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Jake se inclinó hacia atrás y retorció el cuerpo de Emil para poder sacarlo por la cabeza. Vio cómo agitaba los pies para acabar de salir. Deprisa. El canal no era muy profundo, tenían tiempo suficiente para alcanzar la superficie con el aire que le quedaba en los pulmones. Empezó a maniobrar para salir por la ventanilla y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se empujó con un brazo: el otro, inerme. A medio camino, una de las patadas de Emil le acertó en el hombro, y el dolor resulto tan punzante que Jake creyó desvanecerse y ahogarse, como ocurría con algunos rescatadores cuando la agitación de aquellos a quienes intentan salvar los arrastra hacia el fondo. Sus piernas cruzaron al fin la ventanilla. Empezó a bracear hacia la superficie, pero el pie de Emil volvió a golpearlo. Una fuerte patada, esta vez en un costado de la cabeza. Un dolor sólido que le recorrió el cuello hasta el hombro. «No respires. Por el amor de Dios. Emil, muévete.» Otra patada, en absoluto inocente, sino deliberada, con la intención de acertar. Y otra. Una mas y perdería el sentido. Las burbujas emergían a la superficie, ningún arma a la vista. Ya no le quedaba aire. Nadó de lado con el brazo sano, un esfuerzo más y saldría. El bueno de Emil. ¿Qué harías tú para sobrevivir?

Al asomarse a la superficie, apenas pudo inspirar una bocanada de aire antes de que una mano se aferrara a su cuello y tirara de el hacia el fondo. Un chirrido de ruedas y gritos en la orilla. La mano lo soltó. Jake asomó de nuevo a la superficie, resollando.

– Emil.

Emil se había vuelto para mirar a la orilla, en el pasado un muro sólido, ahora bombardeada y convertida a tramos en pendientes de escombros, Shaeffer y su hombre descendían hacia el agua, concentrados en sus pasos, no en el canal. Todavía tenían un minuto, tal vez. Emil miró a Jake, aún jadeante, atormentado por el dolor del hombro.

– Se acabó -dijo Jake.

– No. -Apenas un susurro, sin dejar de mirar a Jake.

Su mirada no era como la de Shaeffer, como la de un cazador, sino más desesperada. «¿Qué harías?» Emil se abalanzó sobre él y volvió a agarrarlo del cuello. Mientras volvía a sumergirse, Jake vio, con una sensación de vértigo peor que la de ahogarse, que estaba perdiendo la guerra equivocada: no la de Shaeffer, sino una guerra que ni siquiera sabía que estaba luchando. Sintió una patada en el estómago que le hizo expulsar el aire del cuerpo mientras aquella mano seguía aferrada a su pelo, manteniéndolo bajo el agua. Perdía. Otra patada. Iba a morir. Las patadas no despertarían mayor sospecha que los hematomas de la caída. Emil volvería a salirse con la suya.

Jake se sumergió aún más y tiró de Emil, arañándole los dedos. No tenía sentido golpearlo bajo el agua. Tendría que zafarse de su mano. Otra patada, en el bajo vientre esta vez, pero la mano cedía al fin, temerosa quizá de ser arrastrada al fondo junto con su víctima. Debía hacer lo que Emil esperaba. Morir. Jake se hundió. Emil no podía ver a través del agua. ¿Lo seguiría? Dejarle creer que había funcionado. Sintió una última patada, de nuevo el hombro, y por un instante ya no fingió: se hundía, no tenía fuerzas para emerger, sintió el vahído previo al desmayo. Sus pies tocaron el techo del coche. Vio la cabeza de Gunther asomando inerte por la ventanilla, flotando como un alga. Cabrones. Se dejó caer flexionando las rodillas, no le quedaba aire. Se dio un último impulso hacia la orilla, lejos de Emil.

– ¡Ahí está! -gritó Shaeffer al ver asomar su cabeza.

Jake tomó aire, casi asfixiado, escupiendo agua.

El otro soldado había saltado al agua para capturar a Emil, que miraba a Jake atónito. Luego dejó caer la cabeza hacia delante y se contempló la mano; los arañazos sangraban.

– ¿Estás bien? -le preguntaba Shaeffer-. ¿Por qué no has parado?

