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El palacio de Cecilienhof estaba al final del parque. Era una gran mole residencial estilo Tudor con chimeneas de ladrillo y ventanas emplomadas, un inesperado pedazo de la campiña inglesa a orillas del Jungfernsee. En las puertas del parque había apostados unos guardias, más amenazadores pero no más rigurosos que los del puente. Después, un largo camino de grava los llevó hasta el jardín de la entrada del palacio, donde a los anfitriones rusos se les unían policías militares y soldados británicos. Aparcaron cerca de una hilera de vehículos oficiales negros. Por la entrada abierta al patio interior vieron que los rusos, en una muestra de ostentación, habían plantado cientos de geranios en forma de una enorme estrella de flores rojas. Sin embargo, antes de que Liz pudiera sacar una fotografía, un oficial de enlace los hizo rodear el edificio y los llevó al jardín de atrás, que daba al lago. Allí, en la terraza que había junto a un pequeño jardín de arbustos podados con formas artísticas, habían dispuesto tres sillones de mimbre para la sesión de fotos. Un pequeño ejército de fotógrafos y cámaras de noticiario ocupaban ya sus puestos. Fumaban, colocaban trípodes y dirigían miradas incómodas a los guardias que patrullaban el recinto.

– Ya que estás aquí, más vale que me sirvas de algo -dijo Liz, y le dio a Jake dos cámaras mientras ella cargaba una tercera.

Uno de los guardias se acercó para inspeccionar las maletas.

– Bueno, ¿dónde se han metido?

– Seguramente estarán dándose el toque final con el peine -repuso Liz.

Jake imaginó a Stalin frente a un espejo, alisándose la parte de atrás del pelo para la posteridad.

Lo único que se podía hacer era esperar, así que empezó a fijarse en los detalles del edificio: las ventanas saledizas de doble altura con vistas al lago serían seguramente las de la sala de la conferencia; los ladrillos de dos colores de las numerosas chimeneas formaban curiosos dibujos. Sin embargo, nada de todo aquello escondía una historia, sólo era arquitectura. Habían cortado el césped y podado los setos, todo estaba tan pulcro como si fuera un decorado enviado desde los estudios cinematográficos de Babelsberg. A pocos kilómetros de allí, las mujeres lanzaban cadáveres a un carro entre los escombros. En el lago soplaba una leve brisa, las olas destellaban al sol como reflectores en miniatura. La vista era preciosa. Jake se preguntó si el príncipe heredero Guillermo solía cruzar el jardín, toalla en mano, para darse un chapuzón matutino. Sin embargo, el pasado le parecía tan improbable como el peine de Stalin. Ya no había allí barcas de vela, junto a la orilla sólo se veían centinelas rusos con las manos sobre sus fusiles.

Churchill fue el primero. Salió a la terraza con su uniforme caqui y su puro, hablando con un grupo de ayudantes. Después Truman, con un desenfadado traje gris cruzado, intercambiando chistes con Byrnes y el almirante Leahy. Por último, Stalin, con una deslumbrante guerrera blanca, su baja estatura empequeñecida aún más por los guardias que lo rodeaban. Se hicieron unas cuantas fotografías informales estrechándose la mano, después tomaron asiento con ánimo distendido mientras los ayudantes se arremolinaban a su alrededor para disponerlos a cada cual en su sitio. Churchill le dio el puro a un soldado. Truman se tiró de la chaqueta para que no se le subiera al sentarse. ¿Habían decidido con antelación dónde se sentaba cada cuál? Truman estaba en el medio, sus gafas de alambre reflejaban la luz cada vez que volvía la cabeza de un hombre al otro. Todos sonreían con despreocupación, como si estuvieran posando para una fotografía de grupo en una reunión de clase. Truman cruzó las piernas y dejó ver un par de calcetines de cordoncillo de seda. Las cámaras disparaban.

