– Los Aliados intercambiaron afables saludos -dijo Tommy-. El generalísimo Stalin hizo unas declaraciones en las que expresó su deseo de paz perdurable. Se aprobó el orden del día de la conferencia.
Ron esbozó una sonrisa.
– Y pensar que ni siquiera estuviste allí… No me extraña que seas el mejor.
– Un soldado cayó al lago por accidente.
– Eso me han dicho. -Se volvió hacia Jake-: No salgas de la ciudad. Lo digo muy en serio.
Jake lo miró mientras se alejaba.
– ¿Cuándo acordonaron Potsdam los rusos? -le preguntó a Tommy.
– Durante el fin de semana. Antes de la conferencia. -Miró a Jake-. ¿Qué pasa?
– Que no llevaba más de un día en el agua.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Tommy, alerta.
Jake hizo un gesto vago con la mano.
– No lo sé con seguridad, pero no estaba muy abotargado.
– ¿Y qué?
– Pues que ¿cómo llegó a Potsdam, si estaba acordonado?
– Qué narices. Tú también llegaste -repuso Tommy sin quitarle ojo-. Aunque, claro, tú tienes cara de buena persona.
La música del piano salía por las ventanas abiertas. Esta vez no era Mendelssohn, sino canciones festivas estilo Broadway. En el interior, la casa estaba llena de uniformes, humo y el tintineo de las copas. Gelferstrasse era pura diversión. Jake se quedó un minuto en el recibidor contemplando la escena. El habitual murmullo de las conversaciones se entremezclaba con la música, y también se oían algunas voces rusas procedentes de un grupo situado cerca de la mesa de los embutidos. Con todo, era un cóctel sin mujeres, extrañamente desanimado a falta de alguien con quien coquetear. Los hombres estaban reunidos en grupos, unos charlando, otros sin decirse nada. Cogían copas de las bandejas que les ofrecían la pareja de ancianos y las vaciaban deprisa, como si supieran ya que no iba a haber nada mejor. El coronel Muller parecía ser el anfitrión, su canosa cabeza se movía entre la concurrencia mientras iba haciendo presentaciones. De vez en cuando algún ruso lo agarraba del hombro con afabilidad, y él se mostraba tan incómodo y fuera de lugar en ese papel como lo habría estado el juez Harvey en persona. Jake se dirigió a la escalera.
– Geismar, adelante -dijo Muller al tiempo que le daba una copa-. Siento que hayamos tenido que ocupar el comedor, pero hay muchísima comida. Sírvase cuanto guste.
En la mesa del comedor, que habían retirado contra la pared, quedaban aún montañas de jamón, salami y pescados ahumados: todo un banquete.
– ¿Qué se celebra?
– Hemos invitado a los rusos -explicó Muller. Parecía que hablase de una pareja-. Les gustan las fiestas. Ellos nos invitan a Karlshorst, nosotros los invitamos aquí. Una vez cada uno. Engrasa los engranajes.
– Con vodka.
Muller sonrió.
– Tampoco le hacen ascos al whisky.
– Mejor lo dejamos para otro día. No hablo una palabra de ruso.
– Algunos hablan alemán. De todas formas, dentro de un rato importará bien poco. Siempre resulta algo incómodo al principio -dijo, contemplando la fiesta-, pero después de unas cuantas copas ellos te dicen algo en ruso, tú les asientes, ellos se ríen y todos somos buenos amigos.
– Aliados y hermanos.
– La verdad es que sí. Para ellos esto es importante. No les gusta que les demos de lado, así que intentamos no hacerlo. -Cogió una copa-. Esto no es lo que parece, es trabajo.
Jake levantó su copa.
– Y alguien tiene que ocuparse de ello.
Muller asintió con la cabeza.
– Eso es, alguien tiene que ocuparse de ello. Nadie me dijo nunca que acabaría dando de beber a un grupo de rusos, pero es lo que hay, así que eso hago. No me vendría mal una cara nueva para animar un poco la reunión. -Sonrió-. Además, me debe usted un favor. El teniente Erlich dice que es deber mío vigilarlo, pero yo pienso dejarlo correr.