Jake seguía boqueando mientras se arrastraba a la orilla. No tenía otro lugar adonde ir. De pronto sintió la mano de Shaeffer que le tiraba del cuello de la camisa. Luego lo cogió por el cinturón y siguió arrastrándolo, como si pescara a Tully del Jungfernsee. Cayó de espaldas sobre el cemento resquebrajado y miró a Shaeffer desde el suelo. Un ruido acuoso: Emil salía del agua a varios metros de él.

Cerró los ojos y trató de mitigar las náuseas que le provocaba el dolor. Luego volvió a abrirlos y miró a Shaeffer.

– ¿Vas a rematarme aquí mismo?

Shaeffer lo miró, desconcertado.

– No seas imbécil. Deja que te ayude -dijo, y le tendió una mano.

Sin embargo, agarró el brazo equivocado. Cuando Shaeffer tiró de él, Jake sintió un dolor tan intenso que no pudo contener el grito. Eso fue lo último que oyó antes de que finalmente, casi con alivio, todo se tornara negro.

20

Le curaron el hombro en el hospital de los oficiales que había cerca de Onkel Toms Hütte, o al menos eso le dijeron un día después, mientras estaba sumido en un profundo estado de somnolencia inducido por la morfina, bajo la colcha de chenilla rosa de su habitación de Geiterstrasse. Había habido un constante ir y venir de gente. Entre otros, Ron, para echar un vistazo, y la anciana del piso de abajo para hacer de enfermera. Ninguno de ellos parecía real; eran como siluetas en la bruma, igual que su brazo, blanco por las gasas y cubierto de esparadrapo, apoyado en el cabestrillo, como si no fuera suyo, sino de otro. ¿Quién era esa gente? Cuando la anciana se volvió ya reconocible, se dio cuenta de que era la dueña del alojamiento y se avergonzó de no saber siquiera como se llamaba. La acompañaba un desconocido vestido con uniforme estadounidense, le pegaba un tiro y ambos se esfumaron. Después se le apareció la cara de Gunther flotando en el agua. No más claves. Mas tarde, despierto ya, seguía viendo ese rostro. Sabia que la bruma no era sólo efecto de los fármacos, sino de un agotamiento más profundo, de la desolación, pues lo había hecho todo mal.

Cuando llegó Lena, Jake estaba sentado junto a la ventana, mirando al jardín donde la anciana había estado cortando perejil.

– Estaba muy preocupada. No me dejaron ir al hospital.

Solo militares. ¿Y si Jake hubiera muerto?

– Estás muy guapa -dijo el al tiempo que Lena lo besaba en la frente. Llevaba el pelo recogido con horquillas y el vestido que el le había comprado en el mercado.

– Bueno, es por Gelferstrasse -respondió, y miro al vacío, algo ruborizada, encantada de que Jake se hubiera fijado-. Mira, ha venido Erich. Dicen que no es muy grave, que es sólo lo del hombro, y un par de costillas. ¿Los medicamentos te dan sueño? Dios mío, esta habitación… -Se acercó a la cama a toda prisa y alisó la colcha-. Así está mejor -comentó, y, por un instante, Jake la vio como la versión rejuvenecida de la anciana, una berlinesa en plena acción-. Mira lo que te ha traído Erich. Ha sido idea suya.

El niño le entregó media barrita de chocolate Hershey sin apartar la mirada del cabestrillo.

Jake aceptó el obsequio, conmovido por la sorpresa. Poco a poco, la bruma empezaba a disiparse.

– Muchas gracias -comentó-. La guardaré para más tarde, ¿de acuerdo?

Erich asintió con la cabeza.

– ¿Puedo tocarlo? -preguntó, señalando el brazo.

– Claro.

El niño pasó la mano por las vendas y palpó los mecanismos del cabestrillo, fascinado.

– Tocas con mucha delicadeza -comentó Jake-, serás un buen médico.

El niño sacudió la cabeza.

– Alles ist kaput.

– Algún día -lo animo Jake, todavía mareado. Después volvió a mirar a Lena, intentando enfocar la visión, aclarar las ideas. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Shaeffer lo tenía retenido? ¿Se lo habían contado a Lena? Se volvió hacia ella para aclararlo todo de una vez-. Tienen a Emil.

– Sí, vino al piso. Con el americano. Menuda escenita, no te imaginas.