– ¿Eso es todo?
– ¿Se refiere a si voy a pedirle algo más a cambio? Pues no. No soy Tully. -Se dio una palmadita en el bolsillo-. Les está dando la vida. Me parece un trato justo. No me importa demasiado qué haga con la suya.
– Pero usted sabe…
– Eso se queda como está. Verá, tenía razón en una cosa. No puedo demostrarlo.
– No puede demostrarlo -repitió Muller entre dientes.
– Pero no se entusiasme demasiado -advirtió Jake al ver la expresión de Muller-. Tampoco se forme una idea equivocada. No puedo demostrarlo, pero puedo acercarme mucho a hacerlo. Los de la DIC deben de conservar todavía la bala que le extrajeron a Tully. Podrían compararla con otra. Aunque puede que no. Existen formas de hacer desaparecer una pistola. Supongo que podría seguir la pista del despachador al que envió a casa. Pero ¿sabe? Ya no me importa. Tengo todas las reparaciones de guerra que quería. Usted, en fin, supongo que lo pasara mal un par de noches, y eso también me compensa. Así que dejémoslo ahí. No obstante, si algo sale mal con esto -dijo, volviendo a tocarse el bolsillo-, se le acabará la suerte, ¿entendido? No puedo demostrarlo en los tribunales, pero puedo conseguir pistas suficientes para el ejército. Sería capaz de hacerlo. Un montón de mierda, algo que no suele gustarles nada. Puede que lo cesaran por conducta deshonrosa. Seguro que le quitarían la pensión. Así que. haga lo que tiene que hacer y deje que se vayan.
– ¿Nada más?
– Ahora que lo dice, sí hay algo más. No puede autorizar su propio traslado a casa, tendrá que pedírselo a Clay. Por motivos de salud. No puede quedarse aquí. Los rusos no saben que usted le dio el soplo a Shaeffer. Creen que todavía está en el ajo. Y ellos también pueden ser convincentes. Es lo último que necesita el GM, una manzana podrida. Ya están bastante ocupados intentando averiguar qué están haciendo aquí. Puede que incluso traigan a alguien capaz de hacer algo bueno. Lo dudo, pero puede ser. -Dejó de hablar y miró el pelo cano-. Creí que ese hombre sería usted, pero supongo que algo se interpuso en su camino.
– ¿Cómo sé que usted…?
– La verdad es que no lo sabe. Como ya he dicho, pasará un par de malas noches. Pero no las pase aquí, no en Berlín. Yo podría cambiar de idea. -Jake recogió las carpetas de Bensheim y las apiló-. Me quedo con esto. -Rodeó la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Váyase a casa. Si quiere un trabajo, haga una visita a Tinturas de Estados Unidos. He oído que buscan gente. Permanezca fuera de Berlín. De todas formas, no le conviene volver a encontrarse conmigo… Eso podría ponerlo nervioso. Además, ¿sabe? Tampoco yo quiero volver a encontrarme con usted.
– ¿Se queda aquí?
– ¿Por qué no? En Berlín hay muchísimas historias.
Muller sacudió la cabeza.
– Su pase de prensa caduca -dijo con desgana, con tono de burócrata.
Jake sonrió, sorprendido.
– Apuesto a que también sabe la hora exacta. Está bien, entonces, una cosa más. Que Jeanie me prepare mañana un permiso de residencia. De estancia indefinida. Una concesión especial del GM. Firme y habremos terminado.
– ¿De verdad? -preguntó Muller, y levantó la vista.
– Sí, por mi parte. A usted le quedan un par de noches para superarlo, pero lo conseguirá. Todo el mundo lo hace. Es algo que se aprende aquí. Después de un tiempo, nadie recuerda nada.
Se dirigió hacia la puerta.
– ¿Geismar? -Muller se levantó de la silla. Por la expresión de su cara, parecía incluso mayor, hundido-. Fue sólo por dinero. Soy un soldado. No soy un… Lo juro por Dios, jamás quise que ocurriera esto. Nada de todo esto. Jake se volvió.
– Entonces, eso debería ayudarle a pasarlas, las noches, quiero decir. -Lo miró-. Aunque no es mucho, ¿verdad?
