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Jake corrió hacia el carro y miró en su interior. Un cuerpo fornido y sin rostro; no era Lena, no era nadie. Dio media vuelta. Aquello era tan inútil como lo había sido preguntar a Frau Dzuris. Los vivos no desaparecían. Emil había trabajado en el Instituto de Ciencia y Cultura, allí sabrían algo. En los archivos militares, si es que había participado en la guerra. En las listas de prisioneros de guerra. Lo único que hacía falta era tiempo. Ella estaría en algún lugar, no en un carro. A lo mejor incluso lo esperaba en uno de los cuestionarios de Bernie.

Sin embargo, Bernie había tenido que salir. Lo habían convocado a una reunión inesperada, según decía un mensaje clavado con chinchetas en la puerta de su despacho, así que Jake decidió acercarse al centro de prensa. Allí estaban todos, bebiendo cerveza con aspecto de aburridos. Las mesas con sus máquinas de escribir estaban llenas de insulsos comunicados de Ron. Stalin había llegado. Churchill había llamado a Truman. La primera sesión plenaria empezaría a las cinco. Los rusos habían preparado una recepción.

– No es gran cosa, ¿no te parece, chaval? -dijo Brian Stanley con un vaso de whisky en la mano.

– ¿Qué haces tú aquí? ¿Te has cambiado de bando?

– Tenéis mejor alcohol -repuso, y echó un trago-. Esperaba conseguir algo de información, pero como ves… -Dejó caer uno de los comunicados sobre la barra.

– Te vi con Churchill. ¿Dijo algo?

– Claro que no, pero al menos me lo dijo a mí. En exclusiva para Express. Muy amable.

– No tan amable con los demás.

Brian sonrió.

– Están que se suben por las paredes, así que he pensado que me pasaría un rato por aquí. Para evitar caer en desgracia. -Bebió otro trago-. Verás, no hay ninguna historia, deberíamos olvidarnos de todo esto, y en lugar de eso tenemos que preocuparnos por mañana. ¿Quieres ver lo que nos están repartiendo a nosotros?

Se metió la mano en el bolsillo y le dio un comunicado de prensa.

– Tres mil sábanas, quinientos ceniceros… ¿Qué es esto?

– Preparativos para la conferencia. La última gran juerga de la guerra, por lo que parece. Intenta sacar una historia de eso.

– Tres mil rollos de papel higiénico -dijo Jake.

– Todo de Londres. Bueno, te preguntarás dónde lo habrán tenido escondido. Yo hace años que no veo un papel higiénico decente. -Se guardó el papel, sacudiendo la cabeza-. Esta sí que es buena, ciento cincuenta botellas de cera para limpiar insignias. En la ruina, pero relucientes.

– ¿No pensarás publicar esto?

Brian se encogió de hombros.

– ¿Y tú qué? ¿Tienes algo?

– Hoy no. He ido a la ciudad. Aún están desenterrando cadáveres.

Brian hizo una mueca.

– No tengo estómago para eso, en serio.

– Te estás ablandando. En África nunca te importó.

– Aquello era la guerra. Esto no sé lo que es. -Bebió de su vaso con un semblante amargado-. Sería fantástico volver a El Cairo, ¿verdad? Sentarse en la terraza a ver pasar los barcos. Sería ideal después de esto.

Falucas al pairo, triángulos blancos esperando atrapar una tenue brisa, a un millón de kilómetros de distancia.

– Estarías en Londres en menos de una semana.

– Pues, verás, creo que no -dijo Brian con seriedad-. Ahora lo mío son los barcos.

– El que habla es el whisky. Cuando un hombre está cansado de Londres… -citó Jake.

Brian miró al interior del vaso.

– Eso era cuando subíamos. No quiero vernos caer, poco a poco. También aquello se ha acabado. Sólo quedan los rusos aquí. Esa es la historia que buscas. Por mí, puedes quedártela. Yo ya no tengo estómago. Son una gente horrible.

– También estamos nosotros.

Brian suspiró.

– Los afortunados estadounidenses. Vosotros no tenéis que contar los rollos de papel higiénico, ¿verdad? Os sobra. Me pregunto qué haréis después.

