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Jake miró hacia arriba. Otro soldado, que también lo estaba apuntando, le hacía señas para que se alejara de allí. Al ponerse en pie, le cogió la cámara y le dijo algo en ruso. El primer soldado lo empujó con el arma hasta que Jake levantó las manos y dio media vuelta. En la terraza, los ayudantes hacían entrar a los Tres Grandes a empujones. Sólo Stalin permaneció plantado en su sitio, valorando la situación con una mirada inquieta como aquélla de los escalones de la Cancillería. Una brusca ráfaga de fuego de fusil sobresaltó el aire. Unos cuantos pájaros espantados emprendieron el vuelo desde las cañas. Los hombres de la terraza se quedaron quietos un segundo y después se apresuraron a entrar en el edificio.

Jake miró al lugar del que procedían los tiros. Un oficial ruso disparaba al aire para contener el caos. En el silencio que siguió, los guardias permanecieron inmóviles mirando cómo el resto del dinero volaba hacia el Neuer Garten. De pronto parecían avergonzados, temerosos de lo que pudiera pasar a continuación; la velada que tan a la perfección habían organizado había acabado siendo infame, una deshonra. Los oficiales les ordenaron formar y se incautaron de los billetes. El ruso de Jake señaló de nuevo hacia la casa. El teniente Tully, que tenía miedo a volar. Cuatro rusos lo estaban recogiendo. Le dejaron el cinturón del dinero sobre el pecho como si fuera una prueba, pero ¿de qué? Cuánto dinero.

– ¿Podría devolverme la cámara? -dijo Jake, pero el ruso le gritó una orden y lo empujó con el arma hacia donde estaban los demás fotógrafos.

El césped estaba repleto de ayudantes que hacían volver a todo el mundo a los coches, igual que guías turísticos. Se disculpaban por la interrupción como si Tully fuera un borracho que hubiese aguado la fiesta. Los guardias rusos, apesadumbrados, contemplaban cómo se desvanecía su único golpe de buena suerte.

– Lo siento -le dijo Jake a Liz-. Se han llevado la cámara.

– Tienes suerte de que no te dispararan a ti. ¿Qué estabas haciendo allí abajo?

– Era el chico del avión.

– ¿Qué chico?

– Tully. El chico de las botas.

– Pero ¿cómo…?

– Vamos, vamos. -Un brusco policía militar-. Se acabó la diversión.

Eran los últimos del grupo que iba hacia el aparcamiento. Antes de llegar a la grava, Jake se volvió para contemplar el lago.

– ¿Qué demonios estaba haciendo en Potsdam? -se preguntó.

– A lo mejor estaba con la delegación.

Jake negó con la cabeza.

– ¿Acaso importa? Puede que se cayera al agua.

Jake se volvió hacia ella.

– Tenía un disparo.

Liz se lo quedó mirando, y luego miró a los coches con nerviosismo.

– Venga, Jake. Vayámonos de aquí.

– Pero ¿por qué Potsdam? -En el parque, unos cuantos billetes aún saltaban por la hierba como hojas esperando a ser rastrilladas-. Y con todo ese dinero.

– ¿Has conseguido algo?

Jake desarrugó el único billete que había logrado esconder en la mano.

– Cien marcos -dijo Liz-. Qué suerte. Diez dólares, nada más y nada menos.

Sin embargo, en total eran más. Miles más. Y un hombre con una bala en el pecho.

– Vamos, los demás ya se han marchado -dijo Liz.

Otra vez al centro de prensa a beber cerveza. Jake sonrió para sí, la cabeza no dejaba de darle vueltas, se había acabado recorrer la ciudad en ruinas en un estado de aturdimiento. Un crimen. El camino de entrada. Su historia de Berlín.

SEGUNDA PARTE

OCUPACIÓN

3

Cuando Jake llegó al centro de prensa, ya había corrido la noticia.

– El hombre que estaba buscando -dijo Tommy Ottinger apareciendo sobre la máquina de escribir en la que Jake tecleaba unas anotaciones-. Lo primero que sucede en toda la semana, y tú estabas allí, sobre el terreno. ¿Cómo, por cierto?

Jake sonrió.

– Estaba sacando unas fotografías.

– ¿Y?

– Y nada. Apareció un soldado muerto en la orilla del lago.

– Venga ya, tengo que retransmitir esta noche. Tú puedes tomarte tu tiempo con Collier's. ¿Quien era?

