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Muller agachó la cabeza.

– Eso no estaba previsto.

Jake permaneció inmóvil. Por fin había llegado la confesión, de un forma tan sencilla.

– Esa chica… No tendría que haber ocurrido -repitió Muller-. Jamás quise que ella…

– No, sólo tenía pensado matarme a mí. Dios mío, Muller.

– No fui yo. Fue Sikorsky. Le dije que trasladaría a Mahoney, que con eso bastaría. Jamás ordené que lo matara. Jamás. Créame.

Jake volvió a levantar la vista.

– Le creo, pero Liz está muerta.

En ese momento, Muller se sentó y se deslizó lentamente en el respaldo de la silla, cabizbajo todavía, de forma que la luz de la lámpara del escritorio se reflejó en su pelo canoso.

– Se suponía que nada de eso tenía que ocurrir.

– Se empieza algo, la gente se mete en medio… Supongo que Shaeffer ha sido un extra.

– Ni siquiera sabia que estaba allí. Fue todo cosa de Sikorsky, En peor que Tully. En cuanto empiezan… -Se le apagó la voz.

– Sí, es difícil dejarlo. Lo sé. -Jake hizo una pausa mientras jugueteaba con la carpeta-. Pero dígame una cosa. ¿Por qué le sopló a Shaeffer que yo estaría en el desfile con Brandt? Tuvo que ser usted, apuesto a que sabe cómo hacer que una información llegue hasta los servicios secretos sin dejar rastro. Pero ¿por qué lo hizo? Gunther lo arregló con Kalach, quien se lo dijo a usted, pero usted no podía ir. Era el único que no podía. Es un jefazo, el hombre del general Clay, tenía que asistir al desfile. Otra cosa que no se me ocurrió. Eso fue error nuestro. Pero Kalach de todas formas iba a intentar el secuestro. Usted podría haberlo contemplado todo desde su lugar privilegiado, junto a Patton, y nadie se habría enterado de nada. ¿Por qué darle el soplo a Shaeffer?

– Para ponerle fin. Si Shaeffer recuperaba a Brandt, se detendría, y yo quería que todo acabara.

– ¿Y si Shaeffer no lo recuperaba? Daba igual quién lo cogiera, ¿verdad? Tal vez lo consiguiera Kalach, con lo que se quitaría a Shaeffer de encima y todo acabaría así, mientras usted miraba.

– No. Yo quería que lo atrapara Shaeffer. Creí que funcionaría. Sikorsky habría sospechado si algo salía mal, pero el nuevo…

– Habría cargado con la culpa. Y usted volvería a casa siendo un hombre libre.

Muller levantó la vista.

– Yo quería salir. De todo esto. No soy un traidor. Al principio no sabía lo que significaba Brandt para nosotros.

– Se refiere a lo mucho que significaba para Shaeffer que él volviera. No era más que uno de éstos -dijo Jake, y levantó el informe de Bensheim-. Por diez mil dólares.

– No lo sabía…

– Vamos a hacernos un favor mutuo y saltémonos las explicaciones. Todo el mundo en Berlín quiere darme explicaciones, y nunca cambia nada. -Soltó la carpeta-. Déme sólo una. Lo único que aún no he logrado adivinar. ¿Por qué lo hizo? ¿Por el dinero?

Muller no dijo nada, luego apartó la mirada, extrañamente avergonzado.

– Sólo había que estar ahí sentado. Era muy fácil… -Se volvió hacia Jake-. Todos los demás estaban recibiendo lo suyo. Yo llevaba veintitrés años de servicio, y ¿qué iba a conseguir? ¿Una pensión miserable? Ahí estaba ese tipejo, Tully, con los bolsillos llenos a rebosar. ¿Por qué no iba a hacerlo? -Señaló a los Persilscheine-. Los primeros, en Bensheim… ni siquiera sabía qué estaba firmando. Más papeleo. Siempre había algo que firmar y él sabía cómo colarlos. Al final me di cuenta de lo que estaba haciendo…

– Podría haberlo llevado ante un consejo de guerra, pero no lo hizo. ¿Le propuso un trato?

Muller asintió con la cabeza.

