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– Y usted querrá leerlo.

– Siento curiosidad, nada más. Nunca había encontrado un cadáver.

Muller le dirigió una mirada inquisitiva.

– Puede que tarde un tiempo. Todavía no sabemos quién es.

– Yo sí lo sé.

El coronel lo miró fijamente.

– Pensaba que no llevaba ninguna identificación.

– Lo conocía. Vinimos en el mismo avión. Teniente Tully.

Muller se lo quedó mirando sin decir nada, después asintió lentamente con la cabeza.

– Venga mañana a mi despacho. Veré qué puedo hacer. Elssholzstrasse.

– ¿Dónde está eso?

– En Schöneberg, detrás de Kleist Park. Los chóferes lo sabrán.

– ¿En el antiguo Tribunal Supremo?

– Eso es -contestó Muller con asombro-. Es lo mejor que hemos podido encontrar, no sufrió muchos daños. A lo mejor Dios siente debilidad por los jueces. Aunque sean jueces nazis.

Jake esbozó una sonrisa.

– Por cierto, ¿le han dicho alguna vez que…?

– Sí, ya lo sé, el juez Harvey. Supongo que podría ser peor. No lo sé, no he visto sus películas. -Miró a Jake-. Mañana, entonces. Con eso ya son dos los favores que me debe. Ahora venga a conocer a algunos rusos, parece que la noche se está animando. -Hizo un gesto en dirección al comedor, donde el piano había cambiado a Cole Porter por una grandilocuente tonada rusa-. Ellos son la auténtica historia de Berlín, ¿sabe? Hace dos meses que lo dirigen todo, es su ciudad. Y mire cómo está. Recuérdeme que mañana le enseñe otro informe, sobre mortalidad infantil. Seis de cada diez bebés morirán durante este mes. Puede que más. Morirán. Claro, eso es política. El escándalo vende periódicos.

– Yo no busco escándalos -dijo Jake con una voz calmada.

– ¿No? Pues puede que los encuentre -repuso Muller, de nuevo cansado-. Supongo que ese teniente suyo no se traía nada bueno entre manos, pero, si quiere saber mi opinión, el auténtico escándalo no es ése. Seis de cada diez, y no un solo soldado. En Berlín la vida vale muy poco. ¿Por qué no prueba con esa historia? De ésa tengo todos los datos que necesita. -Se detuvo, recobró la compostura y vació su vaso-. Bueno, vayamos a fomentar un poco la cooperación entre Aliados.

– No parece que les vaya nada mal -dijo Jake con ánimo conciliador-. Esto se está convirtiendo en una fiesta rusa.

– Siempre es así-dijo Muller-. Nosotros sólo ponemos la comida.

Sin embargo, el idioma había dividido la fiesta en sus dos propias zonas de ocupación. Los rusos le dirigían a Jake educados gestos de cabeza, intentaban pronunciar un par de palabras en alemán y volvían otra vez a beber sin parar. El piano estaba de nuevo en territorio estadounidense con The Lady is a Tramp, pero el músico ruso no se apartaba de la espalda del pianista, dispuesto a reclamar otra vez las teclas para su bando. Incluso las risas, cada vez más sonoras, parecían provenir de distintos focos, separadas por chistes intraducibies. Sólo Liz, que llegó deslizándose entre los presentes y le dedicó un rápido guiño a Jake, logró reunidos a todos. De pronto, unos y otros arrastraron sus ansiosos uniformes aliados y la rodearon como si fuera Escarlata O'Hara. Jake miró en derredor con la esperanza de encontrar a Bernie y sus cuestionarios, pero, en lugar de eso, fue interceptado por un ruso fornido y cubierto de medallas que sabía hablar inglés y que, de forma sorprendente, también lo conocía a él.

– Viajó usted con el general Patton -dijo con ojos resplandecientes-. Leí sus reportajes.

– ¿De veras? ¿Cómo es eso?

– Verá, no está prohibido leer a nuestros aliados. -Asintió con la cabeza-. Sikorsky -dijo a modo de presentación. Su voz tenía acento pero era animosa y segura, dones conferidos por el rango de oficial-. En este caso, confieso que nos interesaba saber dónde estaban ustedes. Un soldado enérgico, el general Patton. Llegamos a pensar, incluso, que seguiría avanzando hasta Rusia. -Su rostro, carnoso pero sin papada, adoptó una expresión de buen humor-. Leí su descripción del campo de concentración de Dora. Antes de que el general se retirara otra vez a su zona.