– ¿Cómo quieres que lo sepa?

– A lo mejor le has mirado la identificación -dijo Tommy, esperando.

– Ojalá se me hubiera ocurrido.

Tommy se lo quedó mirando.

– De verdad -reiteró Jake.

– Menudo reportero.

– ¿Qué dice Ron?

– Un fulano. Sin identificación.

Jake lo miró un instante, pensando.

– Entonces, ¿por qué me lo preguntas?

– Porque no me fío de Ron. De ti sí.

– Mira, Tommy, esto es lo que sé. Ha llegado un fiambre a la orilla, yo diría que muerto desde hacía un día. Llevaba dinero encima, lo cual ha puesto a los rusos como locos. Los Tres Grandes se han marchado a toda prisa. Te daré mis notas. Aprovecha lo que quieras. El rostro de Stalin… Es una bonita nota de color. -Se interrumpió y su mirada se cruzó con la de Tommy-. Sí llevaba placas de identificación, sólo que no las miré. ¿Por qué habrá dicho Ron…?

Tommy le sonrió y se sentó.

– Porque eso es lo que hace Ron: salvar culos. De los suyos. Del ejército. Nadie quiere dejar al ejército en evidencia. Sobre todo ante los rusos.

– ¿Por qué iba a quedar en evidencia?

– Porque todavía no saben lo que tienen. Sólo que han encontrado a un soldado en Potsdam.

– ¿Y eso los deja en evidencia?

– Puede -dijo Tommy mientras encendía un cigarrillo-. Potsdam es el mayor mercado negro de todo Berlín.

– Pensaba que era el Reichstag.

– El Reichstag, Zoo Station… pero Potsdam es el principal.

– ¿Por qué?

– Porque está en zona rusa -dijo Tommy con rotundidad, sorprendido ante la pregunta-. No hay policía militar. A los rusos no les importa, ellos son el mercado negro. Compran lo que sea. En las demás zonas, la policía militar hace una redada de vez en cuando y arresta a unos cuantos alemanes sólo para guardar las apariencias. No es que importe mucho, pero los rusos ni siquiera se molestan. Todos los sábados, en la calle mayor de Potsdam.

Jake sonrió.

– Así que no había ido allí por la conferencia.

– Ni hablar.

– Y Ron no quiere que la madre lea lo de su chico en los periódicos.

– Así no. -Tommy miró al hombre que acababa de aparecer detrás de Jake-. ¿Verdad, Ron?

– Quiero hablar contigo -le dijo Ron a Jake, visiblemente molesto-. ¿De dónde has sacado el pase?

– De ninguna parte. Nadie me lo ha pedido -respondió Jake.

– Verás, hay lista de espera para conseguir un pase de prensa, y puedo hacer que tu plaza quede vacante en cuanto me dé la gana.

– Relájate. No he visto nada. ¿Ves? -Señaló al papel que estaba en la máquina de escribir-. Una estrella de geranios. Muchas chimeneas. Colorido local, nada más. A menos que tengas un nombre para darme.

Ron suspiró.

– No me presiones con eso, ¿entendido? Si los rusos descubren que había un periodista, presentarán una queja formal y tendré que sacar tu culo de aquí en el primer camión.

Jake alzó las manos.

– No volveré a ir a Potsdam, ¿de acuerdo? Ahora tómate una cerveza y dinos dónde está el cadáver.

– Lo tienen los rusos. Estamos en trámites para que nos lo entreguen.

– ¿Por qué tanta demora?

– No hay ninguna demora. Es que son rusos, joder. -Se detuvo-. Seguramente es por el dinero. Estarán intentando ver con cuánto consiguen quedarse. -Miró a Jake-. A lo mejor puedes sernos útil, ya que estuviste allí. ¿Cuánto dinero llevaba encima?

– Ni idea. Mucho. Miles de marcos. Dobla la cantidad que te digan.

– Yo salgo al aire esta noche -dijo Tommy-. ¿Vas a hacer declaraciones oficiales?

– No tengo nada oficial -dijo Ron-. Que yo sepa, el tipo se emborrachó y cayó al lago. Si crees que eso es noticia, que te aproveche. -Jake lo miró. Ni una palabra sobre la identidad del soldado. Tampoco sobre la bala. Sin embargo, Ron seguía hablando sin parar-: Daremos un comunicado en la primera sesión, dentro de un par de horas. Por si le interesa a alguien.