– Irnos a casa.

– No, tú te quedarás. Querrás arreglar las cosas. Esa es tu estupidez particular. Querrás arreglar las cosas.

– Alguien tiene que hacerlo.

– ¿Ah, sí? Bueno, pues te designo a ti para eso. ¿Por qué no? -Puso la mano sobre la cabeza de Jake-. Buena suerte y que Dios te bendiga. Yo me voy con los barcos.

– Pero ¿vosotros trabajáis alguna vez? -Una voz llegó desde atrás.

– Liz, encanto -exclamó Brian, efusivo al instante-. La dama del objetivo. Ven a beber algo. He oído decir que la señorita Bourke-White viene de camino con su cámara.

– Que te den a ti también.

Brian se echó a reír.

– Oooh. -Se levantó del taburete-. Ven, encanto, siéntate. Será mejor que me retire. Me iré a pulir mis insignias. Seguramente será la última ocasión que tendremos de sentarnos a la mesa de las autoridades, así que habrá que estar como nunca.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Liz mientras Brian se marchaba.

– Sólo está siendo él mismo. Ten.

Jake sacó una cerilla para encenderle el cigarrillo.

– ¿Qué has estado haciendo? -preguntó Liz tras dar una calada-. ¿Aguantar la barra?

– No, he estado en la ciudad.

– Santo Dios, ¿por qué?

– He ido a buscar en los tablones de anuncios.

Cadáveres chamuscados.

– Ah. -Lo miró a los ojos-. ¿Ha habido suerte?

Jake negó con la cabeza y le dio un comunicado.

– Los rusos celebran un banquete esta noche.

– Ya lo sé. También va a haber sesión de fotos. -Miró su reloj-. Dentro de una hora más o menos.

– ¿En Potsdam? Llévame contigo.

– No puedo, me cortarían el cuello. Nada de prensa, ¿recuerdas?

– Te llevaré la cámara.

– No conseguirás entrar. Pase especial -dijo, enseñando el suyo.

– Claro que entraré. Tú pestañea con esos ojazos azules. Los rusos, de todas formas, no pueden leerlo. Vamos, Liz.

– Ella no estará en Potsdam, Jake -dijo Liz mirándolo a los ojos.

– No puedo quedarme aquí sentado. Es desesperante. Además, todavía no he encontrado nada sobre lo que escribir.

– Vamos a sacar fotografías, nada más.

– Pero estaría allí, al menos lo vería. Cualquier cosa es mejor que esto -repuso alzando el comunicado-. Vamos. Después te invito a una copa.

– Me han hecho ofertas mejores.

– ¿Cómo lo sabes?

Liz se echó a reír y se levantó.

– Nos vemos fuera dentro de cinco minutos. Si hay problemas, no te conozco, ¿entendido? No sé cómo te has subido al jeep. Te estará bien empleado si se te llevan detenido.

– Eres una amiga.

– Ya. -Le dio la cámara-. Y los tengo marrones, por cierto, no azules. Por si no te habías dado cuenta.

Otro fotógrafo iba al volante, así que Jake se apretó en la parte de atrás con todo el equipo, y desde ahí veía el pelo de Liz ondear al viento junto a la banderita de la antena. Fueron en dirección sur, hacia Babelsberg, por la vieja ruta que llevaba a los estudios de cine, y en el Lange Brücke se encontraron con el primer centinela ruso, que comprobó el pase del conductor, fingiendo que sabía inglés, y les hizo una señal con la ametralladora para que siguieran adelante.

Toda la ciudad de Potsdam había sido acordonada. Había líneas de soldados rusos apostados a intervalos regulares hasta Wilhelmplatz, que parecía haberse llevado la peor parte del bombardeo. La rodearon y luego siguieron por la ruta marcada a lo largo del Neuer Garren, con esas enormes villas que daban al parque, vacías pero intactas, afortunadas supervivientes. Después de Berlín, aquello parecía un santuario, un lugar ajeno a la guerra. Jake casi esperaba ver a las típicas ancianas con sombrero paseando a sus perros por los cuidados senderos. En lugar de eso, había más rusos con ametralladoras repartidos por la orilla del lago, como si esperasen un ataque anfibio.