– No creo que por aquel entonces pensara mucho en qué zona estaba. Sólo pensaba en los alemanes.

– Desde luego, dice bien -apuntó Sikorsky con cortesía-. Vio usted Nordhausen. Yo también. Un lugar extraordinario.

– Sí, extraordinario -dijo Jake.

Una palabra absurdamente inapropiada.

La fábrica subterránea de misiles: dos gigantescos túneles que se internaban en la montaña, surcados de pozos abiertos por cadáveres vivientes con pijama a rayas.

– Muy ingenioso, ubicar la fábrica allí, a salvo de las bombas. «¿Cómo lo habrán hecho?», nos preguntamos.

– Con trabajo de esclavos -apuntó Jake con una voz átona.

– Sí -dijo el ruso, asintiendo con solemnidad-. Aun así, es extraordinario. Lo bautizamos como «la cueva de Aladino».

Líneas de producción enteras, algunos misiles V-2 todavía allí, ya montados, talleres de maquinaria y túneles llenos de componentes, con paredes de roca que goteaban a causa de la humedad. Cadáveres tirados en rincones oscuros porque nadie se había molestado en sacarlos de allí en la desesperación de los últimos días.

– Claro está que -iba diciendo el ruso-, cuando llegamos nosotros, en la cueva ya no había ningún tesoro. ¿Qué cree usted que sucedería?

– No lo sé. Los alemanes debieron de llevárselo todo a otra parte.

– Hmmm. ¿Adonde? ¿Usted no llegó a ver nada?

Sólo la interminable hilera de camiones estadounidenses que transportaban el botín al oeste: cajas de documentos, toneladas de equipo, componentes de misiles cargados en los tráilers. Lo había visto todo, no había informado de nada; petición del general. Así se convirtió en buen amigo del ejército.

– No. Vi dónde ejecutaban a los prisioneros. Con eso me bastó. Y los campos de concentración.

– Sí, lo recuerdo. La mano que no se podía quitar de encima.

Jake se lo quedó mirando, atónito.

– Sí que leyó el artículo.

– Bueno, verá, es que Nordhausen nos interesaba. Menudo enigma. Tanto material, y desaparecer así… ¿Cómo se dice? ¿Como por ensalmo?

– En tiempos de guerra suceden cosas extrañas.

– También en tiempos de paz, creo yo. En nuestra fábrica de Zeiss, por ejemplo, cuatro personas. -Levantó cuatro dedos-. Desaparecieron, sin más. Otro truco de magia.

– ¿Contando batallitas, Vassily? -dijo Muller, que se les unió entonces.

– El señor Geismar no estaba enterado de lo de la fábrica de Zeiss. Me ha parecido que podía interesarle.

– Bueno, Vassily, eso mejor lo reservamos para la reunión del Consejo. No podemos controlar lo que hace la gente. A veces deciden marcharse por su cuenta.

– A veces les facilitan el transporte -repuso enseguida el ruso-. Nacht und Nebel. -«Noche y niebla», como los antiguos arrestos nocturnos.

– Esa técnica era de Himmler -adujo Muller-. No del ejército norteamericano.

– Aun así, uno oye historias. Y desaparece la gente.

– También nosotros oímos cosas -dijo Muller con precaución-, en la zona americana. Berlín está lleno de rumores.

– Pero ¿y si fueran ciertos?

– Este no lo es -contestó el coronel.

– Ah -repuso el ruso-. O sea que es un misterio. Igual que Nordhausen -dijo dirigiéndose a Jake, después levantó la copa vacía en un extraño brindis y se marchó educadamente a por una llena.

– ¿A qué ha venido eso? -preguntó Jake.

– Los rusos nos acusan de secuestrar a algunos científicos de su zona.

– Cosa que no haríamos jamás.

– Cosa que no haríamos jamás -repitió Muller-. Ellos sí, no obstante, de modo que siempre sospechan lo peor. No han dejado de secuestrar a gente, sobre todo por motivos políticos. Ya no tanto como al principio, pero siguen haciéndolo. Nosotros presentamos quejas, así que ellos también.