Jake se volvió al oír el grito. Fuerte y claro, en ruso. ¿Qué estaba pasando? Un soldado gritaba a la orilla del lago y señalaba a algo que flotaba allí cerca. Para sorpresa de todos, se metió en el agua mojándose las botas y volvió a pedir refuerzos. Algunos de los ayudantes de la terraza miraron hacia el agua y después se volvieron de nuevo hacia los fotógrafos, claramente molestos por la interrupción. Jake, fascinado, vio que los soldados rusos empezaban a tirar del cadáver hacia la orilla. Otro cuerpo flotante, como los del Landwehrkanal. Sin embargo, éste iba de uniforme, aunque a tanta distancia no se veía de qué bando. De todas formas, era más interesante que las chimeneas. Echó a andar por el césped.

Nadie lo detuvo. Todos los guardias habían dejado sus puestos y corrían hacia el cadáver, desconcertados, mirando al palacio por si recibían órdenes. El primer soldado, mojado ya hasta las rodillas, tiraba del cadáver por el barro, pero entonces dejó caer el brazo sin vida, lo agarró del cinturón para sujetarlo mejor y dio un último tirón que lo dejó sobre la hierba. El cinturón cedió de pronto. Jake vio que llevaba una especie de cartuchera que se abrió y dejó caer su contenido. Con el viento empezaron a volar sobre la hierba trozos de papel desde el lago. Jake se detuvo. No era papel, era dinero: billetes que flotaban y daban vueltas en el aire como cientos de pequeñas cometas. Durante unos instantes surrealistas, del cielo llovió dinero.

Al principio los rusos se quedaron quietos, estupefactos, pero después se lanzaron a coger al vuelo cuantos billetes podían. Una ráfaga de viento los hizo subir más alto, de modo que los guardias empezaron a saltar. Ya no eran soldados, sino niños entusiasmados recogiendo caramelos. En la terraza, todo el mundo se puso de pie para mirar. Algunos oficiales rusos corrieron a restablecer el orden entre los billetes que se esparcían ya por todo el césped. Les gritaban a los guardias, pero ellos no prestaban atención. Al contrario, se gritaban unos a otros mientras perseguían los billetes voladores o los pisaban con fuerza para atraparlos y llenarse con ellos los bolsillos. Todo ese dinero flotando como confeti. Jake cogió un billete. Marcos de la ocupación. Cientos, tal vez miles. Cuánto dinero.

Los fotógrafos empezaron entonces a romper filas y acercarse también al lago, hasta que los oficiales rusos corrieron hacia ellos y los detuvieron apuntándolos con los fusiles. Sin embargo, Jake ya estaba allí. Se acercó al cadáver. Un uniforme estadounidense, el cinturón roto en el barro, algunos billetes en el agua. Pero ¿cómo era posible que un norteamericano llegase flotando a la deriva a la orilla del jardín más vigilado de todo Berlín, y en zona rusa? Se arrodilló junto al cuerpo. Un rostro enfermizamente blanco e hinchado a causa del agua, la cadena con la identificación colgando a un lado del cuello. Jake alargó la mano para ver el nombre, pero se detuvo, estupefacto. No hacía falta. No era un soldado cualquiera. La conmoción de ver un cadáver conocido. El chico del vuelo de Francfort, el de los nudillos blancos de tanto aferrarse al banco muerto de miedo, tenía ahora los dedos estirados y arrugados.

Jake vio entonces el agujero de bala, el tejido oscurecido y apelmazado donde había estado la mancha de sangre. No salía de su asombro.

Aún oía los gritos en ruso de los guardias por detrás, pero de pronto él volvía a estar en Chicago, en un escenario del crimen, en una habitación desbaratada. Tenía los ojos abiertos y una sola bota; la otra se la había llevado el agua. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? Jake le palpó la mandíbula, cerrada con fuerza, pero no tenía a ningún forense a quien preguntar, nadie buscaría huellas dactilares. Entonces sintió la punta roma de un arma en la espalda.

– Schnell -ordenó el ruso, estaba claro que era la única palabra que sabía en alemán.