– ¿Su deber?
– ¿Me pregunta que quién soy? Supongo que no nos han presentado, con el congresista dando discursos… Coronel Muller. Fred -dijo, tendiendo una mano-. Trabajo para el general Clay.
– ¿En calidad de qué?
– Estoy al cargo de algunos departamentos funcionales. Los pongo a raya cuando hace falta. El teniente Erlich es uno de ellos.
Jake sonrió.
– Alguien tiene que ocuparse.
Muller volvió a asentir con la cabeza.
– Los cambiaría por los rusos sin pensármelo dos veces. Son susceptibles, pero no escriben a casa. Ustedes dan muchos más quebraderos de cabeza.
– Entonces, ¿por qué piensa dejarlo correr?
– ¿Que fuera usted a Potsdam? Normalmente no lo haría, pero no veo que le haya hecho daño a nadie. -Hizo una pausa-. Serví con el general Patton, y él decía que veláramos por usted, que era un buen amigo del ejército.
– Todo el mundo es amigo del ejército.
– A juzgar por la prensa de Estados Unidos, nadie lo diría. Vienen aquí sin la menor idea de nada y se dedican a señalar con el dedo para hacerse notar.
– A lo mejor yo también soy como ellos.
– A lo mejor, pero un hombre que ha pasado meses con el ejército sabe pararse a considerar todas las implicaciones en lugar de intentar hacer una montaña de un grano de arena -repuso Muller.
Jalee miró por encima del borde de su copa.
– He encontrado un cadáver, y hasta ahora nadie me ha preguntado nada al respecto. ¿Es ése el grano de arena en el que está pensando?
Muller le devolvió la mirada.
– De acuerdo, yo le preguntaré. ¿Hay algo que debiéramos saber?
– Sé que murió de un tiro. Sé que llevaba un dineral en metálico. Puede que sea un buen amigo del ejército, pero si intenta hacerme callar será como azuzar a un perro con un trozo de carne roja. Empiezo a sentir curiosidad.
Muller suspiró.
– Nadie intenta ocultar nada. -Miró la fiesta, luego otra vez a Jake-. Pero tampoco piensan hacer nada. Hay casi doscientos reporteros destinados en Berlín, y todos buscan algo sobre lo que escribir. Van a visitar el bunker, se acercan a Zoo Station para hacer negocios con cigarrillos y, sin saber muy bien cómo, ya se han metido en el mercado negro. A lo mejor todo el mundo está un poco metido. Lo que es corriente aquí no tiene por qué serlo en Estados Unidos.
– ¿Es corriente morir de un disparo?
– Más de lo que cree -contestó Muller con desaliento-. Aquí la guerra no ha acabado. Mírelos -dijo señalando a los rusos-. Están brindando. Sus hombres siguen aún por toda la ciudad, borrachos casi siempre. La semana pasada, un grupo de rusos que iban en un jeep empezaron a hacer señas con los fusiles en Hermannplatz, en nuestra zona, y en un abrir y cerrar de ojos uno de nuestros policías militares se puso a disparar y aquello acabó en un tiroteo. Tres muertos. Uno nuestro. Así que presentamos una queja a los rusos y ellos presentan otra a su vez, pero sigue habiendo tres muertos. Es corriente.
Se volvió para mirar a Jake con ojos afables.
– Mire, aquí no somos santos. ¿Sabe qué hace un ejército de ocupación? Ocupar. Los soldados realizan labores de vigilancia apostados frente a edificios. Lo único que tienen es tiempo. Así que refunfuñan, persiguen a las chicas y se ganan un dinero extra vendiendo sus raciones del economato militar, cosa que se supone que no deben hacer. Pero ellos se creen con derecho, han ganado la guerra, y a lo mejor tienen razón. A veces se meten en líos. A veces incluso acaban recibiendo un tiro. Esas cosas pasan. -Se interrumpió un instante-. No tiene por qué ser un incidente internacional. Tampoco tiene por qué dar mala imagen del ejército. Es lo que sucede aquí.
– Pero redactarán un informe, ¿verdad? Tampoco es tan corriente.