flotante, sólo era cuestión de dirigirlo hacia el exterior, pero la parte delantera estaba llena. Gunther consumía un espacio precioso.