– Ya había firmado muchos. ¿Por qué no algunos más? -respondió con una voz casi inaudible, hablando para sí-. A nadie le importaban los alemanes, si salían o no salían. Tully dijo que, si algo iba mal, podía decir que los había falsificado él. Mientras tanto, el dinero estaba ahí, sólo había que cogerlo. ¿Quién iba a enterarse? Podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía, usted no lo conocía.

– Puede que tuviera un público muy entregado -comentó Jake-. Las cosas se pusieron peliagudas en Bensheim, así que tuvo que sacarlo de allí, otro de tus traslados instantáneos. Luego supo que se le había ocurrido otra idea. Seguía siendo muy persuasivo. Esta vez no se trataba sólo de un pequeño Persilscbein. Era dinero de verdad.

– Dinero de verdad -repitió Muller con parsimonia-. No una pensión miserable. Ya sabe lo que es eso, esperar el cheque cada mes. Te pasas la vida entera esperando a que te asciendan y entonces llegan esos tipos nuevos…

– Ahórreme esa parte -dijo Jake.

– Está bien -respondió Muller torciendo el gesto-. No necesita explicaciones. Ya sabe todo lo que quería saber.

Jake asintió.

– Así es. Ya lo sé todo.

– No podía dejarlo correr, ¿verdad? -le reprochó Muller-. ¿Y qué va a hacer ahora? ¿Llamar a la policía militar? No creerá que voy a dejar que lo haga, ¿verdad? Ahora no.

– No, lo supongo. Pero no se precipite a disparar -advirtió Jake, mirando otra vez hacia la cadera de Muller-. Soy un amigo del ejército, ¿recuerda?

Muller levantó la vista.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que nadie va a llamar a nadie.

– Entonces, ¿qué va a hacer?

– Voy a dejar que salga impune de lo del asesinato. -Ninguno de los dos dijo nada, se quedaron callados mirándose durante un rato. Después, Jake se irguió en la silla-. Por lo visto ésa es la política que impera por aquí. Si nos resulta útil. Así que ahora me va a resultar útil usted a mí.

– ¿Qué quiere? -preguntó Muller, que seguía mirándolo sin estar muy seguro de cómo tomarse aquello.

Jake le arrojó uno de los formularios.

– Su firma. Primero éste.

Muller lo cogió y le echó un vistazo, reflejo de burócrata. Hay que leerlo todo antes de firmar, ésa había sido la lección que le había enseñado Tully sin pretenderlo.

– ¿Quién es Rosen?

– Un médico. Con eso le concedería el visado para irse a Estados Unidos.

– ¿Un alemán? No estoy autorizado para hacerlo.

– Sí lo está. Por el bien del país. Igual que los demás científicos. Este incluso tiene el expediente limpio, sin ninguna clase de afiliación con los nazis. Estuvo en un campo. Escriba el código de clasificación. -Le pasó una estilográfica-. Firme.

Muller aceptó la pluma.

– No lo entiendo -dijo, pero, como Jake no respondía, se inclinó hacia delante y garabateó algo en una de las casillas, luego firmó en la parte de abajo.

– Y ahora éste.

– ¿Erich Geismar?

– Es mi hijo.

– ¿Desde cuándo?

– Desde el momento en que usted firme esto. Ciudadano americano. Rosen se lo lleva a casa.

– ¿Un niño? Necesitará un documento oficial que pruebe su nacionalidad.

– Ya lo tiene -dijo Jake, y le pasó el último formulario-. Aquí mismo. Fírmelo también.

– La ley dice…

– Usted es la ley. Me ha pedido pruebas y se las he dado. Lo dice aquí. Ahora fírmelo y será oficial. Firme.

Muller empezó a escribir.

– ¿Y la madre?

– Está muerta.

– ¿Era alemana?

– Pero él es americano. El GM acaba de decirlo.

Cuando Muller terminó, Jake volvió a coger los formularios y arrancó las copias de papel carbón.

– Muchas gracias. Ha hecho algo bueno, para variar. ¿Dónde dejo sus copias?

Muller señaló con la cabeza una bandeja que estaba encima de la mesa de Jeanie.

– Tenga cuidado y no las pierda. Necesitará todos los documentos por si alguien le pide que lo verifique. Usted lo hará, y en persona, en caso de que surja algún problema. ¿Entendido?

Muller asintió. Jake se levantó, dobló los papeles y se los metió en el bolsillo de la pechera.

– Está bien. Con esto quedamos en paz, entonces. Siempre viene bien tener un amigo en el GM.