21
A esa hora, Tempelhof estaba casi desierto. Más tarde, cuando llegaran los vuelos de la tarde, el vestíbulo de altos techos y revestimientos de mármol se llenaría de uniformes, igual que el primer día, pero ahora sólo había un par de soldados estadounidenses sentados sobre los talegos, esperando. Las puertas de la escalera que conducía a las pistas de aterrizaje seguían cerradas.
– Ahora recuerda lo que te he dicho -estaba diciendo Lena, agachada delante de Erich, inquieta, echándole el pelo hacia atrás-. No te separes del señor Rosen cuando hagáis el trasbordo en Bremen. Habrá mucha gente. No le sueltes la mano, ¿de acuerdo? ¿Te acordarás?
Erich asintió con la cabeza.
– ¿Puedo sentarme junto a la ventana? -preguntó el niño, que ya había empezado a caminar.
– Sí, junto a la ventana. Así podrás despedirte con la mano. Estaré allí mismo. -Lena señaló hacia el mirador que daba a las pistas-. Te veré. No tengas miedo, ¿de acuerdo?
– Está nervioso -le comentó Rosen a Jake, sonriente-. Es su primer vuelo, y su primera travesía en barco. Bueno, para mí también. Qué amable ha sido… Jamás podré devolverle el favor.
– Sea un buen padre para él. Jamás ha tenido uno. Su madre… No sé si la recordará. Le hizo un par de visitas.
– ¿Qué le ocurrió?
– Murió. En los campos.
– ¿La conoció?
– Hace mucho tiempo. -Le tocó el brazo a Rosen-. Edúquelo como judío.
– Bueno, ¿cómo si no? -preguntó el doctor en voz baja-. ¿Eso es lo que quiere?
– Sí. Ella murió por ese motivo. Si pregunta, cuéntele que debe sentirse orgulloso de su madre. -Guardó silencio y, por un instante, regresó a la Alex y la vio caminar cansada de vuelta a la celda-. Tiene el número de Frank en Collier's, ¿verdad?
– Sí, sí.
– Le he dicho que fuera a recogerlos al puerto, pero, por si acaso, allí lo encontrará. Tendrá su dinero listo. Le conseguirá todo lo que necesite, hasta que pueda arreglárselas solo.
– En Nueva York. Es como un sueño.
– No le parecerá un sueño cuando lleve un tiempo allí.
– ¿Quieres ir al baño? -le preguntó Lena a Erich-. Todavía queda tiempo. Vamos.
– ¿Al de señoras? -preguntó Erich.
– ¡Oh, cuánto has crecido de pronto! Ve. -Lo dejó marchar.
– Me preguntó si sabrá lo que están haciendo por él -dijo Rosen-. Y la suerte que tiene.
Jake lo miró. Ese era el concepto de suerte que había en Berlín. Rosen, sin embargo, miraba más allá, por encima de su hombro.
– ¿Quién es ese anciano? Lo conoce.
El profesor Brandt se acercaba a ellos con su viejo traje oscuro y el cuello almidonado de su camisa, tan rígido como sus andares.
– Buenos días -dijo-. ¿Así que también ha venido a despedirse de Emil?
– No, de otra persona -contestó Jake-. No sabía que iba en el avión.
– Pensé que quizá fuera la última vez -dijo el profesor Brandt dubitativo, como justificándose. Miró a Jake-. Al final resultó usted ser un amigo.
– No, no me ha necesitado. Se las ha arreglado bien solo.
– ¡Ah! -exclamó el profesor, perplejo, pero no ahondó en el tema. Se miró el reloj de bolsillo-. Llegarán tarde.
– No, allí están.
Emil y Shaeffer entraron en el vestíbulo en compañía de Breimer como si fueran la primera fila de un escuadrón militar, con los tacones retumbando en el suelo, seguidos de cerca por soldados estadounidenses cargados con sus macutos. Un soldado del aeropuerto, alertado por las estruendosas pisadas, apareció por una puerta del lateral del vestíbulo y los esperó al pie de la escalera con una carpeta sujetapapeles en la mano. Cuando los hombres llegaron a la puerta, se detuvieron en seco, sorprendidos de encontrar visita.
– ¿Qué coño haces aquí? -le preguntó Shaeffer a Jake.
Jake no respondió, se quedó mirando a Emil, que se dirigía hacia su padre.
– Bueno, papá -dijo Emil, desconcertado, con voz juvenil.
– ¿Así que ha venido a despedirse de los muchachos? -preguntó Breimer-. Bonito gesto, Geismar.